6.11.07
de símbolos y señales
Arriba, los amuletos de crucero en la ciudad de México; abajo, crucero en Tokio
A veces hay que dedicar esta columna a pequeñeces –a cosas acaso sin gran importancia vistas de manera individual, suelta, pero que en conjunto pavimentan el camino hacia una posible gran arquitectura o, en su caso, lo que no es menos, hacia una simple vida civilizada en la ciudad. A veces hay que hablar, digamos, de los incomprensibles círculos de diámetros variables, pintados en rojo y como decorados con estoperoles que alguno en la Secretaría de Transporte y Vialidad capitalina ha hecho aparecer en cuanto crucero peligroso ha podido. Los círculos, como modestos sucesores del neolítico de Stonehenge –aunque no muy distantes en espíritu, ya veremos–, advierten a conductores y peatones del riesgo que corre su vida al cruzar esas calles. Mínimos mandalas, el plan que implican no se revela a cualquiera a simple vista; los legos sólo sabemos que algún iluminado de escritorio sabe del peligro que acecha sobre nosotros y nos envía, gentil, un mensaje al respecto –menos difícil de entender y menos complejo geométricamente que aquellos otros círculos misteriosamente aparecidos en los campos de trigo ingleses, no dejan, sin embargo, de ser enigmáticos.
Un amigo me hacía notar la diferencia entre los mapas a la salida de las estaciones del metro de esta ciudad y los que se encuentran en otras, París, por ejemplo. Los franceses son planos detallados del barrio; no sólo se muestran las calles sino también los edificios –planos catastrales, de hecho– indicando aquellos públicos o de interés: museos, escuelas, hospitales, etc. Cada salida de la estación está dibujada en el lugar en que se encuentra y marcada con un número. En la estación las salidas se anuncian con su número correspondiente y las calles a las que salen. Al salir, lo más probable es que usted encuentre otro plano general del barrio o de la ciudad. Los planos de estación en la ciudad de México son, por decirlo decentemente, menos específicos: con la misma o menor información que lo que dice la Guía Roji en cien veces menos superficie, la estación y sus salidas se reducen a una simbólica flecha subtitulada usted está aquí.
El problema con los círculos rojos de los cruceros es similar: no dicen nada, sólo indican de manera simbólica –por si a alguno lo ignorase– que ahí hay peligro. Algún alto funcionario del gobierno capitalino podría –además de admirar las playas artificiales o las pistas de hielo decembrinas de otras ciudades– poner atención en sus viajes o, incluso los mandos medios podrían hacer el ejercicio de estudiar en Google Earth qué se hace con un crucero peligroso. Como con los mapas del metro parisino, las líneas pintadas en el suelo en Londres o en Tokio, no son admoniciones simbólicas sino sistemas informativos que delimitan acciones y sus zonas respectivas: qué carriles son para dar vuelta, dónde hay que hacer alto total, dónde hay paso peatonal y cuáles son áreas neutrales que organizan el tráfico de autos y personas. Dicho de otro modo –quizás más comprensible para un burócrata– esas señales pretenden solucionar los problemas, no sólo indicarlos.
No tengo aquí el espacio, ni los elementos y mucho menos las capacidades de intentar, a partir de lo antes mencionado, una sicología del mexicano –descreo incluso de la posibilidad y de la utilidad de tal afán. Pero pienso que esos dos casos –los círculos rojos y los mapas del metro– apuntan sesgadamente a una manera de entender la realidad y los modos de operar en ella propia de los mexicanos. Cuando se dice que somos guadalupanos más que en referencia a un credo particular es en relación a una creencia en lo simbólico y sus poderes con efectos en muchos ámbitos, incluyendo el político –nuestra confianza en el presidencialismo, en los caudillos mesiánicos, en la posibilidad de mejorar el tránsito entero en la ciudad con un paso a desnivel de seis kilómetros. Ese simbolismo es patente hasta en nuestro humor. Véase la ausencia en la televisión mexicana de comedias de situación como las gringas, frente al exceso de programas donde el mismo chiste de doble sentido codificado –el albur– se repite, indiferente del contexto, una y otra vez. Acaso sea mi débil sentido de pertenencia e identidad, o mi escepticismo e incredulidad ante las potencias de otros mundos, pero a mi esos amuletos rojos con cuentas plateadas recién dibujados en las calles del DF me parecen poco menos que inservibles.
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