6.7.16

el atletismo de la forma


En sus apuntes autobiográficos —editados por Antonio Luna Arroyo—, Juan O’Gorman se presenta como buen deportista: jugador de tenis, practicante del salto con garrocha y corredor. “Fui alto, de proporciones finas y atléticas,” dice. Una anécdota contada por Enrique del Moral confirma el atletismo de O’Gorman:
Recuerdo que en aquella época Juan O’Gorman era muy fuerte. Nosotros nos sentábamos a menudo en la parte alta de la biblioteca, que es un techo de dos aguas, y donde termina el parapeto de la fachada estaba el hasta de la bandera. Pues te bárbaro de Juan O’Gorman corría y se aventaba al vacío, se agarraba del asta y se quedaba dando vueltas.
La historia, además, nos revela a un personaje arriesgado y acaso excéntrico. La arquitectura moderna —con todo lo problemático y complejo que aun hoy pueda resultar la definición del término— supuso, a principios del siglo XX, semejante salto al vacío que, en el fondo, tenía algo de riesgo calculado —el asta que estaba ahí para evitar, con suerte y habilidad, la caída— pero que exigía sin duda cierto atletismo, digamos, tanto de sus practicantes como de las mismas formas proyectadas —lanzadas, pues— desde y hacia un aparente vacío simbólico y estético.

Juan O’Gorman nació en Coyoacán, en la ciudad de México, el 6 de julio de 1905 y estudió arquitectura entre 1922 y 1927 en una Academia de San Carlos que intentaba mantener su espíritu clásico a flote ante los embates de las nacientes vanguardias artísticas fuera del país y del descrédito progresivo del eclecticismo afrancesado entre muchos círculos artísticos e intelectuales posrevolucionarios dentro del país. La generación de sus maestros ya había debatido sobre cuál era la arquitectura más conveniente para el nuevo país que se quería construir. Federico Mariscal había dictado una serie de conferencias en 1914 con el título La Patria y la Arquitectura Nacional afirmando que si el ciudadano mexicano de aquél momento era “el resultado de una mezcla material, moral e intelectual de la raza española y de las aborígenes,” la arquitectura mexicana debía seguir “aquella que surgió surgió y se desarrolló durante tres siglos virreinales en los que se construyó el mexicano.”  Al mismo tiempo, Jesus T. Acevedo se cuestionaba si “nuestro estilo colonial, hecho de retazos,” podría “constituir a su vez un estilo ejemplar.” En 1922 Guillermo Zárraga —arquitecto nacido en 1892, profesor de teoría de la arquitectura en San Carlos y que O’Gorman menciona como uno de sus maestros más importantes— criticó la idea de un estilo colonial: “pronto pedirán su fachada colonial como antes pedían su fumador japonés. Vamos a grandes pasos hacia esas abominaciones y da pena ver cómo los arquitectos son los más empeñados en hacer esa arqueología barata.” Antonio Pallares, entonces presidente de la Sociedad de Arquitectos Mexicanos, afirmó en 1926 que no existía “un conjunto de realidades culturales mexicanas” que dieran “como resultado natural y simple un estilo arquitectónico mexicano.” Y en 1928 Diego Rivera escribió en un artículo publicado en El Universal:
Después de la nauseabunda imitación profiriana, acrecentada por ilustres y viejos barrigones, «pompiers» franceses, por fabricantes de pastas y bombones y digujantuelos francmasones, tejedores de holanes de enagua en mármol, italianos y secuela de nacionales falsificadores de los guises XIV, XV, y XVI, ahora el arquitecto mexicano elogia su instalación de excusados o el color nauseabundo de cajeta de leche rancia y desteñida con que envilece un muro o patio «misión» de decoración de cine, que él da por «colonial» diciendo: «así se hace en los Estados Unidos.»
Cuando Diego Rivera escribía lo anterior, Juan O’Gorman, que entonces tenía 23 años, compraba un terreno donde había dos canchas de tenis en la esquina de Altavista y Las Palmas —hoy Diego Rivera. Al año siguiente empezó a construir en la mitad del terreno una casa para sus padres: era su salto al vacío; su asta bandera era Vers une architecture, la colección de textos publicados por Le Corbusier en L’Esprit Nouveau. La casa, según el mismo O’Gorman, “causó sensación porque jamás se había visto en México una construcción en la que la forma fuera completamente derivada de la construcción utilitaria.” Esa casa fue la que le mostró O’Gorman a Rivera y dónde éste “inventó la teoría de que la arquitectura realizada por el procedimiento estricto del funcionalismo más científico es también obra de arte,” antes de encargarle al joven arquitecto un estudio y una casa.

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