28.3.11

nuevos iconos: los museos

Il y a le bons musées, puis le mauvais. Puis ceux qui ont pêle-mêle du bon e du mauvais. Mais le musée est une entité consacrée qui circonvient le jugement.

Le Corbusier


Otros iconos: los museos. Ése es el título de un texto escrito por Le Corbusier en 1925 y publicado, junto con otros de temas paralelos a la arquitectura y el urbanismo en su libro El arte decorativo de hoy. Le Corbusier inicia con las líneas que me sirven de epígrafe: “hay buenos museos y hay malos museos. Y hay además los que tienen bueno y malo. Pero el museo es una entidad consagrada que enreda nuestro juicio.” Le Corbusier, al hablar del museo, del museo como icono, no se refiere al edificio, no al contenedor sino al contenido y, sobre todo, al concepto. Lo que se ha vuelto un icono, una imagen consagrada que enreda con sus artilugios nuestro buen juicio, es la idea de museo –y recordemos que idea tiene la misma raíz y significado que icono. Le Corbusier habla, pues, del concepto de museo, de que en un mismo espacio pueda reunirse todo aquello relevante en relación a un tema. Se trata de un concepto, dice, que acaba de nacer: Le Corbusier le da, en 1925, una antigüedad de apenas 100 años, aunque André Malraux, en su célebre texto sobre el museo imaginario, considerándolo también un invento reciente, lo hace datar al renacimiento.


Un museo, pues, es distinto del acopio indiscriminado de bienes y riquezas del gran señor o del potentado. El museo es una colección de bienes y riquezas selecta o, al menos, puesta en orden por un principio rector –digamos la belleza, término hoy tan impreciso y casi vacío que los museos de bellas artes han debido declarar sus intenciones con mayor exactitud: de artes orientales, no occidentales o primitivas, de la moda o de arte contemporáneo, visual o popular, del diseño o del dinero. El museo pareciera ser, antes que la colección y por supuesto antes que el edificio que la alberga, la estructura conceptual que organiza a la primera, aquello que le da coherencia y sentido a un conjunto de objetos.


Cuando Le Corbusier escribe sobre los museos lo icónico, pues, no es el edificio, sino la idea y lo que podríamos llamar la mecánica del museo. La manera como se le asigna valor a algo que en principio lo tenía por ser un objeto de culto: “los objetos que se colocan dentro de las vitrinas de nuestros museos –escribe– se consagran por ese hecho; decimos que son objetos de colección, que son raros y preciosos, raros y por tanto bellos. Se decreta que son bellos y sirven como modelo. ¿De dónde vienen? De las iglesias.” En eso sigue Le Corbusier a Oswald Spengler –”todo arte primitivo es religioso” escribe éste en su Decadencia de Occidente– y se adelanta unos años a Walter Benjamin, quien en su célebre ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica afirma que “la producción artística comienza con hechuras que están al servicio del culto.”


Spengler, tras mencionar aquello de que todo arte primitivo es religioso, afirmaba que por eso la religión antigua empleaba como templo “justamente lo que queda cuando de la idea de un edificio se quita el edificio mismo: el límite sagrado.” Hasta que el edificio se volvió él mismo sagrado, un icono. Eso pasó también con los museos. De los museos Capitolinos en Roma o los Uffizi en Florencia –construido por Giorgio Vasari primero como oficina para los magistrados y que poco a poco se fue llenando con la colección de arte de los Medici– y el Louvre en París –que, tras la Revolución Francesa, se convierte en un museo totalmente público, abierto a gente de cualquier grupo social–, museos que ocupan edificios construidos con otros fines, hasta llegar al Museo Británico o al Metropolitano en Nueva York, edificios construidos ex profeso pero que replican el modelo ya sea del templo o del palacio de sus antecesores, la arquitectura no era vista aun como la imagen de un museo. Majestuosa y señorial, tal vez; icónica, aun no.


El cambio, radical, vino con museos como el Guggenheim de Nueva York, inaugurado en 1959 y diseñado por Frank Lloyd Wright como una rampa helicoidal que gira alrededor de un vacío central; la Nueva Galería Nacional en Berlín, de 1968, obra de Ludwig Mies van der Rohe: un gran techo que cubre una caja de vidrio, vacía, sobre un basamento semienterrado que es propiamente el espacio museográfico; y el parisino Centro Pompidou, de Renzo Piano y Richard Rogers, de 1977. En todos estos casos el edificio ha terminado convirtiéndose en el museo, no sólo en su contenedor sino en su imagen y, para buena parte de quienes los visitan, objeto de su curiosidad e interés en el mismo grado que las famosas obras que cobijan. No es extraño que, al menos en estos tres casos, el vacío interior –el puro espacio– sea un tema recurrente de la arquitectura.


