Lo primero que me vino a la mente al pensar qué son, cuáles son los remanentes de la modernidad, fue salir a la calle –literalmente, cruzar la calle– y buscar los remanentes de eso, problemático, escurridizo, que algunos decretaron desaparecido, muerto y sepultado: la modernidad. Los remanentes, como lo que quedó, en dos sentidos: los rastros y los restos.
Los rastros, es decir, las huellas que dejó la modernidad. Los vestigios, las señales de que sí fue cierto más allá de lo que reportan las historias y las fotografías en libros. Que no fue sólo una conspiración de algunas sectas de arquitectos comprometidos o, tal vez, obsesionados con su tiempo, con el tiempo, sino que tuvo efectos palpables, visibles en la calle, en cualquier calle, incluso en la que vivo que es, finalmente, una calle cualquiera.
Pero también los restos, los residuos aun operantes de algo que se declaró acabado con mucha prisa, de algo que –para abusar de lo dicho por el filósofo– todavía promete: una modernidad a la hay que ayudar o exigir –o ambas– para que cumpla.
La calle, mi propia calle, debería de ser el mejor lugar para probar, primero, la persistencia de los efectos y, segundo, la de las causas de la modernidad. ¿O es demasiado pedirle a la calle?
En alguna deriva por la red encontré esto: Mario Ballesteros hizo una búsqueda en el sitio del archivo fotográfico de Life sumando dos criterios: México y moderno. Algunas de las imágenes que resultaron las subió a su blog. Una fotografía de 1958 donde contrastan el perfil del centro de la vieja ciudad de México, con las torres de Catedral despuntando y al fondo varios edificios modernos que empezaban a surgir a sus bordes –el más alto, con sus 45 pisos, la Torre Latinoamericana, terminada en el 56. En otra foto, también del 58, unos niños juegan en una terraza de un edificio en el Paseo de la Reforma, la avenida que se quiso Campos Elíseos y que se trazó a finales del siglo XIX para unir el viejo centro con la residencia del nuevo emperador, Maximiliano de Habsurgo. Ahí abajo todavía se ve una construcción de finales del XIX cuando lo moderno significaba afrancesamiento o eclecticismo.
La tercera foto es del Mercado de la Merced: durante siglos el mercado central y más grande de la ciudad de México. La foto de Life muestra las grandes bóvedas de concreto aparente, diseñadas por Enrique del Moral, que se inauguraron en el 57. Un objeto moderno que cubre, que pasa por encima de una forma de organización espacial y comercial antigua, tradicional. En ese sentido más una superestructura que una infraestructura. A la larga, según el cristal con que se mire, podemos decir que la realidad le ganó a la arquitectura o que ésta permitió el libre juego de aquella. La siguiente foto es el aeropuerto de la ciudad de México, diseñado por Augusto Álvarez –quien también intervino en la Torre Latinoamericana– y abierto en 1952. Algo hay en ese espacio continuo, sin sobredeterminación alguna, en ese no-lugar como dijo el experto, que lo hace cercano a la imagen anterior del mercado –y quizá con lógica suficiente: ambos son lugares de tránsito, de paso, de tráfico– y que exige, aquí, la presencia del mariachi para atestiguar que se trata de México.
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