26.6.10

postopolis! df en tomo

hoy salió el número de tomo, suplemento de excelsior, dedicado a postópolis. aquí mi texto que ahí aparece:

Gatito postopolis. Dicho en el lenguaje apropiado de la red y twitter: hashtag postopolis. Aunque finalmente no hay ni que decirlo: basta con escribirlo –perdón, tuitearlo: #postopolis. El efecto resulta inmediato: desde cualquier lugar –con acceso a la red– podemos intervenir, participar o seguir desde el ordenador o el móvil todo lo que se relacione con postopolis en tiempo real. Y si dicen que no hay más de seis grados de separación entre dos personas, en la red y subredes sociales se reducen, según wikipedia, a 4.67, lo que provoca una intensidad efervescente de mensajes, respuestas, contactos y –simple variación etimológica– contagios.


En alguno de sus cuadernos Ludwig Wittgenstein se preguntaba cuántas casas y gentes se necesitaban para que una ciudad fuera una ciudad –la respuesta, que seguramente Wittgenstein sabía o intuía, se puede argumentar deleuzianamente diciendo que una ciudad no es una cuestión de grado sino de naturaleza, no algo a medirse en cantidades extensivas sino intensivas. Si preguntamos ahora cuántos usuarios y entradas se necesitan para que la red –o una red social– pueda funcionar como una ciudad, cuántos posts para que postotown se convierta en postopolis, la respuesta será similar aunque de signo contrario: así como el aumento en la cantidad de habitantes de un pueblo no garantiza su transformación necesaria en una ciudad, la gran cantidad de usuarios y entradas en una red social tampoco implican que sea ya [como] una ciudad. Se requiere, sí, llegar a cierta masa crítica sin la cual no funcionará así, pero esto implica también una intensidad que resulte en un cambio de naturaleza y no sólo de grado. Cuando se generan “barrios” –comunidades– que no se bastan a sí mismos, que no pueden ser autónomos, sino que dependen unos de otros o que interfieren unos con otros, hay entonces una ciudad –esa es una de las primeras cosas que dice Aristóteles de la ciudad, que es la reunión de individuos que no pueden bastarse por sí mismos. También dice que la ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros. La red –no sólo como infraestructura tecnológica sino en tanto ciudad, en tanto postopolis digamos– es anterior a cada entrada y cada usuario.


Hay así en postopolis barrios, zonas, comunidades que hablan de comida –o de todo a partir de la comida–, de música –o de todo a partir de la música–, unos más de arte o de lo que vale el arte o de lo que cuesta el arte en relación a lo que vale, otros, los menos, hablan de arquitectura –de pura arquitectura. O todos hablan de arquitectura, hablan de la ciudad desde la ciudad de los posts. Eso hay en postópolis. Y si digo hay es porque cada instancia –hablando como programador– de postopolis, N.Y., L.A., o D.F., actualiza –para volver al argot deleuziano– un espacio que siempre está ahí, que se mantiene ahí, presente, accesible, abierto para todos. Estas zonas reconfiguran sus relaciones constantemente: las referencias cruzadas, las ligas a ligas que nos llevan a otras ligas, las entradas que combinan algunas antiguas con otras recién leídas, a veces mediante procesos claramente definidos y estructurados, otras como el fortuito encuentro de una máquina de coser y un paraguas en la mesa de un quirófano.


Alguien tuiteó que en Postopolis DF la lluvia –que acompañó a las presentaciones varios días– generaba reorganizaciones espontáneas del público asistente. Del mismo modo la lluvia de ideas –a veces llovizna otras chubasco– reorganizaba a los asistentes –ya de cuerpo presente o siguiendo la transmisión en algún sitio web– en grupos que comentaban, resumían, criticaban, contestaban o vitoreaban las propuestas de los presentadores en twitter. Algunos hablamos más con los asistentes de esa manera que de la, digamos, tradicional. Lo que no implica, de ningún modo, que Postopolis sea post-polis: el fin de la ciudad física, “real”, tal como la conocemos y vivimos cotidianamente. Al contrario. El esfuerzo invertido y el placer obtenido por muchos que se desplazaron de un país a otro, de una ciudad a otra, de un barrio a otro, para ver a esa horda de blogueros desplegar ante sus ojos algunas de las piezas más queridas de sus gabinetes de curiosidades –¿qué sino una versión recargada y tecnológicamente optimizada de aquellos espacios renacentistas son los blogs contemporáneos?–, advierte no sólo de cierta nostalgia por la presencia, sino de un empeño en mantenerla e intensificarla, de complicarla –en todos sentidos–, de multiplicarla en tantas capas como sea posible, de enriquecerla y, finalmente, fortalecerla. Postopolis nos enseñó que la tecnología jamás es obstáculo para la urbanidad civilizada –y ésto no es un pleonasmo. Al contrario.

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