leí esto en el blog de andrés lajous:
Estás caminando por un malecón al borde del mar. La banqueta mide más o menos la mitad de lo que mide el pavimento. Preguntas qué tan lejos está un restaurante. Preguntas qué tanto tiempo toma ir a pie. El clima es perfecto hay un calor húmedo que en la noche es confrontado con una brisa constante. Te sugieren tomar un taxi porque "está retirado". Tomas el taxi, el cual te hace sentir que efectivamente no es tan cerca tu destino. Cenas. Decides caminar de regreso por el malecón observando el mar. La caminata no te toma más de 10 minutos. Pasas a un lado de varias parejas en pleno ligue. Cuando llegas piensas que a veces suena un tanto hueco hablar de la cultura del coche. Piensas, "lo importante son las condiciones materiales que generan ciertos hábitos". Una vez más, ves palmeras, pasto, una banqueta amplia, brisa, el sonido del agua, calor, y no puedes imaginar que sea más agradable ir adentro de un coche. Piensas otra vez en las condiciones materiales. Piensas que si no hay una cultura del coche, en abstracto, por lo menos hay una costumbre que a veces, por pereza, prefereimos no cambiar.
y me hizo pensar –por esas conexiones de tres o cuatro bandas que a veces uno hace– en la diferencia varias veces apuntada entre acapulco y rio de janeiro, especialmente en la manera como estas ciudades se abren (o, en el caso de acapulco, se cierran) al mar. el amplio frente con que rio encara al mar, con la famosa intervención de burle marx, contrasta con la muralla de hoteles acapulqueños –aclarar que son privados no es aquí redundante, aunque habría que decir que es más bien acapulco el que ha sido privado de su bahía. y algo me hace pensar que de esas imágenes hasta los franeleros y ambulantes en muchas ciudades, pasando por una largo etcétera de casos análogos, hablamos aquí, entre otras cosas, de nuestra incapacidad –¿o nuestro rechazo?– para construir un espacio plenamente público: abierto, plural y democrático.
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