Si Descartes concibe al espacio como pura extensión: tres ejes que se prolongan al infinito en tres direcciones y gracias a los cuales podemos localizar cualquier objeto físico, para Heidegger el espacio es abstracción. El espacio, dice, es abstracto en el sentido literal de la palabra: se ha sacado de nuestra experiencia de los lugares, y los lugares son otra cosa que el espacio. Marc Auge lo explica al hablar no tanto de su contrario sino de su ausencia: los no-lugares. Los lugares —siempre en plural a diferencia del espacio, que es uno y absoluto— son aquellas porciones de la Tierra que podemos entender y, sobre todo, leer, aunque a veces lo que leamos son las marcas que van dejando en nosotros. El lugar es donde resido, a donde pertenezco, de donde soy, me identifica. Es, también, desde donde vengo y desde donde actúo: me permite relacionarme con otros lugares, con el más allá: el afuera. El lugar es, por último, lo que cuento: lo que cuento del lugar pero también lo que cuento de mí en relación a ese lugar, que es lo que cuenta. Identidad, relación, historia, son las tres características del lugar según Auge.
La idea de Auge, que es la del etnógrafo, coincide en parte con la de Heidegger, el filósofo. Pero para ninguno de los dos el lugar es algo que preexista, que ya esté ahí simplemente. Esa es una de las confusiones de quienes han supuesto una batalla entre el lugar y el espacio o, más bien, entre una arquitectura del lugar: local y, por tanto, siempre dependiente de la tradición, y otra global, que rompe con la tradición y viene siempre de otro lugar o peor, de ninguna lugar: el estilo internacional es como las empresas transnacionales que llegan desde ninguna parte a apropiarse de lo que no puede pertenecerles.
Los lugares, aunque distintos del espacio, también son una construcción. De nuevo y más con un tanto de mayor precisión: los lugares son construcciones concretas de las que sacamos el espacio en tanto construcción abstracta. Con su ejemplo del puente Heidegger insiste: “no es el puente el que primero viene a estar en un lugar, sino que por el puente mismo, y sólo por él, surge un lugar.” Y de los lugares, de nuestra experiencia de eso que se construye.
Si podemos sacar al espacio de los lugares, de nuestra experiencia de los lugares, es porque de alguna manera los lugares ya tienen espacio, es decir: no son opuestos sino complejos (sí: no complementos, sino complejos, como un complejo militar o el complejo de Edipo, algo de lo que es más difícil dar su fórmula exacta, sus medidas, sus reglas de composición y que va más allá —y está más acá— de una dialéctica de opuestos que se complementan).
En una conferencia que dictó el 3 de octubre de 1964, en la inauguración de una exposición del escultor Bernhard Heiliger en una galería de Saint Gall —la ciudad en la que estuvo el monasterio benedictino del que se dibujó, en el siglo IX, el único documento parecido a un plano que ha llegado hasta nuestra época de la edad media y que resulta algo más parecido a un diagrama de operaciones, a una organización de espacios que a una designación o descripción de lugares—, Heidegger respondió a la filosóficamente complicada pregunta sobre lo que el espacio es en tanto espacio diciendo que “el espacio espacia. Espaciar significa: desbrozar, despejar, dejar un campo libre, abrir. En la medida de que el espacio espacia —sigue Heidegger—, liberal campo libre con el que ofrece la posibilidad del entorno, de lo próximo y de lo lejano, de las direcciones y de las fronteras, la posibilidad de las distancias y de las dimensiones.” Y aunque traduzco de una traducción al francés del alemán de Heidegger, podemos oír en desbrozar la raíz de dibujo: «del antiguo francés, deboisser: desbrozar, limpiar.» Dibujar siempre será, también, borrar, hacer espacio para los lugares aunque, al final, los lugares, concretos, sean la matriz del espacio, abstracto.
Por cierto, Martin Heidegger nació el 26 de septiembre de 1889 y murió el 26 de mayo de 1976.
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