14.12.10

bajo el signo de la transparencia

¿Acaba la transparencia con todo secreto? ¿Anula la privacidad? ¿Es siempre mejor que la opacidad? En principio esas preguntas me vienen a la mente en relación al affaire WikiLeaks. Y en esos asuntos diría que si bien la transparencia en los procesos de gobierno es una exigencia en las democracias modernas –que todo se de en el espacio de lo público, a la luz y bajo los ojos de todos–, el que dichos procesos estén a la vista no implica necesariamente que estén a nuestro alcance o, para decirlo de otro modo, que ejerzamos sobre ellos algún tipo de control efectivo. Por otro lado, buscar ampliar la transparencia en los procesos no implica, pienso, la desaparición del secreto, es decir, de aquello que ha sido puesto al lado, apartado y así, de algún modo, consagrado –la raíz de secreto y sagrado es, finalmente, la misma, lo que no hace derivar lo político de lo trascendente sino, como algunos teóricos argumentan, exactamente al contrario. Lo secreto/sagrado sólo puede hacerse transparente, ponerse de manifiesto, sacándolo de su lugar reservado, esto es, exponiéndolo. Y la exposición, se entiende, implica a su vez un riesgo o, cual lo plantea Giorgio Agamben, una profanación.


Pero dejando esos complejos temas a los filósofos políticos, ¿qué tiene que ver eso con la arquitectura más allá de lo que se pueda decir, hablando en un sentido amplio, de la arquitectura del poder –no las construcciones del poder sino la construcción del mismo? “La Modernidad –escribe el crítico e historiador de arquitectura Anthony Vidler– ha estado obsesionada, lo sabemos bien, por el mito de la transparencia: transparencia del uno mismo a la naturaleza, de uno mismo a los otros, de cada uno a la sociedad, y todo esto representado, si no es que construido, desde Jeremy Bentham” –el filósofo inglés inventor del panóptico, la prisión de máxima vigilancia con los mínimos medios– “hasta Le Corbusier, por una transparencia universal de los materiales constructivos, por la penetración espacial y el ubicuo flujo de aire, luz y movimiento físico.”


Sigfreid Giedion, el historiador suizo responsable en buena parte de la ideología de la arquitectura a principios del siglo XX, veía en la transparencia, en la continuidad espacial –y, en principio, visual– entre interior y exterior, una de sus características principales. Y a mediados de los años 50 Collin Rowe escribió junto con Robert Slutzky un texto hoy famoso: Transparencia literal y fenoménica. La primera permite ver lo que pasa al interior de un edificio, generalmente a través de un vidrio, mientras la segunda nos deja entender, incluso sin que la materia del edificio sea transparente. De hecho el vidrio –como afirma ya en los años 60 Jean Baudrillard– “ofrece posibilidades de comunicación acelerada entre el interior y el exterior, pero instituye simultáneamente una cisura invisible y material, que impide que esta comunicación se convierta en una apertura real al mundo.”


La crítica a la transparencia literal en arquitectura –para usar el término de Rowe– va más allá de considerarla una comunicación ficticia, como Baudrillard. En 1953 Elizabeth Gordon, escritora de una revista de decoración interior, escribía de la casa que Mies van der Rohe le hizo a Edith Farnsworth, que era una arquitectura inhabitable sin espacios para guardar cosas –¿secretos?– y que representaba una amenaza social de regimentación y control totales.


Todo eso habría que pensarlo hoy a la luz de las nuevas tecnologías de comunicación que no destruyen la privacidad sino que reconstruyen otras relaciones posibles entre lo público y lo privado. Pensar la transparencia –espacial y política– en la época del internet y las redes sociales. En la época no de la generación x, y o z, sino de la generación wysiwyg: lo que ves es lo que obtienes, en la época del chat, del cibersexo, de los blogs y de WikiLeaks.

1 comentario:

Anónimo dijo...

este blog es la ostia!

(ya está ya lo he dicho, me he quedado agusto)


salu2