Entonces se establecerán nuevas relaciones económicas, que seriarán con precisión matemática, tanto, que los problemas desaparecerán inmediatamente, por la sencilla razón de que se habrán descubierto sus soluciones. Entonces se edificará un vasto palacio de cristal.
Eso escribió Fiodor Dostoyevski en su novela Apuntes del subsuelo. En un ensayo titulado justamente El palacio de cristal —que luego incluyo en su libro El mundo interior del capital—, Peter Sloterdijk cuenta que Dostoyevski visitó en 1862 el palacio de la Exposición Universal de South-Kensington, en Londres, que era similar, aunque más grande, que el que Joseph Paxton había construido en 1850 en Hyde Park y que inauguró la reina Victoria el primero de mayo de 1851 también para una exposición universal.
Sir Joseph Paxton nació el 3 de agosto de 1803. Su familia era de granjeros y de niño trabajó como jardinero y poco a poco llegó a hacer sus propios proyectos de lo que hoy llamamos arquitectura del paisaje. En 1832 empezó a construir invernaderos con estructuras metálicas y vidrio, cada vez más grandes. En 1850 la reina Victoria lo hizo caballero por haber logrado cultivar el lirio acuático que lleva su nombre, Victoria amazonica, en un invernadero. También ocupó un lugar en el parlamento y fue ahí que se enteró de los planes de la Real Sociedad de las Artes par tener una gran exposición al año siguiente. Tras un concurso en el que se recibieron 245 propuestas, ninguna logró convencer al jurado ni de su calidad formal ni, mucho menos, de su viabilidad. El presupuesto era de 100 mil libras y había que terminar el edificio en apenas diez meses. Paxton presentó entonces una propuesta que completó en trece días para construir un gran invernadero a base de piezas modulares. La comisión a cargo de tomar la decisión dudaba. El edificio era algo nunca antes visto. Paxton hizo pública su propuesta y la respuesta de la gente fue tal que se aprobó su proyecto.
El gran invernadero se construyó y fue un éxito. El Palacio de Cristal se desmanteló tras la exposición para ser rearmado en otra parte, donde permaneció hasta que un incendio —de misterioso origen, dicen— lo destruyó en 1936. Sloterdijk escribe que “con él comenzó su marcha triunfal a través de la modernidad una nueva estética de la inmersión. Lo que hoy se llama capitalismo psicodélico ya era un hecho cumplido en ese edificio inmaterializado, por decirlo así, y artificialmente climatizado.”
Un edificio que fuera puro espacio no resultaba extraño como idea de un jardinero. Peter Collins escribió en Los ideales de la arquitectura moderna, que aunque “la noción de espacio como elemento esencial de la arquitectura debió “haber existido de forma rudimentaria desde que el hombre primitivo edificó vallados o hizo progresos estructurales en sus cavernas,” no fue un tema en ningún tratado de arquitectura hasta el siglo XVIII, cuando empezó a aparecer en los libros de jardinería y paisaje. Aunque existen muestras de grandes espacios en la arquitectura antigua y clásica, el Palacio de Cristal supuso, como afirma Sloterdijk, una transformación radical. Ni el espacio que se abre —y cierra— bajo las cúpulas del Panteón, en Roma, o de Santa Sofía en Estambul o San Pedro en Roma, o el que representaba al cosmos entero, mediante perforaciones que fingían ser astros, en la esfera que imaginó Étienne-Louis Boullée como cenotafio para Newton, se presentan como mero espacio. Acaso eso era lo que temía el personaje del relato de Dostoyevski:
Ustedes creen en el palacio de cristal, indestructible, eterno, al que no se le podrá scar la lengua ni mostrar el puño a escondidas. Pues bien, yo desconfío de ese palacio de cristal, tal vez justamente porque es de cristal e indestructible y porque no se le podrá sacar la lengua, ni siquiera a escondidas. Verán ustedes: si en vez de un palacio de cristal tengo un simple gallinero, cuando llueva podré cobijarme en él; pero, aunque le esté muy agradecido por haberme preservado de la lluvia, no lo tomaré por un palacio. Ustedes se ríen y me dicen que en este caso un palacio y un gallinero tienen el mismo valor. Y yo les responderé que así es, pero que no vivimos sólo para no mojarnos.
Marshall Berman, en su clásico Todo lo sólido se desvanece en el aire: la experiencia de la modernidad, plantea que la descripción que hace Dostoyevski del edificio es equívoca y que el miedo a ese edificios absolutamente transparente e indestructible parecía infundado. Pese al exit popular, la burguesía británica, dice Berman, rechazó el edificio y por algunas décadas sus construcciones siguieron siendo pesadas y opacas, con referencias a estilos del pasado. Sabemos que Ruskin incluso llegó a declarar que eso, o cualquier construcción de vidrio y acero, no podía ser arquitectura. Pero el mismo Berman reconoce que, como varios otros afirman, el rechazo de Dostoyevski no apuntaba realmente ni al estilo ni a los materiales del edificio, sino a la ideología materialista de la vida moderna. Era el rechazo a que la arquitectura —y el arte— se juzguen sólo en términos funcionales: algo que nos protege de la lluvia.
En ese espacio vacío que lo reúne todo —así como los grandes invernaderos de la reina Victoria reunían todas las plantas de su imperio bajo un mismo techo en un clima artificial—, Dostoyevski veía, según Sloterkijk, al monstruo de lo que después calificaríamos como consumismo. El mismo monstruo que Walter Benjamin quiso cazar en los pasajes parisinos, también de vidrio y acero. Benjamin veía en el Palacio de Cristal —equivocándose, según Sloterdijk— no más que una versión ampliada de los pasajes, lo mismo que los grandes almacenes. Para Sloterdijk, el Southdale Mall diseñado por Victor Gruen desciende del Palacio de Cristal y no de los pasajes y comparte con éste la intención de reunir bajo un mismo techo el trabajo, el deseo y la expresión humanas: todo al alcance de la mano, siempre y cuando le alcance primero al blosillo.
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