7.12.09

arquitecturas de la catástrofe (o la catástrofe de la arquitectura)

En una noche, lo impensable se convirtió en evidencia

Ivan Illich


Si no pasa por la catástrofe está condenado al cliché

Gilles Deleuze


Un desastre. Un cambio brusco, sorpresivo y con mucha probabilidad nefasto. Una crisis sin precedentes y sin salida previsible. Pero no exactamente el fin, sino su cercanía inminente. No el caos, sino el anuncio de que ese es nuestro inevitable destino. La estructura paradójica de la catástrofe, según explica Jean-Pierre Dupuy –autor de Por un catastrofismo ilustrado y de Pequeña metafísica de los tsunamis– implica de algún modo la presencia de un futuro que jamás acaba por llegar. “La prevención –dice– consiste en hacer que un posible no deseado sea enviado al dominio ontológico de los posibles no actualizados. La catástrofe, aunque no realizada, conservará el estatuto de posible, no porque sea aun posible su realización, sino en el sentido que por siempre será cierto que pudo haberse realizado. Cuando se anuncia, para evitarla, que una catástrofe está en camino, ese anuncio no tiene el estatuto de una pre-visión, en el sentido estricto del término: no pretende decir cuál será el futuro, sino simplemente cuál habría sido si no hubiésemos sido advertidos.”


¿Cuántas veces hemos sido ya advertidos de la catástrofe que amenaza a la ciudad, a la región, al entorno, al medio ambiente, al país, al mundo? Tantas que podríamos hablar sobre un tono catastrófico adoptado recientemente en todos los campos: filosofía, sociología, economía, política y, por supuesto, arquitectura. Aunque quizá en este último caso –lo cual puede no ser otra cosa que chovinismo arquitectónico– es un tono más antiguo que reciente. Es esa catástrofe, tal vez, el otro ausente del mecanismo de la utopía. En un texto con ese título, Cioran escribía: “cualquiera que sea la gran ciudad donde el azar me lleve, me admira que no se desencadenen cada día revueltas y masacres, una innombrable carnicería, un desorden de fin de mundo. ¿Cómo –sigue Cioran– en un espacio tan reducido, tantos hombres pueden coexistir sin destruirse, sin odiarse unos a otros? La verdad es que ellos se odian, sin estar a la altura de su odio. Esta mediocridad, esta impotencia es lo que salva a la sociedad, asegurándole su duración y estabilidad. Pero me admira más aun que, siendo la sociedad tal cual es, algunos se hayan empeñado en concebir otra totalmente diferente. ¿De dónde podrá surgir tanta inocencia o tanta locura?”


Para Cioran, pues, son nuestra mediocridad individual, nuestra insuperable impotencia, las que nos impiden –a excepción de unos cuantos valientes– descargar un revolver al azar sobre la multitud –no el acto máximo surrealista, como sugirió Breton, sino el de mayor valor y coherencia: un acto de realismo sin más. Son nuestra mediocridad y nuestra impotencia las que mantienen a la sociedad tal cual es y que, a un tiempo, alimentan el inexplicable empeño de concebirla de otro modo –el mecanismo de la utopía– e impiden y niegan el paso más allá, a eso otro que sólo puede ser pensado como catastrófico –la disolución del orden establecido para permitir el surgimiento de otro(s). Si la explicación para neófitos de la teoría de la catástrofe, postulada a finales de los años sesenta por el matemático René Thom, dice que se trata de un mecanismo para explicar el surgimiento de discontinuidades a partir de causas en cambio continuo –o, dicho de otro modo, para explicar cómo se da el cambio, en tanto novedad súbita, en un sistema que parece repetirse en sus variaciones–, la ciudad y la utopía –o la ciudad en tanto utopía realizada, para parafrasear, en sentido contrario, a Yona Friedman– pueden pensarse como mecanismos para evitar dicha discontinuidad y mantener las causas sin cambio aparente: lo contrario a la catástrofe.


Por tanto, la arquitectura de la catástrofe implicaría, tal vez, una contradicción en los términos: la producción (techné) de principios de orden (arché) no tolera el sobresalto, la irrupción del aparente desorden que supone la catástrofe. Sin embargo, si la catástrofe es aquello que se anuncia para evitar su llegada, quizá sea el más allá necesario de la arquitectura misma –desde la arquitectura de la ciudad hasta la arquitectura de sistemas, pasando por la arquitectónica kantiana. ¿Arquitectura o catástrofe? Esa parece ser –o, de menos, querer presentarse– como la disyuntiva máxima. “La llegada de un tiempo nuevo –escribió Le Corbusier en un texto clásico de principios de los años veinte que plantea de otro modo esta misma disyuntiva: arquitectura o revolución– no interviene mas que cuando ha sido preparada por un trabajo sordo anterior.” La arquitectura trabaja para que la llegada de ese tiempo nuevo no sea catastrófico, para que, de nuevo, la catástrofe anunciada no tenga lugar –para que permanezca, por siempre, u-tópica. Con su habitual cinismo –calificativo que aquí no tiene nada de peyorativo: “el cinismo, dice Peter Sloterdijk, se atreve a salir con las verdades desnudas, verdades que en la manera como se exponen encierran algo de irreal,”– dice Koolhaas del caos –y hay que insistir que el caos no es la catástrofe, sino aquello que está siempre más allá o más acá de ella, aquello que quedaría si la catástrofe pudiera tener lugar (para Frédéric Neyrat, la catástrofe se encuentra “entre el accidente, que se añade a lo ordinario sin transformar radicalmente la continuidad histórica, y el apocalipsis como discontinuidad final”)– que “no se puede aspirar a él; sólo puedes asumirte como su instrumento. La única relación que los arquitectos pueden tener con el caos es tomar su sitio preciso en la armada de aquellos encargados de prevenirlo, y fallar. Y es sólo fallando, accidentalmente, que el caos sucede.” ¿Arquitectura o catástrofe?: arquitectura y catástrofe.


