¿Qué es un arquitecto disidente, un arquitecto del disenso?¿Cómo disiente el arquitecto? En principio, si disentir, según la simple definición del diccionario, es no ajustarse al sentir –o parecer, agrega– de alguien, ¿cómo se di-siente, se siente de otro modo y, sobre todo, de manera diferente a la de quién? ¿Quién es el otro, o los otros, de quienes se disiente? ¿Hay un sentir general, común, que sirve de base o, digamos, de fondo sobre el cual se contrasta, se destaca otro individual o particular de cierto arquitecto, esto es, el disenso del arquitecto?
Veamos primero una pequeña fábula que involucra arquitectura y consenso o, más bien, la imposibilidad final del mismo. Para Peter Sloterdijk, “la catástrofe de Babel relata la escena originaria de la pérdida de consenso entre los hombres, el principio de la perversa pluralidad.” Conocemos de sobra la historia: cuando los hombres estaban reunidos como un solo pueblo y hablaban una sola lengua, Yahveh, angustiado tal vez por el poder que esa unidad suponía para sus criaturas predilectas, confunde sus lenguas, haciendo imposible la comprensión entre unos y otros y los dispersa. “El Señor bíblico –dice Sloterdijk– no sólo sería un sádico dispersador que no quiere permitir la unidad de aquello a lo que corresponde estar junto; también es, y aún en mayor medida, un Señor de la disgregación, que disemina y separa lo que se había aglomerado de modo inconveniente.” El mito de Babel, insiste, representa la pérdida de “un paraíso cuyo contenido político podría llevar un nombre claro: el consensus, la coincidencia perfecta entre convicciones y tareas.” El medievalista suizo Paul Zumthor dedicó un libro, publicado tras su muerte, al mismo mito que toca Sloterdijk: Babel o lo inacabado. Lo inacabado o, más bien, el inacabamiento que supone Babel revela, para Zumthor, el “simple rechazo a la clausura por la cual todo se acaba, se cierra y se somete a la autoridad de lo razonable.” El imperio de la razón, parece sugerir Zumthor, exige que no haya cabos sueltos en el laberinto que teje.
Babel, dice Zumthor, es un texto. El relato de la Torre de Babel empieza diciendo, según la traducción clásica al español de Reina y Valera, que “tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras.” Zumthor lee atentamente en su libro el texto del Génesis, partiendo de la traducción al francés hecha en los años setenta por André Chouraqui. Traduciendo al español lo traducido por éste se lee: “y es toda la tierra: un solo labio, únicas palabras.” Zumthor explica que la palabra hebrea sâphâh se traduce habitualmente como lengua, aunque su significado es propiamente labio, pero también borde, límite. Zumthor prefiere por tanto la versión del escritor judío André Neher quien traduce: “la tierra entera era una sola frontera, un conjunto de elementos cerrados.” Una tierra, pues, aun no repartida: una sola frontera es casi ninguna frontera, apenas la división entre la tierra, esta tierra, nuestra tierra, y lo otro, lo de afuera.
Es el reparto, la partición de esa tierra una, con una sola frontera, una sola lengua y mismas palabras, lo que hace posible la interacción entre distintos espacios y, finalmente, la política. “Cualquier espacio –dice Sylviane Agacinski–, común o privado, es de cierto modo efecto de reparto (partage).” También Jean-Luc Nancy ha hablado de lo común y de la comunicación como resultados de una partición o de un reparto. Y, por supuesto, Jacques Rancière. La política, dice este último, “no es el ejercicio del poder o la lucha por el poder,” sino “la configuración de un espacio como espacio político, la delimitación de una esfera específica de experiencia, la disposición de objetos planteados como ‘comunes’ y de sujetos a quienes se reconoce la capacidad de designar esos objetos y discutir sobre ellos.” Rancière entiende a la política como “el conflicto en torno a la existencia misma de esa esfera de experiencia,” la de los objetos comunes y los sujetos que a ellos se refieren, la esfera del consenso o del sensus communis: tanto el sentido común como lo sensible com-partido y comunicado. “La política –dice– consiste en reconfigurar la partición de lo sensible, en traer a escena nuevos objetos y sujetos, en hacer visible lo que no lo era, en transformar en seres hablantes y audibles a quienes sólo se oía como animales ruidosos.” Consiste, pues, en la construcción de un espacio común a partir del reparto o partición de un espacio único, sin fronteras ni divisiones.
