21.7.08

las ciudades de la arquitectura

En la introducción a su clásico La arquitectura de la ciudad (1966), Aldo Rossi escribía que la arquitectura, “en su proceso de constituirse y afirmarse como disciplina, se identifica con la ciudad y no puede afirmarse sin la ciudad.” A la ciudad la entendía Rossi en su libro –como aclaraba desde la primera frase– como una arquitectura y a la arquitectura como una construcción. La ciudad, pues, en tanto arquitectura, es –en términos de Rossi– una construcción en el tiempo.
En su prólogo a la edición castellana de dicho libro, Salvador Tarragó Cid escribe que, tradicionalmente, “las voces latinas urbis y civitas han sintetizado admirablemente la doble dimensión esencial de los hechos urbanos, esto es, su dimensión física y construida, y su dimensión política y social.” Los hechos urbanos –a partir de los cuales se podría intentar una paráfrasis seudowittgensteniana: la ciudad es la totalidad de los hechos urbanos, no de las cosas– son fenómenos complejos –difíciles de definir, dice Rossi–, como un palacio, una calle o un barrio, pero con una naturaleza doble: son condicionados y condicionantes. En esto Rossi sigue y cita a Lewis Mumford en La cultura de las ciudades (1938): “el pensamiento cobra forma en la ciudad y, a su vez, las formas urbanas condicionan al pensamiento.” Se trata, de nuevo, de la doble dimensión esencial de los hechos urbanos: urbis y civitas.
Aunque aquí, quizás, cabe otra referencia: La ciudad antigua, del historiador francés Fustel de Coulanges, publicado poco más de un siglo antes que el libro de Rossi. Al inicio del capítulo cuarto –la ville– del libro tercero –la cité– aclara que “ciudad y urbe no eran palabras sinónimas entre los antiguos.” Para ellos la ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y las tribus, mientras la urbe era el sitio de reunión, el domicilio de dicha asociación. En esa diferencia entre ciudad y urbe entra la relación de aquella con el tiempo, tan importante para Rossi. Según Fustel de Coulanges no hay que imaginar que la urbe antigua se construía como las actuales –de 1864– por la acumulación progresiva de casas y gentes. “Se fundaba una urbe –dice– de un solo golpe, completa en un día.” Pero la urbe se fundaba una vez constituida la ciudad –el acuerdo común, “la obra más difícil y comúnmente la más tardada.” La urbe es “el santuario de ese culto común” que es la ciudad.
Veamos de nuevo: los hechos urbanos –es decir, la ciudad en tanto arquitectura: la urbe– son condicionados y condicionantes. Condicionados por la ciudad –la ciudad como asociación, como eso que antecede y prepara la arquitectura– y condicionantes de que la ciudad pueda repetirse –repetirse no sólo como lo mismo, sino difiriendo de sí misma. La arquitectura de la ciudad no es –sólo– la que hace a la ciudad sino –sobre todo– la que la ciudad hace. No hay arquitectura sin ciudad.
¿Cuál es, entonces, la ciudad de la arquitectura hoy? La pregunta no puede responderse sin cierta mezcla de nostalgia e ironía. Si París fue la capital del siglo diecinueve se debió –como explicó Walter Benjamin– a la invención de nuevos hechos urbanos, para usar el concepto rossiano: sus pasajes, sus grandes almacenes, sus bulevares, por ejemplo. Hechos condicionados –por el surgimiento y desarrollo de la construcción con vidrio y acero, por la transformación de la producción textil, por el surgimiento de la Comuna de París y su uso de las barricadas, respectivamente– y condicionantes –de nuevos personajes y usos urbanos o, más aún, de nuevas ciudadanías: el burgués y su invención del interior o el flâneur y su transformación del exterior en un interior. París, la urbe del apogeo de la modernidad, es consecuencia de París –la ciudad que se transforma a sí misma entre la Revolución y el Segundo Imperio– y causa de París –la ciudad reinventada de Baudelaire a Benjamin, si no cuna al menos cobijo de cubistas, dadaístas y surrealistas, del jazz y del ballet ruso, de Josephine Baker y Adolf Loos, de Gertrude Stein, Ernest Hemingway o Henry Miller. Y si Nueva York vino después al relevo como capital de parte del siglo veinte, sería –como afirmó Marshal Berman en su Todo lo sólido se desvanece en el aire– porque “la ciudad se había convertido no sólo en un teatro, sino en una producción, en una presentación en diversos medios cuyo público era el mundo entero.” Las consecuencias prácticas de la urbe de hierro fueron redimidas para la teoría en el ahora clásico manifiesto retroactivo de Rem Koolhaas Delirious New York. La cultura de la congestión, la grandura –por traducir así bigness–y la lobotomía que desconecta –contra la ortodoxia del movimiento moderno europeo de los años veinte– la apariencia del uso, fueron hechos urbanos condicionados por la inmigración y la mezcla de concentración de riqueza y depresión económica y condicionantes de una nueva versión metropolitana de la diversidad social y cultural.
