Trece camisas, doce camisas de noche, quince pares de calcetines, dieciocho pañuelos, el uniforme de prefecto y el uniforme de académico. Según David Jordan, esos son parte de los bienes que aparecen en el inventario notarial hecho a la muerte de Georges Eugène, Barón de Haussmann, prefecto del departamento del Sena del 23 de junio de 1853 al 5 de enero de 1870. Haussmann también tenía varios cientos de botellas de vino tinto y blanco de Burdeos, donde también tenía una casa, hipotecada. A sus herederos además les dejó bastantes deudas. El departamento donde vivía y donde murió en París —en el número 12 de la calle Boissy d’Anglas— era rentado y Jordan dice que la renta equivalía a su pensión anual como prefecto retirado. Probablemente a finales del siglo XIX aquello fuera una fortuna moderada digna de un funcionario caído en desgracia, aunque hoy, cuando no concebimos el poder político desligado del económico, nos parezca muestra de modestia ejemplar.
París no sería París sin las intervenciones del Barón de Haussmann —o sería otro París. Jordan dice que Haussmann no era un gran hombre —en el sentido romántico del héroe— pero sí “la figura representativa del burócrata burgués, un impresionante ejemplo temprano del experto, del tecnócrata, del planificador urbano.” Los tres volúmenes de sus Memorias, publicadas en 1890, empiezan con una advertencia:
Estas no son, propiamente hablando, memorias, es decir, notas recogidas cada día, en el camino, en el curso de mi vida pública y resumidas en un orden metódico bajo una forma estudiada. ¡No! Se trata de recuerdos evocados a la distancia, tras un largo retiro, favorable a la reflexión y a la imparcialidad; en el último periodo de una existencia laboriosa, agitada, atormentada, en la que no faltaron sin duda las grandes, nobles y, me atrevo a decir, legítimas satisfacciones; pero que estuvo llena sobre todo de duras pruebas y de crueles desilusiones y pequeñas miserias.
Jordan dice que en esas Memorias no hay prácticamente nada que se refiera a la vida personal del Prefecto del Sena, sino a su trabajo, que concebía de manera muy particular. A renglón seguido del párrafo citado, Haussmann se presenta como instrumento de la Transformación de París —escrito así, con mayúsculas. Según David Pinkney, el mismo Napoléon “atribuía su concepción de la idea de reconstruir París a un encuentro casual con un joven en Nueva York a finales de los años treinta del siglo XIX. Este hombre le mostró el plan para una ciudad modelo que quería construir de una sola vez y no «como en Europa, una casa a la vez.» Napoleón se quedó intrigado y después declaró: «ese día me prometí que, al regresar a París, reconstruiría la capital de todas las capitales.»” David Harvey dice que el Barón había construido en sus Memorias la leyenda de que el día mismo que prestó juramento a su cargo, el Emperador le dio un mapa en el que, con cuatro colores distintos, según la urgencia de los proyectos, se marcaban ya los planes para la reconstrucción de París de la que él fue mero instrumento.
Según Jordan, a Haussmann le gustaba comparar el París del Segundo Imperio con la Roma de Augusto: “no sólo porque era halagador para él y para su señor, Napoleón III, sino porque la antigua Roma había sido transformada por el emperador y sus ediles, oficiales imperiales a cargo de la administración.” Pero más que con Augusto y Roma, Jordan dice que Haussmann se sentía más cercano a Louis-Urbain —el nombre importa— Aubert, Marqués de Tourny, que a mediados del siglo XVIII, bajo el reinado de Luis XV, estuvo a cargo de la transformación de Burdeos. “Las ciudades —dice Jordan— habían dejado de ser la creación de conquistadores o heroes y se habían convertido en la tarea de administradores y burócratas.”
Y sí, por supuesto ni Haussmann ni, después en Nueva York, Moses, no imaginaron ciudades como lo hicieron Le Corbusier o Frank Lloyd Wright. Su visión era pragmática y sus objetivos perecieran limitados en comparación: abrir calles, hacer unos cuantos monumentos o parques. Pero los efectos sin duda son mayores, seguramente no por tener grandes capacidades o imaginación, sino por ser buenos burócratas, operadores eficientes dentro de un sistema que saben cómo hacer funcionar. La banalidad del urbanismo, pues.
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