31.12.16
el dibujo del mundo
Un capítulo del libro de Isabel Soler El nudo y la esfera, el navegante como artífice del mundo moderno, se titula El dibujo del mundo. Empieza describiendo una imagen, el Cristo muerto pintado por Hans Holbein en 1517 y que Julia Kristeva califica como inquietante: “la representación sin disimulos de la muerte humana, la puesta al desnudo casi anatómica del cadáver, comunica a los espectadores una angustia insoportable delante de la muerte de Dios, confundida aquí con nuestra propia muerte, hasta tal punto se halla ausente la mínima sugerencia de trascendencia,” escribe Kristeva. Soler pone en paralelo el cuadro de Holbein y el trabajo de Andreas Vesalio, que en 1521 tenía siete años —nació el 31 de diciembre de 1514— y “veinte años depués, en 1543 —el mismo año en que Copérnico publica su De revolutionibus orbium coelestium—, ya como eminente profesor y cirujano, editará De humani corporis fabrica libri septe, uno de los manuales de anatomía más innovadores del Renacimiento.” Soler dice que en las primeras páginas de su obra, “Vesalio denuncia el grave error de los médicos al dejar en manos de los boticarios el control de las medicinas y la cirugía a cargo de los barberos, mientras el profesor describe desde el púlpito del aula partes de la anatomía humana que nunca ha visto de cerca.” Anterior a Descartes y su duda metódica, Vesalio también recomienda basarse sólo en la experiencia personal y no en conocimiento de las autoridades o en los prejuicios populares, a veces difíciles de diferenciar —como en el caso de la medicina se daba entre la antigua tradición de Hipócrates y Galeno y los remedios ancestrales. El filósofo alemán Peter Sloterdijk dice que es posible que “la revolución de Vesalio tuviera más consecuencias para la autocomprensión de los seres humanos occidentales qeu el desde hace mucho tiempo supercitado y malinterpretado giro copernicano.
¿Por qué hablar de Vesalio y la anatomía en un libro dedicado a los navegantes de los siglos XV y XVI? Porque para Soler, tanto los estudios de anatomía como los adelantos cartográficos de aquellos siglos implican una nueva manera de concebir el conocimiento científico y las ideas de experiencia y experimento en que se sustentan.El mismo Sloterdijk afirma que “como hábito cognitivo es lo mismo dar la vuelta a la Tierra y reflejarlo en mapas, que abrir el cuerpo humano por todas partes y representarlo gráficamente desde todas las perspectivas” El viaje del explorador es al mapa lo que la disección al dibujo anatómico: revela lo que antes no se conocía sino de oídas. Dice Soler:
A medida que se viaja cambia la percepción de lo que se va viendo. Se modifica la representación de los espacios y los lugares. Se reflexiona sobre la experiencia vivida y lo que ésta significa para el conocimiento. Se estudia la novedad. Se aprende a distinguir el mito —o lo imaginado— de lo real y verificable y, pare ello, se procuran sistemas organizados que expliquen la percepción de la realidad.
La experiencia y el experimento son las maneras que tiene el explorador, sea del interior del cuerpo o de la geografía entera, para construir un conocimiento que poco a poco va dibujando cortes anatómicos y mapamundis idealmente cada vez más exactos. Así va borrando toda terra ignota que le salga a su paso. Por supuesto, ni los grabados que ilustran el libro de Vesalio ni los mapas que dibujaron sus coetáneos son representaciones objetivas de esa realidad que recién se descubría —o, como muchos han dicho: se construía. En su libro Objectivity, Lorrein Datson y Peter Galison explican que “la objetividad científica tiene una historia” y que “no siembre ha definido a la ciencia” ni ha sido “lo mismo que la verdad y la certeza,” que son anteriores como criterios “científicos.”
Parte esencial de esa búsqueda de la verdad que luego se transformó en una preocupación por la objetividad, desde la investigación del interior del cuerpo mediante disecciones y grabados anatómicos hasta la descripción de la tierra entera gracias a mapas detallados, incluyendo los planos y planes que anuncian nuestras obras por venir —Giorgio Vasari, que fundó en Florencia en 1563 la Academia de las artes del diseño, es decir, de las artes que anticipan su resultado mediante el dibujo, nació el 30 de julio de 1511, tres años antes que Vesalio— es, precisamente, la idea de que el mundo es no sólo un libro por leerse sino, también, un dibujo por hacerse.
30.12.16
viajeros y turistas
Mi abuelo solía decir: la vida es increíblemente breve. Ahora, al recordarla, me aparece tan condensada que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir cabalgando hasta el pueblo más cercano, sin temer —y descontando por supuesto la mala suerte— que aun el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para comenzar semejante viaje.Franz Kafka, La aldea más cercana, 1917
Viajar no es hacer turismo; un turista no es un viajero. Es una diferencia que planteó Paul Bowles, que algo habrá sabido de viajes. Nació el 30 de diciembre en Queens, estudió música en Virginia y Nueva York y a los 20 años vivía en París. Viajó a Túnez, a Marruecos y a Argelia antes de regresar a Nueva York. En 1947 se fue a vivir a Tánger, donde escribió su novela El cielo protector. Port, el protagonista —interpretado por John Malkovich en la versión fílmica de Bertolucci—, no se consideraba turista, sino un viajero. La diferencia residía en el tiempo: “mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Si la diferencia está en el tiempo y el tiempo, lo sabemos, es dinero, la diferencia entre el viajero y el turista es, pues, económica. Hay en esta distinción una mezcla de romanticismo y de autosuficiencia aristocrática muy cercana a la ética –y la estética– del esfuerzo, la profundidad, el interior y la autenticidad –opuestos a la facilidad, la superficialidad, la exterioridad y la falsedad– que caracterizan la retórica de la individualidad en el pensamiento moderno, de Descartes a Heidegger. El viajero tiene la posibilidad —léase los medios— para detenerse, explorar a fondo y conseguir una experiencia auténtica de los otros y de sí mismo. El turista, en cambio, sólo va de paso, el corto tiempo que sus vacaciones pagadas le permiten, confirmando con prisa que lo visto en el folleto de la agencia de viajes está realmente ahí, afuera. En consecuencia la diferencia real entre uno y otro no sólo es crono-económica sino, aún más, epistemológica: el viajero conoce, el turista reconoce.
Dentro de esa visión la experiencia del turista es una que casi no alcanza a serlo. En su ensayo de 1933 Experiencia y pobreza, Walter Benjamin dice que, antes, “sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes”. El abuelo del breve texto de Kafka que no entendía cómo un joven podía atreverse a intentar ir a la aldea más cercana pensaba seguramente así. Preferible escuchar de los viejos las experiencias que sus propios abuelos les habían contado que arriesgarse a lo desconocido. Pero, decía Benjamin, las cosas han cambiado: “la cotización de la experiencia está a la baja.” Decaída, o quizá mutada, hoy la idea de la experiencia es la opuesta: no es algo que pueda transmitirse de una persona a otra, de una generación a la siguiente, sino que, como los documentos de identidad, es personal e intransferible. Se trata de otra herencia cartesiana: la duda metódica de cualquier conocimiento que no haya sido validado por cada quien tiene como consecuencia que la experiencia de pensar garantice nuestro existir, donde experiencia no debe leerse como saber acumulado —eso es precisamente lo que se ataca—, sino puesto a prueba. La experiencia, en tanto conocimiento, se convierte en un viaje: al interior de las cosas y al interior de uno mismo. Por eso el turista, que se desplaza superficialmente y es incapaz de profundizar, no tiene acceso real a la experiencia.
Muchas veces me he preguntado lo que la gente quiere decir cuando habla de una experiencia. Soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas como son. Veo con claridad todo aquello de lo que hablan: a fin de cuentas no soy ciego. Veo la luna sobre el desierto de Tamaulipas; tal vez sea distinta a otras ocasiones, pero sigue siendo una masa calculable girando alrededor de nuestro planeta, un ejemplo de la gravedad, interesante, ¿pero en qué sentido se trataría de una experiencia?