¿Qué ciudad sigue tras París y NuevaYork? Desde los años ochenta del siglo pasado pudo ser Londres la ciudad de la arquitectura. Fue uno de los lugares donde se inició el debate posmoderno. Desde ahí Leon Krier, Terry Farrel, Quinlan Terry, un tardío James Stirling y, por supuesto, el californiano avecinado en la isla británica y gurú del posmodernismo arquitectónico Charles Jencks —contando además con el real patrocinio del Príncipe Carlos– lanzaron su respuesta de tonos seudoclásicos o vernáculos a un modernismo estereotipado que ya había sido puesto en crisis por el Team Ten, entre quienes estaban los también ingleses Alison y Peter Smithson. También Londres fue caldo de cultivo privilegiado de la arquitectura high-tech: el Team 4 formado por Richard Rogers –primo del triestino Ernesto Nathan Rogers, nacido en Florencia pero educado en la Architectural Association– , y Norman Foster y sus respectivas esposas Sue Rogers y Wendy Cheesman, Will Alsop o Nicholas Grimshaw, construyeron en versiones que –como alguna vez comento Luis Fernández Galiano– tenían con la tecnología cotidiana la misma relación que la alta costura con la moda convencional lo que un par de décadas antes habían imaginado, quizá con mayor soltura y cierta ironía con tintes pop, los también egresados de la londinense AA Peter Cook, Ron Herron, Dennis Crompton, Warren Chalk, Michael Webb y David Greene, mejor conocidos, probablemente, con el nombre del panfleto que publicaron por primera vez en 1961: Archigram.
Además del post y del neo o tardo modernismo –como algunos calificaron a la arquitectura de alta tecnología–, Londres también fue cuna compartida –junto con Nueva York y la exposición del MOMA curada por Mark Wigley y Philip Johnson– de la deconstrucción, complejo y confuso movimiento que tomaba muy poco de las estrategias conceptuales de la escuela filosófica del mismo nombre –según explicaba en la introducción al catálogo del MOMA Wigley, probablemente el mejor lector de Jacques Derrida entre arquitectos– y algo más de las formas del constructivismo ruso de los años veinte que la Glasnost de Gorvachov había hecho de nuevo accesible. El holandés errante Rem Koolhas, el suizo-francés Bernard Tschumi, el polaco Daniel Libeskind y la iraquí Zaha Hadid fueron parte de esa nueva vanguardia –completada por Peter Eisenman, Frank Gehry y los austriacos Swiczinsky y Prix de Coop-himmelb(l)au. Koolhas y Hadid estudiaron y los cuatro dieron clases, de nuevo, en la Architectural Association lidereada por el canadiense Alvin Boyarsky de 1972 a su muerte en 1990. Además de los ya mencionados, entre las filas de alumnos o profesores de la AA se cuentan a Ben van Berkel, David Chipperfield, Robin Evans, Kenneth Frampton, Nasrine Seraji, John Pawson, Cedric Price, Louisa Hutton, Alejandro Zaera Polo y Farshid Moussavi, Wil Arets y un largo etcétera. Las más recientes tendencias arquitectónicas por el mapeo, los diagramas, el branding, la arquitectura de formas complejas e indefinidas, el landscape urbanism, entre otras, tienen si no su origen al menos un sitio privilegiado en dicha escuela y en esa ciudad. A la efervescencia teórico-académica se le suma una amplia variedad de exhibiciones, conferencias y encuentros –en un solo día el sitio web londonarchitecturediary.com registra más de veinte posibles– y una transformación que involucra a la urbe por entero.
Pero tal vez estamos aún demasiado cerca para juzgar si esta vitalidad evidente ha producido ya nuevos hechos urbanos de la talla de los bulevares, los pasajes o el rascacielos, y mucho menos para saber si se trata de una respuesta a cambios sociales profundos –de la ciudad, pues. También es difícil discernir si supuestas mutaciones de las condiciones pueden aún localizarse en un punto como en su tiempo fueron París o Nueva York. En Las Vegas o en Dubai, en los cientos de nuevas ciudades en Asia y en especial en China, en Los Ángeles o Bombay, en Laos, Sao Paulo o México, pueden reconocerse cambios radicales que apuntan a nuevas formas de ciudad en tanto organización social: la era de la multitud ya se presta a una incierta gramática que anuncia la transformación del ciudadano en extranjero y en refugiado, la explosión del publicidad y la erosión de lo público, la abolición de la identidad y el éxtasis del individualismo. La ciudad desaparece –“la ciudad ya no está” es la penúltima frase del ensayo de Koolhaas La ciudad genérica– y a la vez reaparece dispersa, difuminada, genérica y generosa: “la Ciudad Genérica es todo lo que queda de lo que solía ser ciudad. La Ciudad Genérica es la post-ciudad que se está preparando en el emplazamiento de la ex–ciudad” (R.K.). No en balde –recordando, como Rossi, que no hay arquitectura sin ciudad– Koolhaas escribió en alguna parte sobre la desaparición de la arquitectura, sobre la ficción que constituye seguir creyendo en algo así. Y sin embargo, a la espera de la nueva ciudad, la arquitectura –aun– se mueve.

1 comentario:

Caro-Vico-Fer dijo...

interesante analisis,muy buena la articulación de las teorías desde rossi hasta koolhaas....queda abierta la invitacion a la concepción de las nuevas ciudades de esa nueva arquitectura, esto claro aceptando la imposibilidad de arquitectura sin ciudad.