13.7.10

ciudad verde, ciudad abierta

Hablar de una ciudad como la ciudad de México como si fuera algo unificado resulta siempre engañoso. Como cualquier gran metrópolis contemporánea, la ciudad de México es muchas: un conglomerado de ciudades, barrios y de zonas marginales que son el daño colateral del avance del capitalismo. Afirmar así simplemente que la ciudad de México es verde o no, que es abierta o no, resulta arriesgado. Sin embargo, contra lo que muchas veces pensamos, buena parte de esta ciudad es, al menos vista a vuelo de pájaro, bastante verde. Algunas zonas de la ciudad están llenas de árboles, a veces demasiados: plantados muy cerca unos de otros –lo que hace que, a la larga, unos crezcan con vigor y otros débiles y endebles–, casi siempre sin ningún orden, ni geométrico ni taxonómico, estorbando vistas o, peor, poniendo en riesgo instalaciones aéreas o subterráneas, ya con su fronda, ya con sus raíces, y estorbándose entre sí, robándose luz, agua o nutrientes. Pero con todo el efecto general, en algunas zonas, repito, es el de una ciudad arbolada, verde o, ya que las jacarandas se han vuelto prácticamente un árbol local, violeta. Pero verde, o violeta, la ciudad de México no es una ciudad abierta. Muchos de estos árboles que forman masas compactas están distribuidos en jardines privados e interiores, o si están sobre las aceras, en pequeños prados cerrados, rodeados por setos o cercados con rejas. A veces hasta un pequeño arbusto que apenas crece está protegido por una malla o por una cuidada colección de botellas de plástico. Aunque quizás no se trate de ninguna protección sino de cierto tipo de castigo: sabemos que muchos odian o de menos desprecian a los árboles: que tiren sus hojas o que los pájaros que viven entre ellas ensucien sus autos es una afrenta imperdonable; otros temen que con sus ramas los despojen de sus techos o que con sus raíces dañen los cimientos de sus casas.

Cuando se habla entonces de áreas verdes en la ciudad de México, además de pensar en la muy necesaria sustentabilidad ambiental o ecológica, no hay que olvidar la sustentabilidad social, que implica el que ese espacio verde sea también, en la mayor medida posible, un espacio abierto. Es curioso –y más bien debiera escribir: chocante– que muchos de quienes en sus viajes a Europa, por ejemplo, admiran que en primavera y verano la gente se tire semidesnuda a tomar el sol en cualquier parque o camellón, no lo hagan en su propia ciudad y, peor aun, consideren a quienes lo hacen como elementos relegados de la sociedad, mal portados o mal vivientes. Hasta en los parques públicos los prados se cierran o se cercan, dejando abiertos sólo los andadores, como si los parques fueran lugares de paso y no de recreo, de descanso, de hacer nada o de hacer cosas que no se pueden hacer en otro lado e incluso algunas que no se deben hacer en ninguno. Así que, aunque si pensamos en la relación de árboles per capita la proporción tal vez no sea tan mala, sabemos que la cantidad de espacio público por habitante en esta ciudad está muy por debajo de los estándares internacionales. ¿Qué hacer, cómo hacer que la ciudad de México sea más verde, sí, pero de manera inteligente y, sobre todo, más abierta?

Una opción prácticamente inviable sería hacer de esta ciudad una versión moderna de la Roma barroca, con pasajes y callejones entre patios y jardines privados. Pero seguramente ninguno estaría contento de ceder terreno y ver pasear por ahí a los vecinos, aunque sean los más estimados. En cambio, una opción moderada sería primero ajardinar, con buen criterio y eficiente lógica botánica, cualquier espacio público posible: pero no jardines cerrados –aunque la etimología nos diga que esa es la primitiva raíz de jardín y huerto: un espacio enclaustrado– sino abiertos y sobre todo útiles o, más bien, utilizables más allá de su valiosa función ecológica y de la no menos importante de ornato. Jardines para ver que también sean para estar. Jardines-restaurante o jardines-biblioteca, jardines-paraderos de autobús o jardines para estacionar bicis, jardines sala de espera afuera de las oficinas públicas y jardines-estacionamiento o, de menos, estacionamientos con árboles. Junto con eso habría que abrir cuanto jardín sea posible, empezando con los que pertenezcan a instituciones públicas o de gobierno. Con horarios y reglamentos de ser necesario, pero que puedan usarse aunque sea para sentarse a comer el almuerzo. Y cambiar la estrategia de paisaje en banquetas y camellones: un buen árbol, grande y sano, cada cuatro o cinco metros es mejor que un revoltijo de arbustos, árboles torcidos, mala yerba y pasto seco. Trabajar, pues, para hacer la ciudad más verde pero siempre más abierta.

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