Eso lo dice Walter Faber, ingeniero, protagonista de la novela de Max Frisch Homo Faber, y lo cita Hans Magnus Enzensberger en su Teoría del turismo, publicada en 1958. ¿Qué es una experiencia auténtica, ésa a la que el viajero tiene acceso y que le está negada al turista? Enzensberger también cita a Gerhard Nebel, para quien el turismo era “uno de los grandes movimientos nihilistas, una de las grandes epidemias de occidente.” Para Enzensberger la crítica de Nebel al turismo, “intelectualmente está basada en una falta de autoconciencia que bordea la idiotez; moralmente está basada en la arrogancia”. Enzensberger apunta que constituye, junto con los argumentos que articulan la diferencia entre el viajero y el turista “una reacción a la amenaza contra las posiciones privilegiadas”. El viajero odia ver su exclusivo coto invadido por las masas. Por eso devalúa y niega la experiencia del otro: podrán estar aquí, pero realmente no ven nada, no saben nada, no conocen nada. Pero, ¿y si en el fondo todos somos turistas?
El turismo es algo de lo que es difícil decir –afirma Enzensberger– si lo hemos creado o nos ha creado a nosotros. Turista es quizá otro nombre de eso en que poco a poco nos hemos convertido: paseantes, flâneurs, hombres de la multitud. El turismo tal vez sea sinónimo de la nueva barbarie que Benjamin definía, positivamente, como la necesidad de comenzar siempre de nuevo, pasándola con poco, construyendo desde poquísimo. El turista no va a Venecia con Goethe, Ruskin o Mann en la cabeza, ni siquiera con la guía Baedeker en la maleta. Con suerte recuerda alguna escena de la última película de 007. Debe moverse rápido y por tanto viaja ligero. En su libro Los Bárbaros, ensayo sobre la mutación, Alessandro Baricco da como características de éstos la simplificación, la superficialidad y la velocidad, y “la sorprendente idea de que algo, cualquier cosa, tiene sentido e importancia únicamente si consigue enmarcarse en una secuencia más amplia de experiencias”. Los bárbaros ahora llegan —de todas partes, dice Baricco— armados con cámaras digitales y su guía del viajero se construye post factum en sus cuentas de FaceBook o Instagram. El turista combina una situación paradójica: comparte la característica de la condición contemporánea de no sentirse en casa en ninguna parte, pero a diferencia de lo que decía Bowles del viajero —que no pertenece más a un lugar que al siguiente y por tanto se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra—, dicho desarraigo lo empuja a volver a toda prisa a su no-casa. ¿Para qué quedarse en un sitio por más tiempo si todos son iguales?
Tal vez, en el fondo, la arquitectura tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos acostumbrados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits.
29.12.16
el imposible poder
Skogskyrkogården es un cementerio al sur de Estocolmo. Aunque la necesidad de un nuevo cementerio en la ciudad era evidente desde finales del siglo XIX, el concurso internacional para el proyecto se anunció en 1914. Se recibieron 53 propuestas, la mayoría de arquitectos suecos. El primer premio fue para la propuesta de Gunnar Asplund y Sigurd Lewrentz. Asplund nació el 22 de septiembre de 1885 en Estocolmo; Lewerentz unos meses antes, el 29 de julio. El padre de Lewerentz era socio y director de una fábrica de vidrio. Estudió en Estocolmo para ser técnico en construcción de casas, luego se fue a Berllín, donde trabajó con el arquitecto Bruno Mohring, viajó por Italia y regresó a Suecia en 1910 para estudiar en la Academia de Bellas Artes, donde Asplund fue su compañero. En 1911 se asoció con Torsten Stubelius y abrieron su propia oficina. En 1914 empezó a trabajar en el proyecto del cementerio de la ciudad de Malmö, un año antes de ganar con Asplund el comcurso para el Skogskyrkogården.
Al cementerio se e entra por la puerta norte. Cerca de la entrada se ve es la Arboleda del recuerdo, diseñada por Lewerentz y, a la izquierda, las capillas del crematorio que diseñó Asplund entre 1935 y 1940. Una larga calzada recta, el camino de los siete pozos, lleva al fondo del cementerio, donde se encuentra la Capilla de la Resurrección, diseñada por Lewerentz y construida entre 1922 y 1926. En un número de 1988 de la revista Perspecta, Colin St. John Wilson publicó un texto titulado Sigurd Lewerentz y el dilema de lo clásico, en el que Wilson analiza primero la pequeña y enigmática Capilla de la Resurrección:
Entre el pórtico y el cuerpo de la Capilla de la Resurrección de Sigurd Lewerentz hay una cesura; más aun: el pórtico no es totalmente paralelo a la Capilla, así que la separación entre ambos varía como si una cuña hubiera sido metida entre los dos cuerpos. No conozco ningún otro precedente ni para la separación ni para el giro. Pero no son los únicos elementos equívocos del diseño; de modo que podemos decir que la intensa convicción «clásica» del lenguaje usado aquí es retada en la misma medida en la que ese lenguaje es subvertido.
Para Vaughan Hart, la pequeña separación y el mínimo giro que comenta Wilson no sólo se pueden leer como una subversión al lenguaje clásico sino, también, como una operación que no se entiende sin leer, por un lado, el paisaje entero y, por otro, su simbolismo: “la capilla es en hecho uno de los elementos en el camino de los deudos y no su conclusión,” dice, al tiempo que lee el giro del pórtico como una alusión a la piedra que cerraba el sepulcro de Cristo y que sus discípulos encontraron abierta. En un texto sobre la iglesia de San Pedro en Klippan, construida por Lewerentz entre 1963 y 1966, cuando tenía 78 años, Peter Blundell Jones compara la actitud del arquitecto sueco con la de Mies van der Rohe —un año menor y que en 1968 terminaría su proyecto de la Nueva Galería Nacional en Berlín. “Se puede argumentar, dice, que ambos eran igualmente obsesivos en su búsqueda del detalle y la atención a los materiales y con una deuda similar con la tradición clásica, pero el trabajo de Lewerentz se movía en una dirección my diferente al de Mies. Desde el inicio de su carrera —agrega—, estaba interesado en lo irregular y los órdenes en conflicto ma´s que en la calmada finalidad buscada por Mies. Y lejos de purificar la apariencia de la construcción borrando cada marca dejada por la mano, Lewerentz le pedía a sus trabajadores que se abstuvieran de ser prolijos, haciendo las marcas del proceso más evidentes.”
Si bien Lewerentz se interesó por los detalles y la estandarización al inicio de su carrera, la atención por la materialidad de lo construido, que se alejó con igual medida tanto preciosismo de Mies como del brutalismo a la Le Corbusier, se puede ver con deslumbrante claridad, si el calificativo no resulta equívoco, en el último proyecto que realizó Lewerentz: el quiosco de flores del cementerio de Malmö, terminado en 1969 y cerrando un ciclo que había iniciado en 1914. Un bloque de concreto aparente y techo de fuerte pendiente hacia un lado, es perforado por una sola puerta y dos vidrios sin moldura, sobrepuestos a las perforaciones que tapan en el muro —como ya lo había hecho en la capilla de San Pedro. En la fachada opuesta, el techo de cobre produce un alero que protege la entrada al quiosco.
Con sus referencias clásicas y la herencia del Romanticismo nórdico en su primera obra, así como con su obra de madurez, alejada del dogmatismo de la arquitectura moderna, Lewerentz, a decir de Hart, “buscó una arquitectura sin estilo que pudiera trascender el tiempo y el lugar donde se realizó.” Wilson compara el trabajo de Lewerentz en la arquitectura con el de Giacometti en la pintura y, sobre todo, el de Samuel Becket en la literatura, luchando con la “imposibilidad” de su hacer —Wilson usa la palabra craft, cuya raíz remite a poder y fuerza.
28.12.16
la sociedad del espectáculo
El sábado 28 de diciembre de 1895, en el Salon indien, que se encontraba en el sótano del Gran Café, en el número 14 del bulevar de las Capuchinas, en París, Antoine Lumière, padre de Auguste y Louis, inventores del sistema que permitía proyectar una película delante de una audiencia y no en un artefacto de uso individual, como el kinetoscopio patentado por Thomas Alva Edison unos años antes, presentó la primera exhibición pública ante treinta y tres espectadores que pagaron un franco cada uno por ver diez películas. La primera fue La salida de la fábrica Lumière en Lyon, 46 segundos en que se veía eso: a los obreros de la fábrica de los hermanos Lumière saliendo de trabajar. La sexta película fue El jardinero, también conocida como l’Arroseur Arrosé: un jardinero intenta regar con una manguera por la que no sale agua pues alguien la está pisando; el jardinero toma la manguera, la dirige hacia su cara para ver qué pasa, el pie se levanta, y el jardinero se empapa. Fue la primera comedia y, aunque sea tan sólo un gag, repetido después infinitas veces, apuntaba a una posibilidad narrativa del cine, y no sólo documental. En esa ocasión nació, dicen, no el cine como forma de registro del movimiento con medios fotográficos, sino el cine como espectáculo público.
