29.8.16

después de la arquitectura

¿De qué serviría hoy Le Corbusier en un lugar como la ciudad de México, que crece incontrolable hacia los 40 millones? —se pregunta Felix Guattari en un texto titulado La enunciación arquitectural, publicado a finales de los años 80. “Incluso alguien como Haussmann resultaría inútil aquí pues los políticos, los tecnócratas y los ingenieros manejan ahora ese tipo de cosas sin la menor contribución posible de esos hombres que practican el arte que Hegel alguna vez colocó an el lugar más bajo de todas las otras artes. Antes de hacerse esa pregunta, Guattari plantea en un breve párrafo que, a diferencia de los crustáceos que segregan sus conchas o de las termitas que construyen sus termiteros en un esfuerzo colectivo, los humanos, para secretar sus edificios, su ropa, carros y las imágenes y mensajes que “se prenden a la carne de nuestra existencia como la carne se agarra a los huesos de nuestros esqueletos,” requerimos de la intermediación de “corporaciones de arquitectos, artesanos y profesionales de los medios.” Además, dice Guattari, “durante mucho tiempo la deliberación de los ensamblajes sociales se debió a expresiones ecolíticas tales como la construcción de un zigurat o la demolición de la Bastilla o la toma del Palacio de Invierno. Sólo hoy —agrega— además de que la piedra ha cambiado por concreto, vidrio y acero, las rupturas en el poder se dan en términos de la velocidad de la comunicación y el control de la información.” De ahí la pregunta: ¿para qué un Le Corbusier?

El argumento de Guattari podría parecerse al de Victor Hugo: esto mató aquello, sin crustáceos ni termitas. Para ambos la arquitectura, que definió  el entorno cultural del ser humano por milenios —uno entendiéndolo de manera sólo positiva, el otro no— fue desplazada por formas de comunicación y transmisión de la información más rápidas y ubicuas. El libro para Victor Hugo, todas las otras formas de comunicación acelerada que vinieron después para Guattari. Para Victor Hugo, la arquitectura había muerto con la imprenta y lo que había venido después, mero remedo de la arquitectura griega y romana que palidecía, a sus ojos, frente a la grandeza constructiva del medioevo en Europa central, era puro juego geométrico sin posibilidad de otro sentido —volúmenes bajo la luz del sol, pues.

Para Guattari el arquitecto mantiene un margen de control: el dominio de los edificios extravagantes. “Pero posicionarse en ese campo —agrega— tiene un alto precio, y a menos de que se conviertan en dandis posmodernos, implicados siempre en los esquemas político financieros, los pocos afortunados están sometidos a la decepcionante degradación de sus talentos creativos.” Las salidas no de la arquitectura sino del arquitecto son tres para Guattari: el dandismo y la extravagancia que se someten a esquemas políticos y financieros existentes; la pura teoría que apunta a la utopía o al retorno nostálgico del pasado y la posibilidad de la oposición crítica. Si los edificios ya no sirven para nada y son finalmente intercambiables —y no tiene ningún sentido argumentar lo contrario— ¿qué pueden hacer los arquitectos? Reinventar la arquitectura no es cuestión de estilo, dice; hay que entender las condiciones actuales.

Cuando los arquitectos dejan de ser simplemente artistas plásticos del entorno construido y empiezan a ofrecer sus servicios como quienes revelan los deseos virtuales del espacio, los lugares, los desplazamientos y el territorio, entonces tienen que analizar las relaciones entre los cuerpos individuales y colectivos, singularizando constantemente su procedimiento. Más aún, tienen que volverse intercesores entre esos deseos revelados a ellos mismos y los intereses a los que se oponen.

Es ahí donde entra la capacidad enunciativa de la arquitectura: el énfasis se desplaza, dice, del objeto al proyecto. Ahí entra, para Guattari, un juego de escalas en las que opera ese proyecto de enunciación —de aquello a lo que se refiere la arquitectura más allá del edificio. Una escala geopolítica, otra urbana —que implica leyes y reglamentos pero también hábitos y costumbres— una más económica y luego la funcional, la técnica, la significativa, la existencial y, finalmente, la que “articula todos los componentes enunciativos” y “promueve nuevas potencialidades” que implican el “despliegue ético-estético del objeto construido.” Aunque habrá quien afirme la obviedad de todas esas escalas o dimensiones de lo arquitectónico, para Guattari es la última, la articulación ética y estética de aquellas dimensiones, lo que puede aportar una condición de resistencia singular a una arquitectura que, de otra manera, se desintegra como erosionada por flujos y fuerzas que desde hace mucho ya la rebasaron.


Félix Guattari nació el 30 de abril de 1930 en un suburbio al norte de París. Estudió con Lacan y escribió el Anti-Edipo y Mil Mesetas, entre otros libros, con Gilles Deleuze. Guattari murió el 29 de agosto de 1992.

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