21.7.08

máscaras mexicanas

La arquitectura, dijo Octavio Paz –cuyo décimo aniversario luctuoso recién se conmemoró–, es un testigo insobornable de la historia. Una obra de arquitectura es el resultado de un complejo juego de fuerzas: políticas, culturales, sociales, económicas, artísticas, técnicas, etc. De hecho, cualquier objeto es, en el fondo, resultado de tales sistemas de fuerzas, y de ahí el interés cada vez más extendido en las historias del espejo, la rueda, el libro o el tornillo: revelan no sólo la lógica específica de un objeto, sino otras diversas, implicadas, de un período.
Pero la arquitectura, por el mero esfuerzo material que generalmente implica, hace que se tejan redes complejas donde, en la microhistoria de un proyecto determinado, se atraviesan las historias, por ejemplo, del espejo, la rueda, el libro o el tornillo; punto de convergencia y choque de ideologías, creencias, movimientos sociales o políticos, ideas éticas y estéticas que hacen de la arquitectura –para volver al dicho de Paz– testigo insobornable de la historia.
Insobornable, hay que aclararlo, no por alguna improbable calidad moral superior de la disciplina –al contrario, la arquitectura parece estar a sus anchas en un vago territorio entre lo amoral y lo inmoral–, sino como insobornable puede ser –sin detenernos en honduras epistemológicas– una fotografía testimonio de un crimen. La fotografía puede ser alterada, manipulada e intervenida o incluso trucada al momento de la toma, pero a menos que sea destruida siempre habrá, parece, la posibilidad de leer en ella los trazos de dichos procedimientos.
Así en la arquitectura. La catedral románica o la gótica nos cuentan cosas distintas de los mundos que les dieron lugar, y la transformación de una en otra también. El castillo vuelto prisión o el palacio museo otro tanto. La materialidad misma de las cosas nos dice más que lo usualmente leído en ella –recuérdese al respecto la crítica de Adolf Loos a la aristocracia decadente del imperio austohúngaro a partir de su ropa interior de lino, nada apta para el esfuerzo físico que exige una vida activa, en comparación con los ingleses y los americanos que tanto admiraba, y sus calzones de algodón, prueba última de una encomiable ética del trabajo.
Sería interesante, pues, ampliar la historia de la arquitectura mexicana como testigo –discúlpese la redundancia– de la historia, más allá de los recuentos cronológicos y hagiográficos a los que la mayor parte de la historiografía arquitectónica nos tiene acostumbrados, sobre todo en México. Habría que intentar, por ejemplo, una lectura del privilegio de la arquitectura pesada, cerrada, en la que dominan los gruesos muros rugosos sobre los pequeños y profundos vanos, que combinara una historia social y económica de la técnica constructiva en México –la mezcla de mano de obra poco o nada especializada y, en un círculo vicioso que hace difícil saber si es causa o efecto, obreros pertenecientes a una clase marginada y sobreexplotada– con el rechazo del mexicano a “permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad.”
Lo anterior lo escribe Octavio Paz en el capítulo “Máscaras mexicanas” de su clásico “Laberinto de la Soledad.” Si no recuerdo mal, Miquel Adriá, cuando recién llegado a México intentaba comprender los complejos y las complejidades no sólo de nuestra arquitectura sino también de nuestro carácter, hizo una primera lectura de ese “testigo insobornable de la historia” desde el capítulo que ahora de paso menciono: máscaras mexicanas. Ahí también dice Paz que ese rechazo a abrirnos implica una “preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto” que “no se manifiesta sólo como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como amor a la Forma” –entendida ésta como ceremonia y formulismos sociales, morales y burocráticos y también como “forma”. Preferimos la Forma –continúa– incluso vacía de contenido. Mucha de la arquitectura mexicana del último siglo se debate entre esa condición casi ceremonial de máscara y la ideología –otra cosa sería analizar si también la realidad– de una arquitectura moderna que se quiere transparente, abierta, pragmática y alejada de cualquier formalismo vacío. La comparación que hiciera Esther McCoy entre las casas del Pedregal en México –que elogia– y las Case Study Houses de California –parecidas excepto que las de acá son mucho más grandes y con habitaciones, pequeñas éstas, para la servidumbre– apunta en esa dirección. Hay mucho más que pensar pero el espacio, aquí, se me acaba.

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