El Colegio Militar de México, fundado a principios del siglo XIX, tiene su sede actual en un edificio inaugurado el 13 de septiembre de 1976 y que fue diseñado por Manuel González Rul (1923-1985) y Agustín Hernández (1924). Ambos estudiaron en la Escuela Nacional de Arquitectura y, esquemáticamente, son parte de la tercera generación de arquitectos modernos mexicanos. La primera, a la que pertenecen aquellos nacidos a finales del siglo XIX, como Carlos Obregón Santacilia, había sido formada en el neoclasicismo académico con el que rompe pero cuyos rastros pueden leerse en algunas de sus obras. La segunda, de quienes nacen en la primera década del XX, como O’Gorman, tuvo también una formación en parte académica pero contrapunteada con las ideas de algunos jóvenes maestros de aquella primera generación, apostando, al menos en su primera etapa, por una modernidad radical y sin concesiones. A la tercera generación, es la de aquellos nacidos en los años 20 y 30. Les tocó ver, en 1952, la inauguración de la Ciudad Universitaria, que marcó un punto de inflexión en la arquitectura mexicana al conjugar una versión ya aceptada de la modernidad internacional con una visión de la tradición local que recibió el curioso nombre de integración plástica. Al igual que en otras latitudes, en México esa otra modernidad arquitectónica pretendía reconciliarse con su historia –en oposición a la abstracción de la primera etapa– y se permitía una expresividad formal que, años antes, había sido suprimida. Si la arquitectura de Ciudad Universitaria puede caracterizarse por la utilización de murales –grandes planos polícromos, comúnmente figurativos, que son a la vez fachada propagandística y revestimiento simbólico–, algunos arquitectos de la tercera generación preferirá en general –y en consonancia con el nuevo brutalismo que en la misma época, entre los años 50 y 70, florece en Europa y Estados Unidos– una arquitectura monocromática, donde la textura misma del material constituye la única decoración. Dicho de otro modo, la decoración, primero rechazada, es luego readmitida como superficie añadida para, finalmente, ser integrada y aceptada únicamente como efecto de la propia lógica constructiva de cada obra.
Sin embargo, aun cuando compartan algunas características del Nuevo Brutalismo –que según Reyner Banham, su crítico de cabecera, eran, primero, una legibilidad formal del plano, segundo, una exhibición clara de la estructura y, tercero, la valoración de los materiales por sus cualidades inherentes ‘en bruto’–, la obra de la mayor parte de la tercera generación de arquitectos modernos mexicanos se distingue de aquél Brutalismo —usando de nuevo palabras de Banham— por un exceso de suaviter in modo aun cuando haya suficiente fortiter in re: modos suaves con materiales duros.
Manuel González Rul y Agustín Hernández habían producido ya algunos ejemplos de esta arquitectura antes de asociarse para ese concurso. González Rul, por ejemplo, el Gimnasio Díaz Ordaz, para los Juegos Olímpicos del 68: un par de masivas placas inclinadas techan al espacio interior con la intención confesa de simbolizar por un lado la M de México y por otro la geografía montañosa del valle. Por su parte, Agustín Hernández había construido, entre otros edificios, la Escuela del Ballet Folklórico de México, para la que “el movimiento de inspiración prehispánica fue la condicionante del diseño,” y se buscó “una concepción volumétrica que nos recuerda la de una escultura habitable.” He ahí un marcado contraste con el Brutalismo que buscaba “objetividad acerca de la ‘realidad’ —los objetivos culturales de la sociedad, sus necesidades, su técnica, etc.” Nada más alejado del simbolismo nacionalista de la arquitectura mexicana de esa época.