A propósito del Pompidou, Jean Baudrillard publicó un texto titulado el efecto Beaubourg –nombre con el que también se conoce al museo por la calle y plaza frente a las que se encuentra. “Efecto Beaubourg... Máquina Beaubourg... Cosa Beaubourg –cómo podemos llamarle? El acertijo de este caparazón de signos y flujos, de redes y circuitos... el último gesto hacia la traducción en una estructura innombrable: la de las relaciones sociales consignada a un sistema de ventilación superficial (animación, auto-regulación, información, medios) y una implosión en profundidad e irreversible.” Aprovechándose de la imaginería industrial del proyecto de Piano y Rogers, Baudrillard veía a Beaubourg como “un monumento a la simulación en masa de efectos” que funcionaba como “un gran incinerador, absorbiendo y devorando toda la energía cultural, más bien como el monolito negro de 2001 –una loca corriente de convección para la materialización, absorción y destrucción de todos aquello que contiene.” Baudrillard hace una afirmación que revela la manera en que la arquitectura, en tanto contenedor, había alienado la función del museo en tanto contenido estructurado por una serie de ideas y conceptos: “todo el contenido cultural de Beaubourg resulta anacrónico dado que sólo un interior absolutamente vacío podría corresponder a esta envoltura arquitectónica.”


Baudrillard no se equivocaba al sugerir que los nuevos museos –usando al Pompidou como ejemplo– están pensados para estar vacíos. Dos casos relativamente recientes comprueban esa hipótesis. Primero, el Museo Judío de Berlín, diseñado por Daniel Liebeskind, que tras ser abierto en 1999 estuvo vacío hasta el 2011 siendo, sin embargo, una gran atracción para el público. El otro caso es el más famoso museo contemporáneo, el Guggenheim de Bilbao, de Frank Gehry, terminado en 1997. Este museo, que no sólo logró transformar la relación de Bilbao, antigua ciudad industrial, con el rio Nervión al que tradicionalmente le había dado la espalda, sino que puso a esa pequeña ciudad que no llega ni al millón de habitantes en el mismo mapa cultural y turístico –o habría que decir, más bien, turístico-cultural– que grandes ciudades como París, Londres o Nueva York, si no vacío, si es un museo que, debido a sus rebuscadas formas, es ocupado sólo parcialmente en su volumen.


¿Es esa la lógica del museo contemporáneo entendido como edificio, como envoltura de una colección que es al mismo tiempo la imagen o el icono de la misma? Dentro de pocos días abrirá en la ciudad de México un museo con el que podremos poner a prueba estas hipótesis: el nuevo Museo Soumaya, sede de la colección de arte de Carlos Slim y proyectado por Fernando Romero. Con una vasta colección que a diferencia de otras también privadas en México –como las de Álvar Carrillo GIl, Dolores Olmedo o Eugenio López– es algo ecléctica y, de no ser por la obsesión por Rodin, sin un hilo conductor –lo que la acerca a las colecciones anteriores al siglo XX–, el Soumaya carecía, digamos, de imagen, de una cara pública que permitiera identificarlo –lo mismo le sucede, en tanto arquitectura, a la colección Jumex que, sin embargo, tiene una campaña de imagen mediática mucho más agresiva que el Soumaya y que pronto, a unos pasos del edificio de Romero, contará con una nueva sede diseñada por el inglés David Chipperfield.


Tras la inauguración el pasado 1º de marzo, siguiendo la costumbre impuesta por las obras públicas, el nuevo Soumaya fue cerrado para terminarlo y abrirlo al público el próximo 28. Celosos y cuidadosos de su imagen, no ha habido visitas para prensa o críticos posteriores al primero de marzo. Por tanto, no puedo hablar aun de ese museo como espacio –como “contenedor de arte” cual lo definió Fernando Romero en el Wall Street Journal. Sólo puedo, en espera de su apertura al público, referirme a su apariencia exterior –que rebasa a Gehry en la tendencia a llevar lo escultórico por encima de lo arquitectónico. Desde afuera, insisto, el nuevo Soumaya parece un objeto, una escultura que incómodamente se posa en un basamento demasiado cercano a las calles que lo circundan, arrinconado y dándole la espalda a los edificios que lo rodean –situación extraña siendo el conjunto propiedad del mismo dueño. En una zona difícil que se ha transformado, sin ninguna intención clara urbanística o de paisaje, en algo que quiere ser Polanco pero que sólo lo consigue con el nombre, el Soumaya y el centro comercial del que forma parte, podrían haber sido un factor de cambio, no sólo financiero o inmobiliario, sino urbano y –aunque el término suene pesado y pasado de moda– cívico. Las revistas de sociales ya han definido al museo como un “edificio espectáculo,” lo cual, si en sus términos no es una crítica, no implica tampoco que, en un análisis más serio, la espectacularidad deba tenerse por un defecto. Sólo si no es lo suficientemente espectacular. De Beaubourg Baudrillard dijo que era realmente “una escultura de compresión de César: la imagen de una cultura aplastada por su propio peso.” Habrá que esperar pues la apertura para saber si el interior, que parece seguir la lógica del vacío y los flujos, lo redime como el lugar que hacia afuera no quiso ser.


[texto publicado el 27 de marzo en el suplemento el angel, del periódico reforma]

1 comentario:

Jesús Ortega dijo...

Se pudiera decir que es a la arqitectura lo que el fast food de McDonald´s a la comida no? Es increíble lo que puede llevar a un arquitecto a olvidarse del entorno y plasmar un "muégano" sólo porque quiere, ser tan egoísta con la gente y todo su contexto.

Peor aún haciéndose Harakiri con los otros edificios de Plaza Carso de fondo (los hubiera integrado no?, la escala del edificio desde la calle, etc etc...

Por ahí dicen que ya no deberían los súper arquitectos, las condiciones sociales de nuestro país nos piden otra arquitectura.