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Confieso: si en México hubiera un partido de izquierda moderna —o un candidato de izquierda moderna— votaría por él en un abrir y cerrar de ojos. Creo en la soberanía de la mujer sobre su cuerpo, en el derecho de los homosexuales a contraer matrimonio y en la eutanasia activa. Estoy convencido de que la gran crisis financiera no ha dejado lugar a dudas: el planeta necesita encontrar un capitalismo compasivo que tenga como objetivo central la solidaridad y la reducción de la desigualdad antes que el enriquecimiento rapaz. Tengo claro que el mundo tiene más que aprenderle al mejor Marx que a Ayn Rand. Pero también sostengo que el mercado libre ha llegado para quedarse (por su capacidad de innovación y su espíritu de competencia) y que los países que insistan en darle la espalda a la realidad se dan un lujo peligroso: el de la neurosis. Hoy, cada acción populista, cada obsesión con luchas obsoletas, cada atavismo equivale a una carga ineludible para las generaciones venideras. Soy, pues, un hombre de izquierda. Y en México soy un huérfano político.
La mía, como la de muchos otros, no es una orfandad pasiva. La testarudez de la izquierda mexicana, que va a contrapelo del desarrollo no sólo de la mayoría de la izquierda latinoamericana sino de la izquierda mundial, me provoca rechazo y exasperación. Fragmentada y secuestrada por el dogma, la izquierda nacional ha tirado a la basura no sólo sus propias posibilidades electorales sino la necesidad de millones de votantes de encontrar un gobierno que tenga la valentía de promover la agenda progresista. Basta un botón: es en parte gracias a la inviabilidad de la izquierda que el país está ahora secuestrado por congresos locales que se atreven a darle una cachetada a la mujer mexicana en pleno siglo XXI.
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