Treinta y seis años después de la primera proyección pública de aquellos diez cortos, ninguno con una duración mayor a los 50 segundos, se estrenaron Frankestein, protagonizada por Boris Karloff, Mata Hari, con Greta Garbo, Candilejas, de Chaplin, Dracula, con Bela Lugosi, M, el maldito, dirigida por Fritz Lang, entre muchas más. El cine ya era una industria mundial. También ese año, 1931, nació James Dean, el eterno rebelde sin causa que se convirtió en una estrella con sólo tres películas —la última, Gigante, estrenada al año siguiente de su muerte, el 30 de septiembre de 1955, al volante de su Porsche 550 Spyder. También ese año nació Anita Ekberg, la sueca que se volvió famosa al bañarse en la Fontana di Trevi ante la mirada encantada de Marcello Mastroianni y de millones más. Y el 28 de diciembre de 1931, en París, nació Guy Debord, destacado fundador de la Internacional situacionista, escritor, filósofo y, también, director de cine.
En noviembre de 1967, otra vez en París, Debord publicó La sociedad del espectáculo. 221 tesis que critican la condición actual del mundo sometido a la lógica de la mercancía y de su reproducción espectacular. Uno: todo lo que se vivía directamente se aleja en una representación espectacular. Cuatro: el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino la relación social entre las personas, mediatizada por las imágenes. Seis: el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante. Treinta y cuatro: el espectáculo es el capital acumulado a tal grado que se convierte en imagen. Cuarenta y dos: el espectáculo es el momento en el que la mercancía logra la ocupación total de la vida social. Setenta y uno: lo que el espectáculo ofrece como perpetuo está fundado en el cambio. Ciento cincuenta y cuatro: la realidad del tiempo ha sido remplazada por la publicidad del tiempo. Ciento sesenta y seis: es para convertirse en algo cada vez más idéntico a sí mismo, para acercarse mejor a la monotonía inmóvil, que el espacio libre de la mercancía se modifica y reconstruye inevitablemente a cada instante. Doscientos quince: el espectáculo es la ideología por excelencia, porque expone y manifiesta en su plenitud la esencia de todos sistema ideológico: el empobrecimiento, la sumisión y la negación de la vida real.
¿Qué es la vida real? ¿La realidad que se oculta, que desaparece traicionada por las imágenes vueltas mercancía —o, al revés, la mercancía vuelta imagen, de la que el cine, y sobre todo el cine de Hollywood, es el mejor ejemplo? El cine, dijo Godard, es la verdad 24 veces por segundo. Pero de la imagen como engaño se ha cuidado muchos directores de cine, incluyendo al mismo Goddard o a Debord, que con su película Hurlements en faveur de Sade, renuncia a la imagen: 64 minutos en los que la pantalla es totalmente blanca (la menor parte del tiempo) o totalmente negra; en los momentos en que la pantalla es blanca, una voz le distintas frases, cuando es negra, el silencio es total. Pero mucho antes de la invención del cine, Platón también desconfió de las imágenes proyectadas desde el exterior de la caverna: sombras nada más. En su librito Contra Debord, Frédéric Schiffter acusa justamente a Debord de ser, en el fondo, un platónico: “la noción de espectáculo —dice— sugiere que la «esencia» del hombre se ha perdido en el flujo del tiempo desde el advenimiento del modo de producción y de intercambio mercantil. Según Debord —agrega Schiffter—, esta esencia se habría «alejado en una representación.»” Schiffter es otro de esos filósofos, minoritarios en relación al bando opuesto, para quienes no hay nada abajo de las apariencias, ninguna esencia que sostenga, inmóvil, el flujo del devenir. El objeto vuelto mercancía que deja de interesarnos en cuanto deja de estar a la moda, no traiciona la realidad de las cosas: la revela. Cualquier objeto, incluso el más tradicional, el más preciado, puede convertirse en una mercancía tan sólo dotándolo de velocidad: acelerando su proceso de producción, de consumo, de desgaste. La mercancía, dice Schiffter, tiene fecha de caducidad para el placer que procura.
Dilucidar hoy, cortando limpiamente como con un cuchillo, de un lado lo que es puro espectáculo y del otro lo que es auténtico, de un lado la mercancía a la moda, efímera, fugaz, y del otro el objeto verdadero, no resulta tan simple. Acaso atrás no haya nada, y al quitar todas las capas de la cebolla como si fueran máscaras que ocultan al ser nos quedemos con puro aire entre las manos. ¿Hoy qué es más real, los trabajadores saliendo sin prisa de la fábrica de los Lumière o Anita Ekberg en traje de noche bajo el agua de la Fontana di Trevi? ¿Quién es menos producto de su propia imagen, Dean o Debord?
27.12.16
variación y selección
Tras haber sido retrasados un par de ocasiones por fuertes ventarrones del suroeste, el barco de Su Majestad Beagle, un bergantín de diez cañones comandado por el capitán de la Armada Real FitzRoy, zarpó de Devenport el 27 de diciembre de 1831. El objetivo de la expedición era completar la exploración de la Patagonia y de la Tierra del Fuego, llevada a cabo por el capitán King entre 1826 y 1830, para explorar los puertos de Chile, Perú y algunas islas del pacífico y realizar una serie de mediciones cronométricas alrededor del mundo.
Charles Darwin, quien escribió lo anterior en El viaje del Beagle, tenía 22 años cuando FitzRoy lo invitó a sumarse a la expedición, que regresó a Inglaterra el 2 de octubre de 1836. En la introducción a El origen de las especies por medio de la selección natural de la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, publicado en 1859, Darwin escribe que al estar a bordo del H.M.S.Beagle como naturalista, le sorprendieron “ciertos hechos en la distribución de los organismos que habitaban Sudamérica y de sus relaciones geológicas entre el presente y el pasado de los habitantes de ese continente.” Pensó entonces que esos hechos podrían “arrojar alguna luz sobre el origen de las especies: el misterio de misterios. Fue así que llegó a su conocida teoría y sus dos componentes básicas: la variación en los organismos y la selección natural de los más aptos o, más bien, los mejor adaptados (fittest).
En 1946 el filósofo francés Georges Canguilhem dio una conferencia en París titulada Le vivant et son milieu. Iniciaba diciendo que “la noción de medio se está convirtiendo en un modo universal y obligatorio para entender la experiencia y la existencia de los seres vivos y se podría casi hablar de su constitución como una categoría del pensamiento contemporáneo.” Para Canguilhem dicha noción empieza a construirse a partir de Newton, en la física, quien no le llama medio sino éter: aquello que permite la comunicación de las fuerzas y sus efectos por un espacio que, por tanto, no se concibe como vacío. De la física, la noción de medio pasó a la biología y luego a la sociología, la antropología, la historia y a ser, como apuntó Canguilhem, una categoría del pensamiento contemporáneo que supone que no se puede entender a ningún organismo, biológico o social, separado de las fuerzas que lo condicionan: su medio. En arquitectura, la idea de función y la convicción de que el espacio puede tener ciertos efectos sobre el comportamiento de quienes lo ocupan, son unos de tantos efectos de plantear la imposibilidad de entender a un organismo sin entender su medio. Al explicar la noción de medio para Darwin, Canguilhem vuelve a aquellos dos componentes de su teoría de la evolución:
Darwin busca la aparición de formas nuevas en la conjunción de dos mecanismos: un mecanismo de producción de diferencias, que es la variación, y un mecanismo de reducción y crítica de esas diferencias producidas, que es la lucha por la vida y la selección natural.
