30.12.16

viajeros y turistas


Mi abuelo solía decir: la vida es increíblemente breve. Ahora, al recordarla, me aparece tan condensada que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir cabalgando hasta el pueblo más cercano, sin temer —y descontando por supuesto la mala suerte— que aun el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para comenzar semejante viaje.Franz Kafka, La aldea más cercana, 1917
Viajar no es hacer turismo; un turista no es un viajero. Es una diferencia que planteó Paul Bowles, que algo habrá sabido de viajes. Nació el 30 de diciembre en Queens, estudió música en Virginia y Nueva York y a los 20 años vivía en París. Viajó a Túnez, a Marruecos y a Argelia antes de regresar a Nueva York. En 1947 se fue a vivir a Tánger, donde escribió su novela El cielo protector. Port, el protagonista —interpretado por John Malkovich en la versión fílmica de Bertolucci—, no se consideraba turista, sino un viajero. La diferencia residía en el tiempo: “mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Si la diferencia está en el tiempo y el tiempo, lo sabemos, es dinero, la diferencia entre el viajero y el turista es, pues, económica. Hay en esta distinción una mezcla de romanticismo y de autosuficiencia aristocrática muy cercana a la ética –y la estética– del esfuerzo, la profundidad, el interior y la autenticidad –opuestos a la facilidad, la superficialidad, la exterioridad y la falsedad– que caracterizan la retórica de la individualidad en el pensamiento moderno, de Descartes a Heidegger. El viajero tiene la posibilidad —léase los medios— para detenerse, explorar a fondo y conseguir una experiencia auténtica de los otros y de sí mismo. El turista, en cambio, sólo va de paso, el corto tiempo que sus vacaciones pagadas le permiten, confirmando con prisa que lo visto en el folleto de la agencia de viajes está realmente ahí, afuera. En consecuencia la diferencia real entre uno y otro no sólo es crono-económica sino, aún más, epistemológica: el viajero conoce, el turista reconoce.

Dentro de esa visión la experiencia del turista es una que casi no alcanza a serlo. En su ensayo de 1933 Experiencia y pobreza, Walter Benjamin dice que, antes, “sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes”. El abuelo del breve texto de Kafka que no entendía cómo un joven podía atreverse a intentar ir a la aldea más cercana pensaba seguramente así. Preferible escuchar de los viejos las experiencias que sus propios abuelos les habían contado que arriesgarse a lo desconocido. Pero, decía Benjamin, las cosas han cambiado: “la cotización de la experiencia está a la baja.” Decaída, o quizá mutada, hoy la idea de la experiencia es la opuesta: no es algo que pueda transmitirse de una persona a otra, de una generación a la siguiente, sino que, como los documentos de identidad, es personal e intransferible. Se trata de otra herencia cartesiana: la duda metódica de cualquier conocimiento que no haya sido validado por cada quien tiene como consecuencia que la experiencia de pensar garantice nuestro existir, donde experiencia no debe leerse como saber acumulado —eso es precisamente lo que se ataca—, sino puesto a prueba. La experiencia, en tanto conocimiento, se convierte en un viaje: al interior de las cosas y al interior de uno mismo. Por eso el turista, que se desplaza superficialmente y es incapaz de profundizar, no tiene acceso real a la experiencia.

Muchas veces me he preguntado lo que la gente quiere decir cuando habla de una experiencia. Soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas como son. Veo con claridad todo aquello de lo que hablan: a fin de cuentas no soy ciego. Veo la luna sobre el desierto de Tamaulipas; tal vez sea distinta a otras ocasiones, pero sigue siendo una masa calculable girando alrededor de nuestro planeta, un ejemplo de la gravedad, interesante, ¿pero en qué sentido se trataría de una experiencia?

Eso lo dice Walter Faber, ingeniero, protagonista de la novela de Max Frisch Homo Faber, y lo cita Hans Magnus Enzensberger en su Teoría del turismo, publicada en 1958. ¿Qué es una experiencia auténtica, ésa a la que el viajero tiene acceso y que le está negada al turista? Enzensberger también cita a Gerhard Nebel, para quien el turismo era “uno de los grandes movimientos nihilistas, una de las grandes epidemias de occidente.” Para Enzensberger la crítica de Nebel al turismo, “intelectualmente está basada en una falta de autoconciencia que bordea la idiotez; moralmente está basada en la arrogancia”. Enzensberger apunta que constituye, junto con los argumentos que articulan la diferencia entre el viajero y el turista “una reacción a la amenaza contra las posiciones privilegiadas”. El viajero odia ver su exclusivo coto invadido por las masas. Por eso devalúa y niega la experiencia del otro: podrán estar aquí, pero realmente no ven nada, no saben nada, no conocen nada. Pero, ¿y si en el fondo todos somos turistas?

El turismo es algo de lo que es difícil decir –afirma Enzensberger– si lo hemos creado o nos ha creado a nosotros. Turista es quizá otro nombre de eso en que poco a poco nos hemos convertido: paseantes, flâneurs, hombres de la multitud. El turismo tal vez sea sinónimo de la nueva barbarie que Benjamin definía, positivamente, como la necesidad de comenzar siempre de nuevo, pasándola con poco, construyendo desde poquísimo. El turista no va a Venecia con Goethe, Ruskin o Mann en la cabeza, ni siquiera con la guía Baedeker en la maleta. Con suerte recuerda alguna escena de la última película de 007. Debe moverse rápido y por tanto viaja ligero. En su libro Los Bárbaros, ensayo sobre la mutación, Alessandro Baricco da como características de éstos la simplificación, la superficialidad y la velocidad, y “la sorprendente idea de que algo, cualquier cosa, tiene sentido e importancia únicamente si consigue enmarcarse en una secuencia más amplia de experiencias”. Los bárbaros ahora llegan —de todas partes, dice Baricco— armados con cámaras digitales y su guía del viajero se construye post factum en sus cuentas de FaceBook o Instagram. El turista combina una situación paradójica: comparte la característica de la condición contemporánea de no sentirse en casa en ninguna parte, pero a diferencia de lo que decía Bowles del viajero —que no pertenece más a un lugar que al siguiente y por tanto se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra—, dicho desarraigo lo empuja a volver a toda prisa a su no-casa. ¿Para qué quedarse en un sitio por más tiempo si todos son iguales?


Tal vez, en el fondo, la arquitectura tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos acostumbrados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits.

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