25.11.11

psicotropicalizados: emoción literal y fenoménica


El título de este texto es una demasiado literal alusión al clásico de Colin Rowe y Robert Slutzky Transparencia: literal y fenomenal. En él, Rowe y Slutzky planteaban una crítica a uno de los cuatro caballos de la arquitectura moderna: la transparencia –los otros tres son la función o el programa, el espacio y lo social o, tal vez, más que cuatro caballos de batalla es uno solo, híbrido, que, como el de Troya, en su interior oculta otras cosas como el simbolismo, la tradición regional, la complejidad y la contradicción o, incluso, la emoción –esa que, según Goeritz, había sido marginada por un funcionalismo demasiado racional, demasiado inclinado a la lógica y a la utilidad. Por eso o, más bien, contra eso propuso su arquitectura emocional, una arquitectura, explica, capaz de producir una elevación espiritual, es decir: emociones verdaderas.
¿Pero qué es una emoción verdadera? O, mejor, ¿cuándo es una emoción verdadera? ¿Cuándo una emoción es mera apariencia de emoción y no una emoción real, verdadera y literal? Hay que aclarar que la diferencia que plantean en su texto Rowe y Slutzky entre una transparencia literal y otra fenomenal o, como quizá sería mejor traducirlo: fenoménica, no es una distinción entre una transparencia verdadera y otra aparente y, por tanto –ya que las apariencias engañan–, falsa. Las dos son reales. Pero si la literal es una condición material –“una cualidad inherente a la substancia”, dicen–, física por tanto, la otra, la fenoménica, es “una cualidad inherente a la organización” y resulta casi metafísica. 
La transparencia literal es la del vidrio y el acero: esos materiales con los que –según escribió alguna vez Walter Benjamin– los arquitectos modernos construyen espacios donde es imposible dejar huella –y habitar, también lo decía Benjamin, de menos del habitar burgués, es “seguir la huella dejada por la costumbre.” Esa es, por ejemplo, la transparencia de Mies, la de la casa Farnsworth –inhabitable, pensaba Edith. La transparencia fenoménica es la de Le Corbusier, de la villa Garches, donde las clásicas ventanas corbusianas horizontales no dejan ver, indiscretas, todo el interior. Ahí el espacio en vez de presentarse entero a la mirada, se insinúa en múltiples lecturas de cuerpos superpuestos. Siguiendo la lectura que Rowe y Slutzky hacen de Gyorgy Kepes, ahí “la transparencia deja de ser lo que es perfectamente claro –Mies– para convertirse en lo claramente ambiguo –Le Corbusier.” En un caso, Mies, el espacio desaparece, en el otro, Le Corbusier, se hace aparente o, más bien: trasparece.
De cierta lectura de Mies –una lectura que sin duda olvida los reflejos que solidifican al cristal y las cortinas que delimitan espacios de formas siempre variables–, de su estética de la desaparición deriva la arquitectura del llamado estilo internacional, favorecida por el establishment y las grandes corporaciones americanas en los años 50 y 60 –aunque al final el vidrio se vuelva espejo y la transparencia reflejo. De Le Corbusier derivan otras arquitecturas: el brutalislmo de los sesentas y setentas y, mediante vericuetos interpretativos que ahora no cabe explicar, algunas versiones del regionalismo calificado por Framptom como crítico –piénsese, por ejemplo, en la mezcla que realizó Barragán entre su primera arquitectura, regional y no tan crítica, con el racionalismo corbusiano de su segundo periodo y que resulta en la arquitectura moderna mexicana que lo identifica y a nosotros también. Con Barragán viene, obviamente, Goeritz, “abrumado por tanto funcionalismo.” 
Volvamos a la pregunta inicial: la emoción verdadera que buscó Goeritz en su arquitectura, ¿es literal o fenoménica? La estrategia de Goeritz en el Eco, que consideraba como un experimento, se basaba en “una extraña y casi imperceptible asimetría,” cuyo objetivo era “crear nuevamente, dentro de la arquitectura moderna, emociones psíquicas al hombre, sin caer en un decorativismo vacío y teatral.” La emoción no debía ser producida mediante artificios –el vacío decorativismo teatral– sino con mecanismos precisos –la casi imperceptible asimetría que, desde el renacimiento al menos, ha sido usada para generar una contradicción entre el espacio físico y el percibido. La emoción se produce, pues, por la diferencia entre lo que vemos y lo que sentimos o, más bien, entre lo que pensamos que vemos y lo que hemos visto realmente. ¿Emoción literal o fenoménica?