En 1958, casi cien años después de la publicación de El origen de las especies de Darwin, otro filósofo francés, Gilbert Simondon, publicó una de sus dos tesis de doctorado, titulada Del modo de existencia de los objetos técnicos. Simondon empieza planteando una diferencia entre los objetos técnicos abstractos —el diagrama de un motor, por ejemplo— y los objetos técnicos concretos —la serie de diversos motores posibles que pueden construirse a partir del mismo diagrama. En el paso de lo abstracto a lo concreto, los objetos técnicos se convierten en mecanismos orgánicos cuyas partes se ajustan o adaptan en relación a las funciones del objeto técnico respondiendo a un medio. “El uso, dice Simondon, reúne estructuras y funciones heterogéneas bajo géneros y especies que sacan su significado de la relación entre esas funciones y otra: la del ser humano en acción.” Como los organismos vivos, los objetos técnicos no surgen por generación espontánea sino que evolucionan a partir de otros anteriores. A diferencia de los organismos vivos, en los objetos técnicos se pueden dar híbridos entre especies distintas con mucha facilidad. De hecho, es la forma más común de evolución técnica: un radio se cruza con un proyector de cine y surge una televisión, luego la televisión se cruza con un telégrafo y una máquina de escribir y surge una computadora personal, que combinada con un teléfono cruzado con un radio —el teléfono móvil— produce un teléfono inteligente. A esos procesos Simondon los califica como convergentes, mientras que los objetos técnicos que así se generan resultarán funcionales si son consistentes. Para Simondon, la relación de los objetos técnicos con el medio no es meramente de adaptación sino más compleja: “la adaptación-concretización es un proceso que condiciona el nacimiento de un medio en lugar de ser condicionado por un medio dado; está condicionada por un medio que no existe más que virtualmente antes de la invención.” Por tanto, se puede decir que entre el objeto técnico y su medio se da una relación de coproducción. El que los objetos técnicos tengan una génesis, una evolución y una relación compleja con su medio, implica para Simondon que “un cambio demasiado rápido es contrario al progreso técnico, pues impide la transmisión, bajo la forma de elementos técnicos, de lo que una época ha adquirido a aquella que le sigue.” Para que realmente haya progreso técnico, agrega Simondon, “hace falta que cada época pueda darle a la que le sigue el fruto de su esfuerzo técnico.”
Pensadas desde la arquitectura —asumiendo que de algún modo también produce objetos técnicos—, la variación y la selección se pueden entender de dos maneras. Primero como un proceso “creativo”: la ya muy vista fotografía con la mesa llenas de variaciones a una propuesta o de cientos, acaso miles de diagramas e imágenes producidas mediante la computadora. En muchos de esos casos se trata más de variedad que de variaciones —algo así como una revista musical en vez de una serie de estudios de Bach— y la selección está lejos de ser el mecanismo de reducción y crítica de las diferencias producidas del que habló Canguilhem. Pero hay algo más: sean organismos vivos u objetos técnicos, la evolución es algo que se da en una población o dentro de una serie y en relación a un medio, no puede haber evolución o progreso técnico si sólo se atiende un caso. Esa temporalidad del progreso o la evolución implican, también, como apuntó Simondon, un ritmo o una cadencia: demasiado rápido, el cambio rompe la serie e impide que puedan ofrecerse al futuro los frutos del esfuerzo técnico. La obsesión por lo nuevo, lo inédito, lo original y lo irreplicable, termina en el fondo no por abonar sino por estorbar al progreso o la evolución.
26.12.16
ciudad, herencia y revolución
El filósofo y político veneciano Massimo Cacciari dice que “en el término latino civitas se manifiesta su procedencia a partir del civis, el ciudadano, y los cives, los ciudadanos, forman un conjunto de personas que se reúnen para dar vida a una ciudad.” En cambio, continúa, “en griego la relación es totalmente inversa, porque el término fundamental es polis, y el derivado es polites, el ciudadano.” Según Cacciari, pues, la diferencia es esencial: la ciudad romana es formada por los ciudadanos —y por tanto la segunda diferencia con la urbe—, mientras que la polis griega es la que da forma a sus ciudadanos. El filósofo e historiador francés Jean Pierre Vernant, explica en su libro Los orígenes del pensamiento griego cómo “la aparición de la polis constituye, en la historia del pensamiento griego, un acontecimiento decisivo” en el que “la vida social y las relaciones entre los hombres adquieren una forma nueva.” Por su parte, el filósofo de origen griego Cornelius Castoriadis escribió:
¿Los politai griegos crearon la polis o fue ésta la que creó a los politai? Esta es una pregunta sin sentido, precisamente porque la polis sólo pudo haber sido creada por la acción de seres humanos que, del mismo modo, se transformaban a sí mismos en politai.
Cornelius Castoriadis nació en Constantinopla el 11 de marzo d e1922. A los trece años se interesó en la filosofía marxista y a los quince se unió a la Liga Juvenil del Partido Comunista griego, aunque luego tomó distancia de ese partido. Después de recibirse en la Universidad de Atenas, Castoriadis emigró a Francia a finales de los años cuarenta para quedarse definitivamente en ese país. Entre sus muchos libros, uno de los fundamentales fue La institución imaginaria de la sociedad, en el que desarrolla la idea de que una sociedad, sus leyes, sus instituciones y sus formas fundamentales de organizarse son un producto de la imaginación colectiva, una auto-producción (auto-poiesis) de lo social. Las sociedades tradicionales tienden a imaginar intermediarios entre esas instituciones y ellas mismas, como si fueran impuestas desde fuera —lo que Castoriadis llama sociedades heterónomas— mientras que las sociedades modernas asumen su papel como origen de sus propias instituciones sociales: son autónomas. La autonomía es, para Castoriadis, condición de lo político. En su ensayo Herencia y revolución, Castoriadis dice que por política entiende “la actividad colectiva lúcida y reflexiva que busca la institución misma de la sociedad” —Peter Sloterdijk, comentando a Castoriadis, dirá que se trata de una forma de auto-hipnosis colectiva. La política, explica Castoriadis, “es un momento en la expresión del proyecto de autonomía: no acepta pasiva y ciegamente lo que está ahí, lo que ha sido instituido, sino que lo cuestiona” y agrega que filosofía y política son expresiones inseparables de ese proyecto.
De vuelta al ciudadano, Castoriadis dice que el politai griego o el burgués europeo “no buscan cambiar las instituciones simplemente para demostrar que son capaces de hacerlo,” sino que tratan de hacer posible un estado de las cosas que permita tanto la realización social como la autonomía individual. Eso porque “cada institución social busca perpetuarse,” por lo que asumir el cambio per se no tiene sentido ni viabilidad. Al mismo tiempo, las instituciones deben permitir un grado de alteración. Castoriadis pone como ejemplo el lenguaje: cada día varios cambios anónimos e imposibles de seguir se introducen en las lenguas que hablamos, sin embargo mantienen su estructura básica en su mayor parte, pues de no hacerlo perderían su capacidad de hacer sentido y comunicar.
Lo mismo, hasta cierto punto, se podría decir de la ciudad: no se puede transformar totalmente. Castoriadis dice que la idea de una revolución total, de la creación de un orden social desde cero, es absurda. “En la más radical revolución que podamos imaginar, los elementos de la vida social que permanecen sin alterarse son mucho más numerosos que los que pueden cambiarse: lenguaje, edificios, herramientas, maneras de comportarse o de hacer y, lo más importante, pesadas partes de la estructura sociofísica de los seres humanos.” Para Castoriadis, la revolución no es un asunto individual sino que implica la manera como podamos imaginar lo social a partir de las condiciones existentes y “más allá de las llamadas posibilidades del presente, que al fascinarnos sólo generan repetición, debemos, sin abandonar el juicio, atrevernos a desear el futuro —no cualquier futuro: no un plano, sino lo imprevisible, el despliegue siembre creativo de formaciones en las que podemos participar, trabajando y luchando, a favor o en contra.” Así en la política y así en la ciudad.
25.12.16
la tumba y el cenotafio
¡Espíritu sublime! ¡Genio prodigioso y profundo! ¡Ser divino! ¡Newton! ¡Dígnate aceptar el homenaje de mi débil talento! ¡Ah! Si me atrevo a hacerlo público es porque estoy persuadido de haberme superado en el proyecto del que voy a tratar.
