“Quizá debido a que nací y me crié en Roma, me he ido convenciendo de que en arquitectura —aunque no sólo en ella— la tradición es una condición vital y de que puede haber continuidad en el cambio.” Eso le decía en el 2011 Paolo Portoghesi a Paolo Mattei en una entrevista. Portoghesi nació el 2 de noviembre de 1931 y en 1957 se recibió como arquitecto de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la Sapienza. Su padre también fue arquitecto. En la entrevista, Portoghesi dice que vivía a unos pasos de Sant’Ivo de la Sapienza, terminada de construir en 1660. Acaso el paseo diario frente a esa obra lo llevó a interesarse por su arquitecto: Francesco Borromini. En los años sesenta, Portoghesi se hizo cargo de la reedición, tanto en facsímil como en una versión traducida del latín y de menor formato, del Opus Architecttonicum y la Opera del Cav. Francesco Borromini. Ya en la introducción a esas obras, Portoghesi analizaba el trabajo de Borromini en términos lingüísticos y de reglas sintácticas: traducción, inversión, metamorfósis. En su reseña del libro, publicada en 1966 en The Burlington Magazine, Henry Millon decía que “poco aprendemos de esa transposición al vocabulario de otro campo y del uso de etiquetas verbales.” No opinó igual, sin embargo, Paul Zucker, quien al hacer una reseña del siguiente libro de Portoghesi, La Roma de Borromini: la Arquitectura como lenguaje, en el que desarrolló las tesis planteadas en su introducción a la obra de Borromini, aprecia las nuevas y sorprendentes intuiciones y las ideas originales de Portoghesi, que también escribió libros sobre el Renacimiento o la arquitectura de Victor Horta. A su curso en la Sapienza lo bautizó como geoarquitectura, un análisis de la arquitectura y los arquitectos que mucho tenía de historia y algo de geografía.
En 1979, Portoghesi fue nombrado director de la Bienal de Venecia. Ese año el encargó a Aldo Rossi su Teatro del Mundo y al año siguiente, en 1980, presentó la controvertida Strada Novissima, que el filósofo Jürgen Habermas calificó como “una vanguardia de frenes invertidos” que “sacrificaba la tradición de la modernidad a fin de hacer sitio a un nuevo historicismo.” En 1981 Portoghesi publicó su libro Después de la arquitectura moderna, donde daba sustento teórico a lo que había presentado un año antes en Venecia. Para Portoghesi, que había explicado la arquitectura de Borromini, su primera pasión arquitectónica, como variaciones e incluso estudiadas violaciones a un código sintáctico, la arquitectura moderna se había vuelto monótona y uniforme, “sus dogmas y sus grandes experiencias, el gran modelo arquetipo, corrompido y traicionado en su interpretación, como un especie de sagrada escritura, pero siempre seguido y obedecido al pie de la letra.” Más que un sistema de reglas sintácticas, veía al modernismo arquitectónico como “un conjunto de prohibiciones, de disminuciones, de renuncias, de inhibiciones si se quiere, que define negativamente un área lingüística y que consiente su degradación y su agotamiento, su continua metamorfosis pero nunca la renovación sustancial ni el relanzamiento vital.” La ya no tan nueva arquitectura moderna, era para Portoghesi muda y estéril: nacía por partenogénesis, cada vez empezando desde cero, no de la arquitectura existente, lo que la condenaba, al mismo tiempo, a la infertilidad. Portoghesi también apuntaba una transformación de la arquitectura, al privilegiar sólo los aspectos funcionales, en objeto de uso y, peor, de consumo, y la “acentuada privatización de la vida urbana.” Como Rossi, Portoghesi pensaba que la forma del edificio siempre era más duradera y, por tanto, más importante que las funciones que cobija. Además, criticaba la ausencia de reglas del movimiento moderno —reducidas esquemáticamente a una sola: la forma sigue a la función—: sin reglas que torcer no era posible ningún Borromini. Al final de su libro, tras responderle a Habermas y criticar su dogmatismo, Portoghesi escribió:
En arquitectura, el Movimiento Moderno ha tenido el triste privilegio de ser durante años un «factor falsamente positivo», perdiendo toda su capacidad real de renovación, precisamente porque después del esfuerzo de las primeras generaciones, se había agotado su potencinal crítico y su naturaleza de grande y efímero, contradictorio respecto a la tradición histórica. La modernidad impuso a la arquitectura, después de la fructífera temporada de la duda —entre finales del siglo XIX y 1925— una renunciación a la lengua que ni la literatura ni la música habrían podido aceptar con el mismo rigor.”
La renuncia de la que habla Portoghesi, ¿era la del muro blanco y austero de Loos, la del minimalismo de Mies, la del purismo de Le Corbusier o todas ellas? Además de sus clases, sus libros y otras empresas editoriales, Portoghesi ha diseñado varios edificios, en especial varias iglesias y, entre 1975 y 1995, la Mezquita de Roma, probablemente la más barroca mezquita que se pueda imaginar.
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