Sin la intención ni la capacidad de hacer aquí un resumen de la historia y significado de la fenomenología en filosofía y sus derroteros en el pensamiento arquitectónico, habrá tan sólo que apuntar la línea que va de Husserl a Heidegger y Merleau-Ponty, con su parada en Bachelard y posterior traducción para arquitectos vía Norberg-Shulz y, más tarde, Juhani Pallasmaa, Alberto Pérez Gómez y Steven Holl, entre otros, y resumir ese pensamiento –seguramente de manera muy imprecisa– como la búsqueda del momento de la sensación verdadera –para usar el título de la novela de Peter Handke. La sensación verdadera es sin duda origen y causa de la emoción verdadera, auténtica. ¿Pero qué es una sensación falsa: un engaño, una ilusión, un espejismo, un truco? La ilusión de perspectiva producida por un par de muros que se acompañan alejándose o acercándose y no paralelos, ¿es un engaño? ¿Puede eso producir una verdadera emoción? ¿Y no era esa precisamente –la contradicción entre el espacio físico, real, y el espacio percibido– la mecánica emocional de la arquitectura de Goeritz? Entonces, ¿esa emoción no es fenoménica –derivada de una sensación original, auténtica– y acaso ni siquiera literal –y aquí cabría dudar de la distinción de Rowe y Slutzky entre lo literal y lo fenoménico– sino, pese a lo declarado por Goeritz, puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro? Aunque si se trata de pura apariencia, ¿no se trata entonces de un fenómeno?
Según Peter Sloterdijk, la fenomenología aparece en escena en el momento preciso en que los fenómenos van de salida. La fenomenología –dice– “fue un servicio de salvamento de los fenómenos en una época en la que la mayoría de las ‘apariciones’ ya no se dirigen al ojo o a los demás sentidos desde sí mismos, sino que más bien son conducidas a la visibilidad por la investigación, por explicaciones invasoras y medidas correspondientes, esto es, ‘observaciones’ gracias a máquinas y sensores artificiales.” Dicho de otro modo: la fenomenología busca alcanzar la sensación verdadera, no mediada, en el momento en que ya prácticamente ninguna sensación se produce sin una mediación tecnológica: vemos con lentes de aumento imágenes fijadas química o electrónicamente,  escuchamos en altavoces o en audífonos música grabada, nuestras memorias se miden en megas  en vez de en recuerdos y vivencias. Nuestros cuerpos –mediante los cuales, según Heidegger, Merleau-Ponty y demás fenomenólogos, nos incorporamos al espacio y el espacio se hace parte de nuestra carne– ya no resienten directamente las emociones –si eso alguna vez fue posible– sino sus efectos tecnológicamente mediados.



Una vez más, pues, ¿la emoción que provoca la arquitectura de Goeritz es literal o fenoménica, física o aparente? El muro gira, se tuerce y busca generar una “elevación espiritual” a partir de “emociones verdaderas.” Mover, conmover nuestro espíritu, nuestra psique. La arquitectura emocional se quiere, literal o fenoménicamente, psicotrópica. El Eco es, a fin de cuentas, una versión psicotropicalizada del expresionismo alemán: el gabinete del doctor Caligari se instala, tras una estancia en Marruecos, bajo el sol mesoamericano, serpiente incluida –en biología un tropismo es, según Ton Verstegen, la torsión de una planta al crecer buscando el sol.
En el Eco, Goeritz quiere conmovernos moviéndonos –fenoménica y literalmente. Nos propone una apariencia –un fenómeno– y nos invita a recorrerla, literalmente, a ir hasta el final del pasillo más corto de lo que aparece y descubrir la sala y luego el patio que se adivinaba desde el exterior. Se trata de una promenade architectural, nada lejana a las ideas de Le Corbusier –quien, según Iñaki Ábalos, le debe mucho en esto a August Choisy y su análisis, a finales del siglo XIX, del pintoresquismo griego y su uso del paralaje: la variación continua de la apariencia de los cuerpos en relación a la posición del observador.



El movimiento implicado por el recorrido hace que la distorsión sea algo más que una mera transgresión de la ortogonalidad impuesta por cierto funcionalismo arquitectónico. Dicho de otro modo: hay que trazar una línea genealógica mucho más compleja que la que iría simplemente de Goeritz a Gehry. Habría que pensar más bien en Richard Serra, especialmente, si de torsión y conmoción se trata, en sus Elipses Torcidas. Serra dice que “cuando se camina al centro de esas Elipses, sin pensar en ello, se sigue girando el cuerpo para entender su espacio.” Y agrega que “la desorientación que puedes sentir, o la ‘desestabilización’ del espacio, parece ser parte integral de tu movimiento. Esa sensación tiene que ver con que tus coordenadas son cuestionadas –explica Serra– en términos de dónde se encuentran las cosas en relación a tu cuerpo, a cómo se están moviendo o dónde estuviste en relación al espacio frente a ti, o tras de ti.” Ese efecto depende, agrega Serra, de que te encuentras implicado en las fuerzas de la pieza. Aquí, la emoción, la conmoción, son literales y no sólo fenoménicas –nótese que aquí privilegio de algún modo la literalidad, la materialidad sobre la apariencia ambigua, compleja y contradictoria.
Acaso una emoción más literal que la de Serra con sus Elipses Torcidas fuera la que buscaban Paul Virilio y Claude Parent con su plano oblicuo. “Muchos percibieron la función oblicua –dice Virilio– como formalismo. No lo era. Es una cultura del cuerpo que juega con el desequilibrio, que mira al hombre no como algo estático sino en movimiento –emocionado, podríamos decir– y que toma al bailarían como modelo del ser humano –recordemos que la danza era también parte integral del programa del Eco. Emoción y movimiento: el concepto de la arquitectura oblicua –explica Virilio– “era una suerte de generador de actividades que usaba técnicas corporales para promover la habitabilidad.”
El plano oblicuo nos inclina –podríamos decir que nos declina. Y estar inclinado –escribe José Luis Pardo en su libro La intimidad– es lo propio de ser alguien: “el hombre siente sus emociones, es decir, las oye sonar en ese doblez interior en que se alberga a sí mismo, siente el doblez o la curvatura por la que su ‘caminar erguido’ está siempre en equilibrio inestable,” inclinándonos más allá de nosotros mismos. 
No supongo –no lo se– que haya influencia de Goeritz en Serra o Virilio y Parent, pero si una coincidencia y más, pienso, en una manera literal de emocionar –de movernos– que en una lectura fenoménica de la emoción –que es la interpretación usual de Goeritz, incluso por él mismo. En equilibrio inestable, inclinados, sentimos nuestras emociones como el eco de nuestros propios pasos.

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