Agustín Hernández nunca ocultó las intenciones esculturales de su obra: “si no es escultórica la arquitectura para mi es una construcción más,” dijo. La diferencia que tradicionalmente ha articulado la condición de la arquitectura como tal, es decir, la distinción entre mera construcción y arquitectura, implicaba para Hernández diluir aquella otra que separa a la escultura de la arquitectura: “si hay alguna escultura que pueda ser socialmente habitada, entonces esa es escultura arquitectónica.” Sin embargo, al menos en su discurso, esa identificación de arquitectura y escultura no implicaba, curiosamente, el privilegio de la expresión personal: “el diseño arquitectónico no está determinado por las exigencias del arquitecto ni por las imposiciones de una clase social, sino que es el proceso dialéctico que se elige entre ilimitadas soluciones y las condiciones que dan las necesidades económicas, sociales y tecnológicas.”
En el Colegio Militar las referencias a la arquitectura prehispánica y a geometrías simbólicas se multiplican. En un esquema con el que Hernández explica el proyecto, se le compara con centros ceremoniales como Chichen Itzá, Monte Albán o Teotihuacán. No sólo por su tamaño sino, principalmente, por su escala monumental y sobrehumana y por la relación de los espacios abiertos con la masa construida y de ésta con el paisaje. “La traza del complejo urbano se apoya en el cerro del Telpochcalli —Casa de los guerreros jóvenes del pueblo—, que presta su fuerza al edificio de gobierno.” El discurso, en fin, pareciera el de la arquitectura parlante de Ledoux a finales del siglo XVIII más que el de un arquitecto de los años 70 del siglo XX.
Pero ¿pueden los cuarteles y las marchas militares ser expresiones de un periodo histórico particular? Con una pregunta análoga –¿pueden los jardines y los ballets ser expresiones de un periodo histórico?– inicia Arie Graafland un libro Versalles y la mecánica del poder. A partir de las ideas de Michel Foucault, Graafland muestra que el jardín y el ballet forman un dispositivo para disciplinar al cuerpo. Es más fácil, pues Foucault los menciona explícitamente, hacer lo mismo con los cuarteles y las marchas militares y entenderlas entonces como expresiones de un periodo histórico. ¿A qué periodo responde el Colegio Militar de México?
En el Colegio Militar el cuerpo esta tramado con el espacio a una escala monumental. Agustín Hernández dice que ahí no cuenta la escala del hombre que camina sino la de la marcha, la del cuerpo entendido, en una de sus acepciones, como el conjunto de soldados y sus respectivos oficiales. En el mismo esquema en que explica la relación del Colegio con centros ceremoniales prehispánicos, Hernandez dibuja una silueta humana, semejante en algo a la silueta del modulor corbusiano, pero también a una de esas figuras del desierto de Nazca o al gigante de Cerne Abbas en Gran Bretaña. También podría sugerir, más allá del esquematismo de la figura, al hombre vitruviano de Leonardo, inscrito en un círculo y en un cuadrado al mismo tiempo —“el círculo y el cuadrado es un símbolo que ha sido manifestado por todas las culturas,” dice Hernández— o al cuerpo místico de Cristo inscrito en la planta de una iglesia por Francesco di Giorgio. Si, como explicó Juan Antonio Ramírez, en ese caso “la arquitectura era como un cuerpo, y bastaba con que esta asociación se estableciera a algún nivel, más o menos verificable, para que funcionaran con eficacia los distintos parámetros ideológicos involucrados en la operación,” en el del Colegio Militar el simbolismo opera a un nivel de casi pura analogía: las piernas son el “apoyo deportivo”, un brazo el ala de dormitorios y otro la zona educativa, en el estómago están las cocinas y comedores y en la cabeza –que no sólo organiza la planta sino se yergue con la gigantesca máscara del dios Chac– se encuentra, evidentemente, el centro de mando.
De nuevo, ¿a qué época pertenece el Colegio Militar? Quizás lo revele su apariencia de set de película de ciencia ficción, apropiado para un film sobre una sociedad donde se ejerce un control absoluto, en la que mitos arcaicos conviven con tecnologías a la vez sutiles y en apariencia primitivas. Un centro ceremonial para el que la pompa militar es el rito adecuado.
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