Así empieza Etienne Louise Boullée la presentación en su Arquitectura, ensayo sobre el arte, del monumento fúnebre que le dedicó al físico inglés. nacido en Wolstrop, condado de Lincoln, el día de Navidad del año 1642, escribió Bernard le Bovier de Fontenelle en una biografía publicada en Londres al año siguiente de la muerte de Newton, el 20 de marzo de 1727. Fontenelle dice que Newton fue admitido en el Trinity College de Cambridge en 1660, a los dieciocho años, y que al estudiar matemáticas empleó sus pensamientos muy poco en entender a Euclides, juzgándolo demasiado simple y fácil como para dedicarle demasiado tiempo; lo entendió, agrega Fontenelle, casi antes de haberlo leído. Además de la geometría, la óptica y, por supuesto, la física, a Newton también le interesó la arquitectura. Newton dedicó más tiempo que el que le mereció Euclides a estudiar los libros de Vitruvio y la reconstrucción del Templo de Salomón emprendida por Juan Bautista Villalpando a finales del siglo XVI. Tessa Morrison dice que el interés de Newton por el Templo de Salomón inició a principios de la década de 1680 y se prosiguió a lo largo de toda su vida. También dice que “Newton consideraba de suficiente importancia intentar la reconstrucción del Templo a partir de la Biblia y de fuentes históricas, al mismo tiempo que escribía sus Principia Mathematica. Dedicó una cantidad considerable de tiempo a investigar el diseño del Templo, la longitud del codo hebreo y los rituales del Templo.” Morrison explica que Newton “veía al universo como un criptograma dispuesto por el Creador e intentaba descifrarlo,” y que “el Templo era una parte integral del rompecabezas.” Para Newton sus Principios Matemáticos de Filosofía Natural, su obra fundamental publicada en 1686, eran una pieza fundamental para entender el diseño del Gran Arquitecto, mismo que había sido puesto en operación en la construcción del Templo de Salomón —una obra, dice Alberto Pérez Gómez, “que revelaba el auténtico orden más allá de los caprichosos gustos de los hombres y de cualquier expresión temporal de poder político.” Pérez Gómez también explica que la reconstrucción del Templo emprendida por Newton estaba guiada por “especulaciones místicas y religiosas” y que a diferencia de Villalpando ignoró a Vitruvio en su proyecto, para centrarse en una tradición exclusivamente judeocristiana. Agrega que su reconstrucción “era consistente con la metafísica y la teología que implícitamente sustentan su filosofía natural.”
El Templo de Salomón que Villalpando y Newton, entre muchos otros, intentaron reconstruir a partir de las visiones del profeta Ezequiel, era más que un edificio simbólico: más que el emblema del orden del universo era su manifestación material de acuerdo a los designios mismos del Creador: su diseño. El centotafio que diseñó Boullée para Newton era también más que un edificio. Pérez Gómez, de nuevo, dice que “más que un monumento a los objetivos comunes del arte y de la ciencia, es la enfática imagen de un cosmos jerárquico y perfectamente integrado, de un marco radical de valores compartido por todos.” Pero aunque apuntaba a esa visión trascendental que revelaba el orden último del cosmos, era física y materialmente la imagen de un universo cerrado. En su exaltada descripción, Boullée continuaba:
¡Oh Newton! Si por la amplitud de tu inteligencia y la sublime naturaleza de tu genio, has determinado la forma de la tierra; yo he concebido la idea de envolverte con tu descubrimiento. De alguna manera es como envolverte contigo mismo. ¡Ah! ¡Cómo encontrar fuera de ti nada que pueda dignificarte! De acuerdo con estos puntos de vista, he proyectado caracterizar tu sepultura por medio de la figura de la tierra. La he rodeado con flores y cipreses para rendirte homenaje a la manera de los antiguos.
La retórica de Boullée revela mucho: un hombre, por más vasto y profundo que fuera su genio, se transforma en espíritu sublime que al mismo tiempo se transforma en el mundo entero con el que es envuelto: ¡como envolverte en ti mismo! Más aun: ¿cómo encontrar fuera de ese hombre ahora divinizado algo que pueda dignificarlo? En el cenotafio de Newton realmente no hay más allá. El mundo trascendente en el que aún pensaba y creía el científico inglés —ese que se materializó en el Templo de Salomón— se reduce a una proyección: de día, el interior de la gran esfera que envuelve la imagen de Newton —un cenotafio es una tumba vacía, sin cuerpo— es totalmente oscuro: los límites del espacio físico desaparecen, pero no para apuntar a un más allá sino para hacer que ese más allá se presente aquí y ahora. Boullée escribe:
La luz de tal monumento, que debe ser tan parecida a la de una noche pura, está producida por los astros y las estrellas que decoran la bóveda del cielo. La disposición de los astros es conforme a la que presentan en la naturaleza. Estos astros están figurados y formados por pequeñas aberturas en forma de embudo, practicadas en el exterior de la bóveda y que, viniendo a dar al interior, establecen la figura que les es propia. La luz exterior, al penetrar a través de esas aberturas en el oscuro interior, contornea todos los objetos expresados en la bóveda.
El efecto de esa imagen extraordinaria —como de magia, dice Boullée—, traslada El universo entero a la superficie de la esfera. En el Panteón, la esfera virtual se abre literalmente mediante el óculo en el domo hacia un orden superior, mientras que en las cúpulas de muchas iglesias la luz que viene de afuera simboliza la trascendencia del orden divino. Incluso la decoración pintada, de haberla, disuelve la materialidad de la cúpula para hacer manifiesto un orden sobrenatural. En cambio, en el cenotafio para Newton de Boullée, la materialidad de la bóveda también desaparece pero no para abrirse o para simbolizar un orden sobrenatural, sino para hacer patente el orden natural: el edificio es el cielo —justamente porque es un artilugio mágico. El edificio es, además, el universo, que es el mundo, que es el hombre envuelto en sí mismo porque ya es imposible encontrar fuera de él algo que lo dignifique. Seguramente a Newton, que tanto tiempo dedicó a entender el orden divino del universo a partir de la descripción del orden, también divino, de un edificio también, le hubieran parecido extrañas y quizás inaceptables las implicaciones del diseño de Boullée edificio y mundo se referían finalmente a un hombre, genial sin duda, pero al fin humano, demasiado humano.
24.12.16
arquitectura mexicana moderna
“No creo que exista una arquitectura mexicana característica y diferenciada, pero sí creo que hay una arquitectura mexicana que revela lo que somos y cómo vivimos actualmente.” Eso fue lo que respondió Augusto Álvarez en un cuestionario que realizó la revista Arquitectura México en su número 100, publicado en abril de 1968. Augusto Harold ÁlvarezGarcía nació el 24 de diciembre de 1914, en la ciudad de Mérida, Yucatán. Estudió en la Escuela Nacional de Arquitectura, de la Academia de San Carlos. Entre otros, tuvo como compañeros de generación a Alberto T. Arai, Mauricio Gómez Mayorga, Carlos Lazo y Ramón Marcos. Trabajó en las oficinas de Carlos Contreras y Mauricio M. Campos y recibió su título de arquitecto el 24 de enero de 1940. Durante su carrera profesional trabajó asociándose con Enrique Carral, Juan Sordo Madaleno, Hector Meza, Jose Adolfo Wiechers, Ricardo Flores y Jose Luis Creixell. En su etapa de madurez, su arquitectura de líneas puras y modulada con obsesiva precisión, reflejó la clara influencia del Estilo Internacional.
En el número 100 de la revista Arquitectura México se hicieron las mismas preguntas a otros trece arquitectos, además de Álvarez. A la misma pregunta —¿existe una arquitectura mexicana contemporánea característica y diferenciada?— Enrique Carral, que frecuentemente se asoció con Álvarez en distintos proyectos, y autor, entre otros edificios, del desaparecido Conjunto Manacar, respondió: “en la actualidad todos los países y en particular los que están en pleno desarrollo, están tratando de encontrarse a sí mismos para poder manifestarse. La arquitectura moderna en México —agregó— tiene como característica principal esa inquietud: la búsqueda de sus propias raíces.” A la misma pregunta, Juan Sordo Madaleno, también socio ocasional de Álvarez, dijo: “la arquitectura mexicana, podemos asegurarlo, tiene un claro sentido internacional. Sin embargo, dentro de ese sentido internacional se diferencia.” Mario Pani, categórico, empezó diciendo que “la verdadera arquitectura debe ser la imagen indirecta de un pueblo,” para luego afirmar que, en México, “la arquitectura tendrá más color, será más encerrada; como se vive más hacia adentro y existe un menor sentido de la comunidad, que se expresa en las separaciones de nuestras casas y en las bardas que las encierran.” Trece años mayor que Álvarez y maestro de varias generaciones, incluida la del yucateco, José Villagrán dijo que, “queriendo o no, lo que se hace en México, bueno, mediocre o malo, tiene sello propio,” algo así como darle la vuelta a la pregunta definiendo lo mexicano como una condición casi geopolítica. Juan O’Gorman, nacido en 1905, en vez de responder a cada pregunta, entregó a la revista un largo ensayo en el que, entre otras cosas, decía que la arquitectura profesional en México había seguido “los lineamientos trazados originalmente por los grandes arquitectos europeos” y luego la influencia de los Estados Unidos, pero que “la mayoría del pueblo mexicano, es decir la masa popular o la gente del pueblo, no encuentra expresados en esa arquitectura sus anhelos y en gneral siguen considerando a los edificios modernos como «cajas o cajones» sin belleza.” En 1968, O’Gorman pensaba que la arquitectura moderna se había vuelto ya una nueva academia y que cualquier arquitecto, de cualquier escuela, en cualquier parte del país y para cualquier tipo de edificio, proyectaba “siguiendo los recetarios perfectamente conocidos que no son otra cosa más que aplicaciones del paralelepípedo y del paralelogramo como base de toda forma arquitectónica, logrando alcanzar como objetivo estético el total aburrimiento.” Ricardo Legorreta dijo:
Aunque el desarrollo de los sistemas de comunicación y transporte ha modificado el concepto de arquitectura local haciendo dudar a algunos arquitectos de sus posibilidades y conveniencias, creo que pocos países han tenido circunstancias tan favorables para un movimiento arquitectónico nacional como México en los últimos años. Sin embargo, la mayoría de los arquitectos mexiandos no sólo no la fomentamos, alejándonos de los principios morales, cultuales y profesionales básicos para lograrla, sino que vamos cayendo en el absurdo de pretender que “tipismos”, malas copias de arquitecturas pasadas o conceptos superficiales son la base de una arquitectura mexicana.
