El 11 de julio de 1914, Antonio Sant’Elia firmó su Manifiesto de Arquitectura Futurista proclamando una arquitectura que no podía estar sujeta a ninguna ley de continuidad histórica y que debía ser nueva —“así como nuestra forma de pensar es nueva,” dijo. Era un impulso que correspondía con el de otras vanguardias de aquél momento. La historia y la tradición eran una carga que debía abandonarse para poder inventar, sin lastre, la nueva arquitectura que demandaban los nuevos tiempos.
Entre el 7 y el 13 de junio de 1964, en la Academia de Arte de Cranbrook, se llevó a cabo un seminario acerca de la relación entre historia, teoría y crítica con la enseñanza de la arquitectura. Entre los participantes estuvo Bruno Zevi, cuya conferencia se tituló La historia como método para la enseñanza de la arquitectura. Había pasado medio siglo desde el manifiesto de Sant’Elia y aquellas otros movimientos que explícitamente habían roto con la historia como abrevadero de formas e ideas para los arquitectos modernos. Zevi explicó que la enseñanza de la arquitectura se basaba en dos modelos. Primero aquél en el que un grupo reducido de aprendices seguía de cerca la manera de trabajar de un maestro, figura heroica sin duda, del que se aprendía mediante cierta forma de imitación, haciendo lo que éste pedía. Ese método, decía Zevi, llegaba a su fin: tal vez porque “la nueva generación ya no produce héroes, tal vez porque no los necesitamos, porque el sistema de enseñar arquitectura basado en héroes es hoy obsoleto y buscamos métodos científicos.” El segundo modelo sera sistemático, utilizado por la Academia de Bellas Artes. Si en el primer caso la historia era casi una biografía: la experiencia acumulada por el maestro y que se sumaba a la que, seguramente, había recibido del mismo modo, casi en un rito iniciático de transmisión de los secretos de nuestro arte, en el segundo modelo “la historia se reducía a estilos y los fenómenos a reglas.” Todavía hoy, en muchas escuelas, la historia de la arquitectura se enseña —mal— como un juego de memoria en el que hay que atinar a empatar fachadas con estilos y nombres de arquitectos con periodos estilísticos olvidando el contexto cultural, social, económico y político; olvidando, pues, la historia.
El movimiento moderno en arquitectura —sigue Zevi— produjo una crisis en ese sistema: “en la Bauhaus encontramos un matrimonio entre movimiento moderno y pedagogía moderna. Es decir, se debía aprender no escuchando conferencias de profesores sino haciendo las cosas uno mismo.” Gropius descartó la historia del programa académico de la Bauhaus porque, según Zevi, no había en ese momento y en ese lugar, ningún historiador que concibiera los fenómenos históricos más allá de los “estilos.” En el fondo, en la Bauhaus como en otras vanguardias de aquél momento, parecían seguir al Nietzsche de la segunda intempestiva: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. En el prólogo a aquél texto, Nietzsche cita a Goethe diciendo: “me es odioso todo aquello que únicamente instruye, pero sin acrecentar mi actividad o animarla de inmediato,” y de ahí se sigue a decir que “la historia, como preciosa superfluidad del conocimiento y artículo de lujo, ha de resultarnos, según las palabras de Goethe, seriamente odiosa.” Esa historia realmente no enseña: encubre, y por eso hace falta, como lo ejemplificó Nietzsche, una genealogía. Porque, por otro lado, sin historia “el incesante presente desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Surge de la nada para desaparecer en la misma nada. Sin embargo, luego regresa como un fantasma perturbando la calma de un presente posterior.”
Ante ese vacío es que Zevi propuso su método —histórico-crítico—, en el que “el diseñó se enseña en los cursos de historia o, mejor, en los laboratorios de historia, mientras la historia se enseña en la mesa de dibujo” —frase muchas veces citada y puesta en obra por Humberto Ricalde. Sólo entendiendo así la historia —y entendiendo la historia— se puede salir del círculo vicioso de la repetición vacía que ignora que lo es y se presume como invención y, al mismo tiempo, evitar la ansiedad de la influencia. En 1973 Harold Bloom —que nació el 11 de julio de 1930 en el Bronx— publicó The Anxiety of Influence, a theory of poetry. En la introducción Bloom plantea que la historia poética es indistinguible de la influencia poética y que los poetas fuertes forjan esa historia malinterpretándose unos a otros para dejar un espacio imaginativo para sí mismos: “los talentos débiles idealizan; las figuras de imaginación capaz se apropian de sí mismos. Pero nada sale de la nada y apropiarse de sí mismo implica la inmensa ansiedad de estar en deuda.” La poética de la arquitectura no tiene por qué pensarse de manera diferente.
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