Durante los últimos veinte años la arquitectura o, mejor, algunos arquitectos se dieron a la tarea de enfrentarse a la catástrofe. Ya sea produciendo proyectos e imágenes que respondían o, sobre todo, representaban en sus quiebres y retruécanos formales lo que había sido imposible evitar –el final absoluto del orden o, más bien, el final de un orden absoluto–, o imaginando arquitecturas postapocalípticas como salidas de filmes de ciencia ficción. Daniel Libeskind, Peter Eisenman, Co-op Himmelb(l)au parte de quienes en su momento fueron etiquetados como deconstructivistas quizás pertenezcan al primer grupo; otros, como Michael Sorkin y Lebbeus Woods, al segundo.


Más recientemente, en vez de pensarse como una representación metafórica del desastre, la arquitectura lidió con la catástrofe en un sentido literal: la construcción de refugios para exiliados y emigrantes que huían de desastres naturales o de conflictos sociales y políticos, la reconstrucción de ciudades o zonas gravemente dañadas por huracanes, terremotos o tsunamis, la solución de edificios que aseguren resistir ataques terroristas anteriormente inimaginables y, probablemente la labor más compleja aunque menos visible de este grupo, la invención de estructuras e infraestructuras urbanas y regionales capaces de resistir los efectos de las crisis ambientales, demográficas, sociales y ecológicas: falta de agua potable, incapacidad de generar los recursos necesarios para la subsistencia de una ciudad ni de manejar los residuos que la misma genera, guerras, matanzas, etcétera. Un ejemplo es ell trabajo de la organización architecture for humanity y los concursos que ha organizado, en 1999, para vivienda de transición para refugiados que regresaban a su país tras la guerra en Kosovo, entre cuyos finalistas se encontraba el proyecto de casas hechas con tubos de cartón diseñadas por Shigeru Ban, o en el 2007, para una clínica móvil para atender a personas infectadas por el VIH/SIDA en África, entre otros. Uno más sería la serie de concursos para vivienda que se convocaron tras el huracán Katrina en Nueva Orleans o tras el tsunami del 2004 en Indonesia. En ambos casos se buscaba no sólo restituir lo perdido con habitaciones temporales sino buscar una arquitectura resistente a la muy probable repetición de esos meteoros. Sin ser un proyecto arquitectónico en el sentido tradicional, una manera más de lidiar con la relación entre arquitectura y catástrofe es el trabajo de Rafi Segal y Eyal Weizman A Civilian Occupation, que registra la progresiva ocupación de los territorios ocupados con arquitectura civil –es decir, con vivienda– por parte del Estado de Israel.


Habría, quizás, una última forma de la catástrofe en relación con la arquitectura y que se relaciona con el epígrafe de Deleuze que encabeza este texto: “si no pasa por la catástrofe está condenado al cliché.” La frase la pronunció Deleuze en su curso sobre la pintura o el concepto de diagrama (1981). La tela –explica– nunca está vacía. Al contrario. Desde siempre se encuentra ya llena de clichés, es decir, de imágenes ya hechas, preconcebidas, que nos obligan a ver las cosas como debemos verlas y no como podríamos hacerlo. El trabajo del pintor es someter a esas imágenes, a esos clichés –como lo hará el músico con los sonidos, el escritor con las historias y las palabras, el arquitecto con los espacios y las formas– a una crítica, a una crisis que las borra, las desmantela, las suprime: hacerlas pasar por la catástrofe para acercarse así al caos original y originario, al caos que permite reinstaurar el orden, reinventar las formas, resaltar la presencia en vez de la representación. Al igual que otras, esta última forma de la catástrofe –la catástrofe del sentido– parece tener la misma forma paradójica de un futuro que no ha de llegar. Pero en este caso, quienes se enfrentarán a ella no la rehuyen sino, al contrario, la buscan, la llaman, esperando así que lo hecho pueda pensarse como el último cuadro, el último texto, la última casa. Con todo, sabemos que, como con las otras formas de la catástrofe, eso no habrá de pasar.

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