Por supuesto la primera persona del plural que usó Legorreta en su respuesta era, tal vez, una muestra de humildad, siendo el más joven de los entrevistados —en el 68 tenía 37 años— al mismo tiempo que estaba terminando el Hotel Camino Real, un ejemplo de nueva arquitectura moderna mexicana. La respuesta de Luis Barragán también es larga y compleja. ¿Existe una arquitectura mexicana contemporánea y diferenciada? No, dice y agrega: “hay obras que se han hecho en México bien diferenciadas de las que existen en todo el mundo” pero que “no pueden considerarse que forman parte de la arquitectura mexicana creando un estilo.” Barragán menciona como un caso de arquitectura que se distingue como mexicana pero, al mismo tiempo, resulta una creación genial y asilada, a la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, de Juan O’Gorman. El segundo arquitecto mexicano en apropiarse de los muros de color —el primero sería el mismo O’Gorman, en las casas de Diego y Frida, por ejemplo— parece ponerle algunos peros a los muros de colores: a los murales de la integración plástica. Según Barragán “no puede lograrse la integración plástica sin religiosidad, de hecho sin un tema religioso.” Y si desconfía del mural también lo hace de su contraparte moderna: el ventanal, que genera espacios inhabitables, aunque entiende que no se trata sólo de un problema de transparencia literal, para usar el término de Collin Rowe: “la vida privada, dice, esta siendo relevada y ya no es cosa de nuestra época. La intimidad de una recámara no existe más con la televisión y el radio: uno está viviendo el exterior todo el tiempo.”
Un año antes de responder al cuestionario de Arquitectura México Augusto Álvarez había escrito: “si vivimos en un mundo en elq ue las distancias se acortan cada vez más, en donde los medios de comunicación son cada día más fáciles, haciendo que las influencias de otros pueblos y culturas se entremezclen, ello permite que los logros de las ciencias, la tecnología y la industria no sean el patrimonio de una sola nación sino que forman un bine común.”
23.12.16
ciudad y urbe
Historiador y sociólogo, Numa Denys Fustel de Coulanges publicó en 1864 su libro La ciudad antigua, en la que buscaba estudiar los orígenes de las instituciones sociales griegas y romanas. Ahí escribió:
Ciudad y urbe (cité y ville) no eran palabras sinónimas entre los antiguos. La ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y de las tribus; la urbe era el lugar de reunión, el domicilio y, sobre todo, el santuario de esta asociación.
Fustel de Coulanges también agrega que no debemos hacernos de las urbes antiguas “la idea que nos sugieren las que vemos erigirse en nuestros días.” Éstas crecen poco a poco, mientras que aquellas “no se formaban por el lento crecimiento de hombres y de construcciones: fundábase la urbe de un solo golpe, totalmente terminada en un día.”
Tres años después de que Foustel de Coulanges publicara La ciudad antigua, Ildefonso Cerdá publicó su Teoría general de la urbanización y aplicación de sus principios y doctrinas a la Reforma y Ensanche de Barcelona. Ildefonso Cerdà i Sunyer nació el 23 de diciembre de 1815. En 1832 empezó a estudiar en Barcelona matemáticas y arquitectura, sin titularse como arquitecto. En 1835 se mudó a Madrid donde estudió en la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, recibiéndose como ingeniero en 1841. Fue además político y se interesó por las ideas de los socialistas utópicos de la primera mitad del siglo XIX. En 1840 se toma la decisión de derribar las murallas que cercaban a la vieja ciudad de Barcelona, cosa que no sucedió sino hasta 1854. Eduardo Aibar y Wiebe E. Bijker escriben que “tan pronto com olas noticias del largamente deseado permiso del gobierno para demoler la muralla se conoció, hubo un regocijo general en la ciudad y las tiendas se vaciaron de palas y picos en una noche. Casi cada ciudadano se apresuró a participar en la demolición, fuera usando herramientas apropiadas o vitoreando a los que de hecho realizaban el trabajo. La muralla era, probablemente, la construcción más odiada de ese tiempo en una ciudad europea.” Cerdá tenía listo un primer plan para el crecimiento de la ciudad desde 1855, pero disputas políticas hicieron que su plan se pospusiera, luego que se pensara en otro alternativo presentado por Antoni Rovira en un concurso, y finalmente, por decreto Real, el plan de Cerdá fue aprobado —impuesto, para algunos— parcialmente: “todas las nuevas construcciones, dicen Aibar y Bijker, deberían obedecer el Plan Cerdá en términos de alineamiento, mientras que en otros asuntos las leyes municipales anteriores seguirían en vigor.”
Ramón Grau dice que “debería ser fácil comprender a Ildefonso Cerdá. Sus acciones públicas concuerdan bastante bien con sus ideas y su pensamiento es de un racionalismo arquetípico.” Lo cita diciendo que “la vida urbana se compone de dos principalísimos elementos que abarcan todas las funciones y todos los actos de esa vida. El hombre está y el hombre se mueve: he ahí todo. No hay, pues, más que estancia y movimiento. Y esos dos elementos tienen en la urbe, como no podían menos de tener, sus dos correspondientes medios o instrumentos para ejercitarse. Todos los actos de verdadera estancia se verifican en las capacidades finitas material o virtualmente ocupadas por la edificación; todos los actos concernientes a la locomoción se realizan en los espacios indefinidos que se llaman vías.” Racionalismo cartesiano de un ingeniero ilustrado del siglo XIX que prefigura las ideas urbanas de Hilberseimer o Le Corbusier. Pero también había en su proceder una reflexión que parte incluso de las palabras y que lo acerca a lo que había escrito Fustel de Coulanges. En la introducción a su Teoría general de la urbanización, Cerdá escribió:
Lo primero que se me ocurrió fue la necesidad de dar un nombre a ese mare magnum de personas, de cosas, de intereses de todo género, de mil elementos diversos, que sin embargo al funcionar, al parecer, cada cual a su manera de un modo independiente, al observarlos detenida y filosóficamente, se nota que están en relaciones constantes unos con otros, ejerciendo unos sobre otros una acción a veces muy directa y que, por consiguiente, vienen a formar una unidad.
¿Cómo llamar a esa unidad? Cerdá sabe que “se le llama ciudad” pero su objetivo “no era expresar esa materialidad” sino “la manera y sistema que siguen esos grupos al formarse y cómo están organizados y funcionan después todos los elementos que los constituyen.” Ciudad y sus derivados: civil o ciudadano, no le servían. Apunta entonces Cerdá que a eso que le interesa los “los latinos designaron más propiamente con el nombre urbs” y que civitas, “palabra que derivada visiblemente de civis, es decir, ciudadano, hubo de tener una significación análoga a la de la palabra población, que es la que nos sirve también para expresar un grupo de edificaciones, aunque más propiamente con relación al vecindario, que a la parte material de las construcciones.” Explica entonces aquello que también menciona Fustel de Coulanges: que la urbe antigua se hacía de golpe. La palabra urbs, dice, “síncope de urbum o arado, designa el instrumento con que marcaban los romanos el recinto que había de ocupar una población, cuando iban a fundarla, lo cual prueba que urbs denota y expresa todo cuanto pudiera comprenderse dentro del espacio circunscrito por el surco perimetral que abrían con el auxilio de los bueyes sagrados. De suerte que cabe decir, sin violencia alguna, que con la abertura del surco urbanizaban el recinto y todo cuanto en él se contuviese; es decir, que la abertura de este surco era una verdadera urbanización, esto es, el acto de convertir en urbs un campo abierto o libre.” Por esas razones filológicas y folosóficas, afirma, adoptó las palabras urbe, urbanizar y urbanización, que le sirve:
no sólo para indicar cualquier acto que tienda a agrupar la edificación y a regularizar su funcionamiento con el grupo ya formado, sino también el conjunto de principios, doctrinas y reglas que deben aplicarse para que la edificación y su agrupamiento, lejos de comprimir, desvirtuar y corromper las facultades físicas, morales e intelectuales del hombre social, sirvan para fomentar su desarrollo y vigor y para acrecentar el bienestar individual cuya suma forma la felicidad pública.
