Aunque evidentemente opacado por la alerta sanitaria, el concurso para el Arco del Bicentenario sigue dando de qué hablar. El recuento puntual de Miquel Adriá que apareció en estas páginas un día después del fallo del jurado dejó bastante claro el asunto. Agrego unos cuantos comentarios al tema, empezando por la pertinencia del famoso arco.
El argumento de José Manuel Villalpando, coordinador nacional de los Festejos del Bicentenario, resulta tan ridículo que cae por su propio peso. “Creemos que es fundamental –dijo. La ciudad de México carecía de un arco, no hay un arco triunfal, un arco que represente quizás la unidad, quizás los valores más altos de la humanidad y que en las grandes capitales del mundo existen.” Tampoco tenemos, por ejemplo, río, lago o frente de mar, como muchas grandes capitales. Pero retomar el proyecto de la ciudad lacustre suena complicado, exige habilidad política y, seguramente, no estará listo para inaugurarse en el 2010.
Por las propuestas entregadas, parece que buena parte de los 37 arquitectos democráticamente invitados al concurso, incluyendo al ganador, pensaron que tal cómo estaba planteado el concurso –sea en cuanto al sitio, sobre el eje de Paseo de la Reforma, o a la tipología, un arco– era una mezcla de necedad y torpeza. Prácticamente ninguno lo dijo. Jugaron –como ya dijo Miquel Adriá– a hacer lo que pensaron estaba bien sin decir lo que pensaban estaba mal. A los arquitectos no nos gusta ser críticos del poder.
La abrumadora mayoría de los 37 sigue pensando lo monumental como sinónimo de vertical y grande, como si, en asuntos de arte, arquitectura y urbanismo los últimos 40 años del siglo 20 no hubieran existido. Sólo tres propusieron otras formas de monumentalidad, horizontales, no representativas ni simbólicas. En algunos años, una historia crítica y objetiva del arte mexicano de la última mitad del siglo pasado nos dirá, quizás, que la escultura monumental no era lo nuestro. Piénsese en la Cabeza de Juárez, en el Coyote de ciudad Neza o en las viboritas de Mixcoac. También dirá, probablemente, que tratándose de monumentos los arquitectos eran peores escultores.
Con todo, pese a las maniobras de una anónima comunidad de arquitectos abajofirmante, el jurado escogió a uno de los mejores proyectos en la línea “alto, grande, con su dosis de simbolismo pero abstracto”, que probablemente dejaría medianamente satisfechos a quienes hicieron el encargo, a la otra comunidad de arquitectos –la que da nombres– y al público en general. Pero no fue así.
El público parece estar entre confundido y enojado con la elección. No es un arco y el concurso pedía uno. La defensa no ha sido del todo clara. Villalpando calla. Ernesto Alva dijo que “hay otras maneras de pensar un arco” y el único que lo ha dicho con claridad ha sido Felipe Leal: “no es un arco… la forma no importa.” Javier Ramírez Campuzano, hijo de Pedro Ramírez Vázquez –quien, con Fernando Romero, quedó en tercer lugar–, piensa que el ganador, que no es un arco, debiera ser descalificado. Seguramente piensa también que se debe descalificar al segundo lugar, pues no es un arco. Como en concurso de Miss Universo o en Olimpiada, así el tercero ocuparía el primero –aunque siendo estrictos tampoco se trate de un arco, esto es, un segmento de curva, sino de un anillo, la curva completa, cerrada. Digamos que, entre arquitectos, hay algunos que cuando no reciben una asignación directa arrebatan.
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