8.5.16

nungesser y coli


“Cuando se publicaba L'Esprit Nouveau usé con una impaciencia oportuna la frase "ojos que no ven!.”  Y en tres artículos cité como evidencia los barcos de vapor, los automóviles y los aviones. El punto entonces era que nuestros ojos no ven. No vieron el brote de un nuevo sentido de la belleza plástica en un mundo lleno de fuerza y confianza. Pero hoy se trata del ojo del avión, de la mente con la que nos ha dotado la vista de pájaro; de ese ojo, que ahora ve alarmado los lugares en donde vivimos, las ciudades en las que nos ha tocado habitar. El espectáculo es aterrador, abrumador. El ojo-avión revela un espectáculo de colapso.” Eso escribió Le Corbusier en su libro Aircraft, publicado en Londres en 1935 por la editorial inglesa The Studio en una colección apropiadamente llamada The new vision.

El viernes 20 de mayo de 1927, a las 7:52 de la mañana, Charles Lindbergh despegó en el Roosevelt Field de Long Island, Nueva York, con destino al aeródromo de Le Bourget, que se había inaugurado en 1919 a unos trece kilómetros al noreste de París. Lindbergh legó a Francia 33 horas y 30 minutos después de haber despegado, tras recorrer 5800 kilómetros atravesando el Atlántico. Cuando aterrizó, unos 200 mil espectadores lo ovacionaron.

Adnan Morshed dice que Le Corbusier se subió a un avión por primera vez un año después de la proeza de Lindbergh, en 1928. Salió del mismo aeropuerto de Le Bourget y tras una escala en Colonia y otra en Berlín, llegó a Moscú, a donde iba a defender su proyecto del Centrosoyuz. Al año siguiente se embarcó hacia Buenos Aires para iniciar su gira sudamericana. Ahí conoció un grupo de jóvenes franceses que trabajaban como pilotos postales. El 22 de octubre de 1929, Le Corbusier hizo con ellos un vuelo de Buenos Aires a Asunción. El copiloto del avión era Antoine Marie Jean-Baptiste Roger de Saint-Exupéry, que había nacido el 29 de junio de 1900 y cuyo avión desapareció en pleno vuelo el 31 de julio de 1944.

“El avión, en los cielos, nos ha dado la vista a ojo de pájaro. Cuando el ojo ve claramente, la mente toma decisiones claras,” escribió Le Corbusier. Ya no se trataba sólo de subir a la cúpula de una iglesia o los 300 metros de la Torre Eiffel y desde un punto fijo observar el paisaje ahí abajo. A la altura, el aeroplano sumaba el movimiento y la posibilidad de una mirada perpendicular al territorio, en la que la perspectiva desaparecía prácticamente: la realidad transfigurada por la visión objetiva en un mapa. En su ensayo La aviación y la vista aérea: las transformaciones espaciales de Le Corbusier entre 1930 y 1940, Christine Boyer escribe que “desde el aire, una nueva geometría reordena la imagen en nuevas formas de representación.” ¡El avión acusa!, dirá Le Corbusier, y le muestra al espectador —completa Boyer— con exactitud y detalles realistas, cuál es el estado de nuestra existencia urbana: “en una avión todo se vuelve claro para la mente cartográfica.” Paradójicamente, la obsesiva ortogonalidad del poeta del ángulo recto —evidente en su Plan Voisin para París— se transformará gracias a esta visión distanciada y tecnológica desde el aeroplano. En el libro The View from Above: The Science of Social Space, Jeanne Haffner escribe que la nueva “fascinación con lo orgánico de Le Corbusier, desarrollada durante sus vuelos en Brasil, se reflejó en su primer plano para la ciudad de Argel, el Plan Obus A, de 1931.”

Pocos días antes de que Lindbergh aterrizara, del mismo aeropuerto despegaron en su avión, L’Oiseau blanc, los franceses Charles Nungesser y François Coli. W.G. Sebald les dedicó un breve poema:

El 8 de mayo de 1927
los pilotos Nungesser & Coli
despegaron de Le Bourget
& tras eso
nunca de nuevo
fueron vistos.

Enrique Vila Matas cuenta que tras leer el poema de Sebald buscó recordar quiénes fueron Nungesser y Coli: ese par de pilotos “quienes fracasaron trágicamente en su tentativa de atravesar el océano Atlántico sólo dos semanas antes de que Lindbergh realizarse con éxito la hazaña.” Sobre ellos “cayó el olvido, aunque en su momento se habló mucho de su extraña desaparición.” Pero Vila Matas recuerda, también, haber visto una pintura de los dos aviadores desaparecidos: un cuadro en el consulado mexicano en París, pintado por Ángel Zárraga. Michele Greet cuenta que “en 1926, el gobierno de México adquirió el antiguo hotel de la duquesa de Luynes y Chevreuse en el número 20 de la avenida Presidente Wilson, en el corazón de París” para instalar el consulado. André Durand fue el arquitecto contratado para remodelarlo y, en 1927, Alberto J. Pani, embajador de México en Francia, contrató a Ángel Zárraga para pintar dieciocho cuadros que adornarían el vestíbulo. Zárraga se distanció en sus temas y estilo de lo que en ese momento pintaban muralistas como Rivera en México. Entre los cuadros que pintó para el consulado había un retrato de Lindbergh y otro en homenaje a los pilotos franceses desaparecidos el 8 de mayo.


Además del cuadro de Zárraga, en París nombraron una calle del distrito XVI en honor a Nungesser y Coli. Entre 1931 y 1934, en el número 24 de esa calle, Le Corbusier construyó el edificio en el que estaba su propio apartamento.

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