Desde mediados del siglo XIX, si bien basándose en las palabras y las costumbres de los antiguos romanos, así se articula la diferencia entre ciudad y urbe, aunque a veces olvidando la primacía de aquélla sobre ésta.
22.12.16
reconstruyendo la arquitectura
Ada Louise Landman nació el 14 de marzo de 1921. En 1942 se casó con el diseñador industrial Garth Huxtable y unos años después empezó a trabajar como asistente en el Departamento de Arquitectura y Diseño del Museo de Arte Moderno de Nueva York. También trabajó en las revistas Progressive Architecture y Art in America hast aque en 1963 fue la primera crítica de arquitectura en The New York Times. En 1970 fue la primera persona en ganar el Premio Pulitzer a la crítica. En el NYT trabajó hasta 1982 y luego fue escribió en The Wall Street Journal hasta 1997. Huxtable murió el 7 de enero del 2011
El 22 de diciembre de 1983, Hustable publicó un largo texto en The New York Review of Books que, en principio, era la revisión crítica de varios libros que recién habían sido publicados: Architecture Today, de Charles Jencks, el hoy clásico de Kenneth Framptom Modern Architecture: A Critical History, y Modern Architecture since 1900 de William Curtis, entre otros. “¿Cómo la reciente literatura de arquitecto lidia con la transición entre el modernismo y el posmodernismo?,” se pregunta Huxtable al inicio de su texto y agrega: “este momento inusualmente provocador en el que el arte de construir se debate entre la ortodoxia y la revuelta ha producido algunos de los libros y periódicos más espectaculares que la profesión jamás haya visto.” Sin embargo, dice Huxtable, ni los edificios ni los libros lograban “escapar de los callejones sin salida y del encantamiento con la banalidad de la cultura popular o las más dudosas preocupaciones esotéricas de la cultura académica.” En parte, ese momento de indecisión se debía, según diagnosticaba ella en el hoy lejano 1983, a lo embarazoso que resultaba para el crítico “invocar una perspectiva que requiera más de un corto momento de atención.” Cuestionarse sobre el significado y la validez de la arquitectura y los edificios, “arruina la emoción y la diversión.” Veinte años después de haberse iniciado como crítica en el NYT al tiempo que inauguraba esa sección del periódico, Huxtable quizá ya presentía la diferencia entre la época en que describir y contar edificios era una parte fundamental de su labor para mostrar y demostrar sus cualidades, y aquella en la que la imagen callaba más de mil palabras —¡qué decir hoy cuando las imágenes se deslizan veloces bajo nuestros dedos y los likes remplazan cualquier argumento!
Las críticas al modernismo arquitectónico habían empezado mucho antes. A finales de los sesenta Robert Venturi promulgó a la complejidad y la contradicción como valores supremos de la arquitectura —mismos que supuso ausentes en la mayor parte de la arquitectura moderna canónica. Huxtable cita también el libro de Peter Blake Form Follows Fiasco, publicado diez años después del de Venturi. El índice del libro de Blake es contundente al enlistar una serie de fantasías modernas: la función, la planta abierta, la pureza, la tecnología, la ciudad ideal, la movilidad y otras más. El lado positivo de esas revisiones de la modernidad, a la que se sumaban, dice Huxtable, algunos “modernistas arrepentidos y vueltos a nacer,” el más notable o, de menos, notorio de ellos Philip Johnson, fue la evaluación de ese periodo ya no como un movimiento unitario y sin rupturas internas sino, al contrario, un conglomerado de posiciones e ideologías, algunas de las cuales habían sido consciente o inconscientemente dejadas al margen por las historias oficiales. “La arquitectura de los pasados cien años resulta que es más vareada y en buena medida mucho más interesante y compleja que lo que los historiadores oficiales y creadores del gusto han suscrito o permitido.” Con todo, como “desafortunadamente la historia no sólo se repite sino repite sus errores,” el nuevo movimiento tuvo hacia los modernos la misma desconsideración que éstos con sus antecesores: tiraron el agua sucia junto con el niño. Aunque el posmodernismo tenía en el fondo una manga más ancha que el modernismo que rechazaba. Escribió Huxtable:
El posmodernismo simplemente se a convertido en una especie de etiqueta-sombrilla para cualquier cosa que empiece rechazando los principios y las prácticas del modernismo. Más allá de eso, es una licencia para cazar: formas, decoración, significado; sus fuentes están cerca o distantes en el pasado y sus valores, que se alejan de la sociedad y se adentran en gustos y preocupaciones personales, son primordial y casi exclusivamente estéticos.
Tal como lo explicó Huxtable, el posmodernismo no terminó cuando se acabó la moda del neoclásico de tablarroca y otros guiños, sino que, con otras formas, tan estrambóticas pese a que pretendidamente eran neomodernas, continúo haciendo estragos. Probablemente apenas ahora estemos empezando a rechazarlo, empalagados. Lo que Ada Louis Huxtable dice de un par de edificios que Ricardo Bofill había construido en Francia —el Viaducto en Saint-Quentin-en-Yvelines y Les espaces d’Abraxas en Marne-la-Vallée—, que son “diseños realmente novedosos y dramáticos, pero perturbadores,” sueños no tan inocentes de una grandiosidad imposible, como la imaginó Morris Lapidus, pero donde “la fantasía ingenua se había transformado en manipulación consciente y conocedora” llevada a “una escala monstruosa,” se podría decir de buena parte de los ejercicios post-postmodernos de los starchitects más renombrados. Una imagen del pop-siniestra, dice Huxtable, en la que “con calma, confianza y excesivo derroche se destruyen el significado y el estilo de la arquitectura.”
Huxtable terminaba diciendo que no se trataba de un problema de modernismos contra posmodernismos, sino de edificios insignia que no eran suficientemente buenos. “Cuando los arquitectos tienen éxito creando lugares mediante el control estético de la realidad física y estructural, dice, cuando usan su arte para proveer «innumerables oportunidades para la participación humana» y darnos la sensación de dignidad y valor, se alcanzan momentos trascendentes y civilizatorios.” Ese problema data desde el inicio de la arquitectura, agrega, y de ahí la necesidad, seguramente, de reconstruir, no en 1983 ni hoy sino constantemente, la arquitectura.
21.12.16
Arte, autos, azar y accidentes
El accidente es la sorpresa, dice Paul Virilio, “lo que sucede sin pensarlo, lo que llega. Es la revelación de algo que está en espera en cada sustancia; la invención indirecta de la ciencia y las tecnociencias. Inventar el barco es inventar el naufragio; inventar el avión es inventar el que se estrelle; el tren es la catástrofe ferroviaria. El progreso científico y técnico hace progresar el accidente. La innovación es inseparable de la negatividad.” El accidente es el destino y el accidente seduce —la seducción es el destino, decía Jean Baudrillard.
“La ciencia y la tecnología se multiplican a nuestro alrededor. Cada vez más son ellas las que nos dictan el lenguaje en que pensamos y hablamos. Utilizamos ese lenguaje o enmudecemos.” Eso lo escribió J.G.Ballard en la introducción a su novela Crash, la historia de personas que se excitan sexualmente al presenciar o estar involucrados en choques de automóviles. “Crash por supuesto no trata de una catástrofe imaginaria —agrega Ballard—, por muy próxima que pueda parecer, sino de un cataclismo pandémico institucionalizado en todas las sociedades industriales y que provoca cada años miles de muertos y millones de heridos.”