Hay aquí algo más que hace recordar de nuevo al mito bíblico y que hace pensar en el espacio y, más precisamente, en la arquitectura. Es la manera como lo cuenta e interpreta Dante en su Tratado de la lengua vulgar. Durante la construcción de la inacabada torre –explica Dante– “casi todos los hombres se habían puesto a fraguar esa iniquidad. Unos daban órdenes, otros hacían proyectos, otros más levantaban muros y otros los alineaban; unos los pulían con las planas, otros se proponían tallar la piedra y otros más transportarla por mar y por tierra.” La descripción de Dante hace pensar en ese paraíso político –y económico– que es el consenso, según lo dicho por Sloterdijk: la coincidencia perfecta entre convicciones y tareas. Dice Dante que entonces el castigo divino generó “tan grande confusión que todos los que empleaban una misma lengua mientras trabajaban tuvieron que separarse por la diversidad de la misma y nunca más pudieron volver a la anterior comunicación.” Es interesante que, para Dante, la confusión de las lenguas se equipara a una determinación de la jerga profesional, a un cierre o clausura de cada disciplina sobre sí misma: “cada lengua quedó para los que se dedicaban a una misma tarea: por ejemplo, una para los arquitectos, una para los que transportaban piedras, una para todos los que se dedicaban a tallarlas y así paso con cada grupo de trabajadores.” La división lingüística, pues, si bien un castigo de los dioses, consuma una división anterior: la del trabajo. “El género humano se dividió –agrega– en tantos idiomas cuantas variedades había de trabajo, y cuanto más era excelente el trabajo que realizaban, más rudo y bárbaro fue su lenguaje.”
Tras el tema de la comunidad y el consenso, del espacio común y el reparto, sigue el de la comunicación, la dispersión y el disenso. Tras Babel, la disciplina del arquitecto queda cerrada sobre sí misma, aislada como cualquier otra, condenada a ser pura jerga sin sentido fuera de sus propios límites. Como glosando a Dante, el filósofo japonés Kojin Karatani escribe en su libro Architecture as Metaphor: “la arquitectura es una forma de comunicación condenada a darse sin reglas comunes –es una forma de comunicarse con otro quien, por definición, no sigue el mismo sistema de reglas.” La arquitectura –el arte del espacio, para ser convencionales– definida como una forma de comunicación fuera del espacio común, más allá del espacio donde el sentido a sido repartido y compartido, puesto en común: comunicado. ¿Cómo, para volver al inicio, disiente entonces un arquitecto si lo que le parece negado, por principio, es el consenso?
Si, de acuerdo con Rancière, el consenso es antes que nada un régimen específico de lo sensible –una manera específica de hacer sentido– y el disenso no la discusión o la disputa sino el proceso político que reparte de nuevo lo sensible contraponiéndose a la manera establecida para percibir, pensar y actuar, no puede entenderse a la arquitectura, en tanto repartición del espacio y forma de comunicación sin reglas comunes dadas, más que como una forma específica del disenso. Y si no a la arquitectura, si al menos a la manera específica de entenderla que tiene el arquitecto.
En su clásico La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin al hablar de la manera como se percibe el cine, dice que es del mismo modo como desde siempre se ha percibido la arquitectura: colectiva y distraídamente. Benjamin distingue entre dos formas de encarar las obras artísticas, una, donde la obra es la que fija las reglas, la que determina cómo el espectador debe situarse ante ella, se da de manera individual – más aun, es una de las maneras como se construye la subjetividad moderna e individual– y exige atención concentrada y recogimiento. La otra, ya mencionada, es la propia de la arquitectura y del cine, se da por parte de un sujeto colectivo: el pueblo, la masa, y de manera distraída, disipada. En este caso es “la masa dispersa” la que “sumerge en sí misma a la obra artística.” Benjamin precisa: la percepción atenta privilegia la visión: es óptica, mientras que la percepción distraída se da con el cuerpo entero, con todos los sentidos –incluida, pero sin ningún privilegio, la vista. La percepción distraída es más háptica que óptica. Del lado de lo táctil –explica– no hay nada parecido a lo que del lado de lo óptico es la contemplación. “La recepción táctil no sucede tanto por la vía de la atención, sino por la de la costumbre.” Al entorno construido, pues, nos acostumbramos y no le dedicamos particular atención como lo hacen los “turistas ante edificios famosos.” O, los arquitectos.
Círculo generalmente vicioso y a veces virtuoso, no se puede decir qué vino primero: la distinción en la manera de percibir al espacio construido, a la arquitectura, más como un objeto digno de una atención concentrada que ninguno generalmente le concede –la afirmación de otra forma de sentir la arquitectura: el disenso estético, en un sentido que rebasa al de la mera calificación de lo bello y sus efectos– o el cierre, la clausura de un lenguaje sobre sí mismo, incapaz de referirse a lo otro y de dirigirse al otro: una especie de disenso semántico o, quizás más profundo, epistemológico. Sea como fuere, habrá que decir que al hablar de arquitectura, tanto como al pensarla, el arquitecto, generalmente, disiente.
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