4.2.11

el no centenario

El día que la tierra se detuvo, de 1951, es un clásico del cine de ciencia ficción clase B. Es aquella película en la que un extraterrestre de apariencia humana, demasiado humana, desciende de su platillo volador, estacionado en Washington D.C., acompañado de un gigante robot metálico que lanza un rayo capaz de desintegrar las armas de los humanos sin dañarlos –la imagen de los dos visitantes saliendo de su nave será retomada en 1974 por Ringo Starr en su álbum Goodnight Vienna. En fin, eso sólo me sirve para aclarar que el año pasado, a 59 del estreno del film, no pasó nada similar en México y que si hago referencia al mismo es sólo por el gusto de parafrasear el título calificando al 2010 como el año en el que el país se detuvo.

Por supuesto que lo anterior, si acaso es un chiste, es sin duda muy malo. Claro que pasaron cosas en el 2010. Entre otras, más de 22 mil mexicanos pasaron a formar parte de las listas de muertos derivados del combate al crimen organizado. Pero eso no era lo que queríamos, mucho menos para el glorioso año en que celebraríamos los doscientos de ser una nación independiente y los cien de pretender, además, ser un país justo. Esperábamos celebraciones y festejos, inauguraciones monumentales e incluso la refundación simbólica, acompañada de una necesarísima reconstrucción física, de la nación. Confiábamos en de menos igualar la pompa que hace cien años engalanó los festejos organizados bajo el gobierno de Porfirio Díaz, cuando se construyeron monumentos pero también escuelas, mercados, bibliotecas y prisiones.

No contábamos, por supuesto, con que en el 2009 el andamiaje económico del mundo desarrollado se tambaleara amenazando con un estrepitoso derrumbe del estado de bienestar que nunca realmente gozamos, empezando por nuestro poderoso vecino del norte, del que no sólo estamos demasiado cerca sino que dependemos casi totalmente. No contamos tampoco con algo mucho más previsible: que esas obras para hacerse bien requieren de planeación, es decir, de tiempo y, a fin de cuentas, de dinero. El concurso del controvertido Arco del Bicentenario, por ejemplo, fue convocado a finales de enero del 2009, pensando que su construcción se iniciaría a mediados de ese mismo año. Pero parecía tener todo en contra: la manera jamás hecha pública como se seleccionaron sólo 37 arquitectos para el concurso, el sitio donde se ubicaría el arco y, finalmente, el nombre mismo: arco –el sueño arquetípico del poderoso, de Constantino a Hitler, pasando por Napoleón. Acercándose la fecha del festejo el arco, rebautizado en honor a la notoria ausencia de curvas como la estela de luz, seguía brillando por su ausencia y con el presupuesto más que duplicado se pospuso su inauguración un año.

A falta de obras nos dijeron que la fiesta resultaría inolvidable. Si acaso por su mala organización y su gusto ni siquiera malo, a penas mediocre. Recordando el desfile que para el bicentenario de la Revolución Francesa imaginó Jean Paul Goude como una especie de velado homenaje a su antigua musa Grace Jones, el desfile local –con su Coloso destartalado y sus niños coronados de nopales en vez de olivo ejecutando una descoordinada danza que hubieran bailado mejor un grupo de lisiados de guerra– fue triste, penoso, pobre que no austero. Nos hubiéramos contentado, como los gringos en el 76, con un billete de dos pesos –o de 24.80, para poder cambiarlo por uno auténtico de dos dólares.

¿Pero realmente fue tan malo el 2010? Sí, pero más que por los fiascos y las farsas, por la oportunidad perdida de imaginarnos y reinventarnos y no como la efigie de piedra que se refleja en un espejo retrovisor ya empañado. El año del bicentenario y del centenario era, es cierto, mero pretexto. Una efeméride importante, pretexto para buenas y bellas fiestas. Nada debiera impedirnos hacer hoy, o en quince meses, lo que entonces no se hizo o se hizo a medias y asumir un optimismo crítico y paradójico de un sombrerero no tan loco que prefiere la abundancia de los no cumpleaños a la escasez ritual del aniversario.

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