13.2.17


El 20 de enero de 1900, unas semanas antes de cumplir 81 años, John Ruskin murió a causa de la influenza. Cinco días después, de acuerdo a sus deseos, fue enterrado en el atrio de la iglesia del pequeño pueblo de Coniston. Algunas semanas más tarde, el 13 de febrero de 1900, Marcel Proust publicó su primera crónica en el periódico Le Figaro, titulada Pèlerinages Ruskiniens en France. Proust inicia su texto proponiendo una alternativa a lo que harían miles de fieles visitando la tumba de Ruskin en Coniston: peregrinar por los lugares que guardan su alma, y advirtiendo que no sería necesario ir tras las piedras de Venecia, sino que, para un francés, había opciones más cercanas, y cita al mismo Ruskin: “durante toda mi vida, mi pensamiento giró al rededor de tres centros: Rouen, Ginebra y Pisa. Todo lo que hice en Venecia fue un trabajo accesorio, emprendido porque su historia estaba por escribir.” Ruskin agrega que de aquellas tres primeras ciudades vino todo lo que hizo después.

En The Stones of Venice, publicado entre 1851 y 1853, Ruskin buscó mostrar lo que es la buena arquitectura a partir de analizar distintos edificios de una ciudad en particular, asumiendo que de ellos sabría deducir leyes universales que “pudieran aplicarse fácilmente a todas las posibles invenciones arquitectónicas de la mente humana.” Ruskin pensaba que “todo hombre tiene, en algún momento de su vida, un interés personal en la arquitectura: tiene influencia en el diseño de algún edificio público o tiene que comprar, construir o transformar su propia casa.” Por otro lado, asumía que “de los edificios, como de los hombres, esperamos dos tipos de bondad: primero cumplir bien con su deber práctico y luego ser graciosos y agradar al hacerlo, que es otro tipo de deber.” El deber práctico se divide a su vez en dos: actuar y hablar: “actuar, como defendernos de la intemperie o la violencia; hablar, como el deber de los monumentos o las tumbas de registrar los hechos y expresar los sentimientos.” Por tanto, resumía Ruskin, existen “tres grandes ramas de la virtud arquitectónica que requerimos en cualquier edificio: que actúe bien y haga las cosas que se supone debe hacer de la mejor manera; que hable bien y diga las cosas que esperamos que diga con las mejores palabras y que se vea bien y nos plazca con su presencia, sea lo que sea lo que debe hacer o decir. En otros términos, dice, esas virtudes son el desempeño (performance) de su trabajo común y necesario, la expresión del edificio y la conformidad con el canon universal y divino. La expresión del edificio es incidental, su desempeño y su aspecto obedecen, según Ruskin, a leyes que no admiten ninguna ambigüedad. 

Las piedras de Venecia fue una obra exitosa. Muchos viajaron a aquella ciudad siguiendo los pasos y las descripciones de Ruskin. Incluyendo Proust, que en su texto de Le Figaro afirma que esa era una rara virtud que Ruskin poseía: cuántos escritores pueden provocar el deseo de querer ir a Venecia tanto como a Rouen, Beauvais, Dijon o Chartres, dice Proust, que también menciona otro libro de Ruskin, La Biblia de Amiens, publicado en 1885 y de cuya traducción al francés, de 1904, Proust escribió el prólogo. En él, tras citar un párrafo entero en el que Ruskin hace la descripción de una figura, de unos cuantos centímetros, esculpida entre otros cientos en la portada de la Catedral de Rouen, Proust habla, de nuevo, del deseo de ver aquello de lo que Ruskin escribió y cuenta la dificultad de encontrar la figurita, de unos diez centímetros de altura, cuando visitó la iglesia. Asombrado de que Ruskin hubiera sido capaz de dedicarle varios días de su vida a dibujar y describir una pequeña escultura entre cientos o miles de la portada de una iglesia entre tantas de una ciudad entre otras más, al ver él mismo aquella obra, Proust pensó que “nada muere de lo que ha vivido; ni el pensamiento del escultor ni el pensamiento de Ruskin.”


De los sueños Wittgenstein sugirió que los soñamos tres veces: la primera mientras dormimos, la segunda al recordarlos cuando despertamos, la tercera cuando los contamos. No hay una correspondencia necesaria u obligada entre ellas. De la arquitectura se podría decir algo parecido: la podemos vivir de tres maneras: al visitarla, al leer la manera como alguien más nos la cuenta y hacer que nuestro recuerdo y el ajeno se confronten.

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