John Chamberlain nació el 16 de abril de 1927 en Rochester, Indiana. Creció en Chicago, donde estudió en el Art Institute y luego en el Black Mountain College. Chamberlain murió el 21 de diciembre del 2011 en Manhattan. Una semana después, el diario inglés The Guardian publicó su obituario:
Estrellándose en su estudio una noche de 1962, más que un poco borracho, John Chamberlain miró una pieza de metal comprimido que había sido parte del cuerpo de un automóvil y que constituía una des us potenciales obras maestras escultóricas. Colgaba del muro, recalcitrante a someterse a sus expectativas. Chamberlain tomó un marro y se lanzó sobre la escultura. El martillo aplastó el metal y se hundió tan profundamente que sólo unas tres pulgadas del mango sobresalían. “Todas las piezas hicieron clink, clink, clink,” contó después Chamberlain. la obra maestra se había terminado y Chamberlain la bautizó Dolores James y hoy es parte de la colección del Museo Guggenheim en la Quinta Avenida de Nueva York.
El ataque a martillazos de Chamberlain a su futura escultura, ¿qué tan distinto es al mítico martillazo con que según la leyenda Miguel Ángel terminó su Moisés exigiéndole que hablara, tan perfecto que le parecía? ¿O qué tan distinto es al golpe de azar que estrelló el Gran Vidrio de Duchamp y con el que éste lo dio por terminado? En 1965 Donald Judd escribió sobre el trabajo de Chamberlain que “una de las principales polaridades en su trabajo temprano se da entre la apariencia gastada y accidental y la muy desarrollada composición.” Para Judd, que dedicó un lugar especial a la obra de Chamberlain entre los que acondicionó en Marfa, Texas, hay dos caras en la apariencia accidental de su trabajo: “parece neutral, no tanto desorden como la ausencia de orden” y, por otro lado, “parece desorden, específicamente accidental y debido al azar.” Judd explica que así se establece una nueva condición en la que “el orden no es ya sólo racional y el azar no es simplemente todo lo que resta.” Judd agrega:
La composición de las esculturas de Chamberlain es bastante tradicional. Comúnmente se le compara con estructuras barrocas. Es el arte culto dentro del contexto de lo accidental y lo neutro. Resulta nuevo e importante que la composición es difícil de ver, que está dominada por el contexto y que está yuxtapuesta a la ausencia de orden. No es notable que la alusión a un orden racional se yuxtaponga a la representación del accidente. Eso es lo esencial del expresionismo.
El accidente en la obra de Chamberlain no es el del auto estrellándose —de hecho, el material de sus piezas no proviene de accidentes automovilísticos. Adrain Kohn cita a Irving Sandler, quien escribió que las piezas de Chamberlain “podrían ser inteligentes y punzantes monumentos conmemorando accidentes en las autopistas, la trágica evidencia de la poca habilidad del hombre para lidiar con la máquina. Sin embargo, las imágenes sugeridas por los restos industriales son tan poco importantes como las asociaciones geológicas evocadas por el mármol de las estatuas clásicas griegas.” Al propio Chamberlain le molestaba que sus críticos y el público no udieran librarse del “síndrome del auto accidentado.” El accidente en Chamberlain se da, más bien, como Judd anotó, en la tensión entre el orden compositivo racional y lo que éste no explica pero no se queda necesariamente fuera. Es una idea positiva del accidente, como explica Virilio: “pues revela algo importante que de otra manera no podríamos ser capaces de percibir. En ese sentido, es un milagro profano.”
20.12.16
diálogo y participación
En el libro Open Source Architecture, editado por Carlo Ratti y la participación de más de una docena de editores adjuntos, se lee que “la palabra «participación» es claramente una poderosa herramienta de venta” pero que “esencialmente, la retórica de la participación es útil mientras la participación misma no lo es tanto, diluyéndose hasta lo irrelevante y disolviéndose en la misma vieja política de arriba a abajo.” Hacia el final del libro se plantea la posibilidad —y la necesidad— de un arquitecto coral, uno que entiende que “la arquitectura se propaga y evoluciona en base a tipologías, información compartida y experimentación sutil,” y que “en colaboración con los habitantes” tiene “la oportunidad de participar en la evolución de un entorno construido autónomo mediante la creación de marcos dentro de los cuales los usuarios pueden diseñar.” Por supuesto que para eso hay que entender, como explica el filósofo japonés Kojin Karatani, que la arquitectura es “una forma de comunicación condicionada a darse sin reglas comunes: es comunicación con otro que, por definición, no sigue el mismo sistema de reglas.”
Nacido el 20 de diciembre de 1917 en Wilkes-Barre, Pensilvania, David Bohm fue un físico teórico que hizo importantes aportaciones tanto a la mecánica cuántica como a la teoría de la relatividad. También se interesó por otros temas, más metafísicos que físicos, como la creatividad —“algo imposible de definir con palabras,” decía. También dijo que “artistas, compositores, arquitectos y científicos, todos sienten la necesidad fundamental de descubrir y crear algo nuevo que sea completo y total, armónico y bello.” Pero para Bohm, la creatividad no era simplemente un talento especial —“eso que normalmente se llama genio”—, pues muchas personas talentosas no son realmente creativas, sino una manera de alcanzar la originalidad en lo que se hace o se piensa que exige “que la persona no tenga la inclinación a imponer sus preconcepciones en los hechos que observa. Más bien, debe ser capaz de aprender algo nuevo, incluso si eso implica que las ideas y nociones con las que se siente a gusto son puestas de cabeza.”
La capacidad creativa se puede llevar más allá del terreno individual y pensar de una manera colectiva. Para Bohm, la manera de llegar a esa creatividad colectiva pasaba necesariamente por el diálogo, “una forma de participación común.” En el diálogo, la comunicación se da en dos planos complementarios: haciendo comunes ciertas ideas y haciendo algo en común. El diálogo exige, según Bohm, “que seamos capaces de comunicarnos libremente en un movimiento creativo en el cual ninguno sostiene permanentemente o defiende sus propias ideas” Bohm contrasta el diálogo con la discusión. La segunda “es casi como un juego de ping-pong donde la gente lanza ideas de un lado a otro con el objeto de ganar puntos para uno mismo.” Así como, usualmente, al final de la partida de ping-pong las pelotas siguen siendo lo que eran antes de que iniciara, al final de una discusión las ideas siguen sin cambiar, sin transformarse. El diálogo más bien es un flujo: nada permanece sin cambiar tras un diálogo auténtico: ni los participantes ni las ideas que ahí se producen: “el diálogo apunta realmente al proceso de pensamiento entero y a cambiar la manera como el proceso ocurre de manera colectiva.”
Para Bohm el diálogo se da en condiciones muy específicas. “Se empieza un diálogo hablando sobre el diálogo.” En principio, “el diálogo funciona sin ningún líder y sin ningún plan.” Bohm incluso limita el número de participantes —cuarenta máximo— y su organización espacial: sentados en círculo, sin jerarquías, favoreciendo la comunicación directa. Bohm agrega:
En el diálogo no vamos a decidir qué hacer acerca de cualquier cosa. Eso es crucial. De otro modo no seríamos libres. Debemos tener un espacio vacío en el que no estemos obligados a hacer nada, ni a llegar a ninguna conclusión, ni a decir o hacer algo en particular. Es abierto y libre. Es un espacio vacío.
El espacio vacío podría tenerse por la forma ideal del ágora y el diálogo como el principio de lo que Hannah Arendt llamó acción: la base de la política que no tiene una finalidad predeterminada sino cuyos objetivos y resultados se determinan en su misma práctica. “El objetivo del diálogo —explica Bohn— no es analizar cosas ni ganar un argumento o intercambiar opiniones. Más bien se trata de suspender nuestras opiniones y observarlas.” Y si un requisito para la creatividad es olvidarse de las propias opiniones, el diálogo es entonces una manera de fomentar la creatividad colectiva. ¿Qué papel tiene el diálogo y la participación en la arquitectura si, como dice Karatani, se trata de una forma de comunicación condicionada a darse sin reglas comunes: es comunicación con otro que, por definición, no sigue el mismo sistema de reglas? En su libro, Carlo Ratti et al, hablan de un arquitecto que no será anónimo sino plural y composicional, de la autoría que no desaparece sino que se contextualiza al tejerse en un tejido de relaciones, y de un nuevo arquitecto, de nuevo coral, cuya responsabilidad está menos orientada hacia objetos-edificios que hacia orquestar procesos. Habrá que dialogarlo.
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