¿Pueden los cuarteles y las marchas militares ser expresiones de un periodo histórico particular? Con una pregunta análoga –¿pueden los jardines y los ballets ser expresiones de un periodo histórico?– inicia Arie Graafland un libro sobre Versalles y la mecánica del poder.[1] A partir de las ideas de Michel Foucault, Graafland muestra que el jardín y el ballet forman un dispositivo para disciplinar al cuerpo. Es más fácil, pues Foucault los menciona explícitamente, hacer lo mismo con los cuarteles y las marchas militares y entenderlas entonces como expresiones de un periodo histórico. ¿A qué periodo responde el Colegio Militar de México?
El Colegio Militar de México, fundado a principios del siglo XIX, tiene su sede actual en un edificio cuyo concurso ganaron, a mediados de los años setenta, Manuel González Rul (1923-1985) y Agustín Hernández (1924). Ambos estudiaron en la Escuela Nacional de Arquitectura y, esquemáticamente, son parte de la tercera generación de arquitectos modernos mexicanos. La primera, a la que pertenecen aquellos nacidos a finales del siglo XIX, como Carlos Obregón Santacilia, había sido formada en el neoclasicismo académico con el que rompe pero cuyos rastros pueden leerse en algunas de sus obras. La segunda, de quienes nacen en la primera década del XX, como O’Gorman, tuvo también una formación en parte académica pero contrapunteada con las ideas de algunos jóvenes maestros de aquella primera generación, apostando, al menos en su primera etapa, por una modernidad radical y sin concesiones. A la tercera generación, de aquellos nacidos en los años 20, les tocó ver, en 1952, la inauguración de la Ciudad Universitaria, proyectada por la mayoría de sus maestros y que marcó un punto de inflexión en la arquitectura mexicana al conjugar una versión ya aceptada de la modernidad internacional con una visión de la tradición local que recibió el curioso nombre de integración plástica. Al igual que en otras latitudes, en México esa otra modernidad arquitectónica pretendía reconciliarse con su historia –en oposición a la abstracción de la primera etapa– y se permitía una expresividad formal que, años antes, había sido suprimida. Si la segunda generación, aquellos que construyeron Ciudad Universitaria, puede caracterizarse por la utilización de murales –grandes planos polícromos, comúnmente figurativos, que son a la vez fachada propagandística y revestimiento simbólico–, la tercera preferirá en general –y en consonancia con el nuevo brutalismo que en la misma época, entre los años 50 y 70, florece en Europa y Estados Unidos– una arquitectura monocromática, donde la textura misma del material constituye la única decoración. Dicho de otro modo, la decoración, primero negada, es luego readmitida como superficie añadida para, finalmente, ser integrada y aceptada únicamente como efecto de la propia lógica constructiva de cada obra.
Sin embargo, aun cuando compartan algunas características del nuevo brutalismo –que según Reyner Banham, su crítico de cabecera, eran, primero, una legibilidad formal del plano, segundo, una exhibición clara de la estructura y, tercero, la valoración de los materiales por sus cualidades inherentes ‘en bruto’[2]–, la obra de la mayor parte de la tercera generación de arquitectos modernos mexicanos se distingue de aquel estilo –usando de nuevo palabras de Banham– por un exceso de suaviter in modo aun cuando haya suficiente fortiter in re: modos suaves con materiales duros.
Manuel González Rul y Agustín Hernández habían producido ya algunos ejemplos de esta arquitectura antes de asociarse para ese concurso. González Rul, por ejemplo, el Gimnasio Díaz Ordaz, para los Juegos Olímpicos del 68: un par de masivas placas inclinadas techan al espacio interior con la intención confesa de simbolizar por un lado la M de México y por otro la geografía montañosa del valle. Por su parte, Agustín Hernández había construido, entre otros edificios, la Escuela del Ballet Folklórico de México, para la que “el movimiento de inspiración prehispánica fue la condicionante del diseño,” y se buscó “una concepción volumétrica que nos recuerda la de una escultura habitable.”[3] He ahí un marcado contraste con el Brutalismo que buscaba “objetividad acerca de la ‘realidad’ –los objetivos culturales de la sociedad, sus necesidades, su técnica, etc.”[4] Nada más alejado del simbolismo nacionalista y expresivo de la arquitectura mexicana de esa época.
Agustín Hernández nunca ocultó las intenciones esculturales de su obra: “si no es escultórica la arquitectura para mi es una construcción más.”[5] La diferencia que tradicionalmente ha articulado la autonomía de la arquitectura como tal, es decir, su distinción ante la mera construcción, implica para Hernández diluir aquella que separa a la escultura de la arquitectura: “si hay alguna escultura que pueda ser socialmente habitada, entonces esa es escultura arquitectónica.”[6] Sin embargo, al menos en su discurso, esa identificación de arquitectura y escultura no conlleva, curiosamente, el privilegio de la expresión personal: “el diseño arquitectónico no está determinado por las exigencias del arquitecto ni por las imposiciones de una clase social, sino que es el proceso dialéctico que se elige entre ilimitadas soluciones y las condiciones que dan las necesidades económicas, sociales y tecnológicas.”[7]
Sin embargo, en el Colegio Militar las referencias a la arquitectura prehispánica y a geometrías simbólicas se multiplican. En un esquema con el que Hernández explica el proyecto, se le compara con centros ceremoniales como Chichen Itzá, Monte Albán o Teotihuacán. No sólo por su tamaño sino, principalmente, por su escala monumental y sobrehumana y por la relación de los espacios abiertos con la masa construida y de ésta con el paisaje. “La traza del complejo urbano se apoya en el cerro del Telpochcalli (Casa de los guerreros jóvenes del pueblo), que presta su fuerza al edificio de gobierno [...] Encontramos también una voluntad de revitalizar las formas de nuestros antepasados, ya sea utilizando el talud en las construcciones, o diseños como el de un enorme mascarón del dios Chac conformando todo un edificio.”[8] El discurso, en fin, pareciera el de la arquitectura parlante de Ledoux a finales del siglo XVIII más que el de un arquitecto de los años 70 del siglo XX.
Preguntemos de nuevo, ¿pueden los cuarteles y las marchas militares ser expresiones de un periodo histórico particular? A fines de los años 40, el general Hubert R. Harmon estuvo a cargo de definir el estilo de la nueva academia que la Fuerza Aérea de los Estados Unidos pensaba construir. En parte por razones económicas, pero también por buscar acuerdo con la época, Harmon sugirió apartarse del neogótico de West Point y buscar una arquitectura moderna, poniendo como ejemplo al hotel El Panamá, diseñado por Edward Durell Stone –que Harmon describía como el más encantador edificio moderno que había visto. Varios oficiales viajaron también a la ciudad de México, para visitar la Ciudad Universitaria que estaba entonces en construcción. Kristen Schaffer dice que éstos “regresaron de México impresionados por lo que habían visto. Aunque la disposición del complejo estaba basada en un plan cuadrangular convencional, ese esquema básico había sido manipulado con libertad para lograr un arreglo funcional. Los materiales predominantes eran tabique, concreto y especialmente vidrio, con pocas superficies que requiriesen pintura. Los observadores notaron los marcos estructurales que permitían que los muros exteriores pudieran ser de cualquier material pues no servían como soportes. También comentaron que la mayoría de los edificios estaban sobre pilotes, y muy pocos tenían algo a nivel del suelo además de los soportes estructurales.”[9] El proyecto final estuvo a cargo de SOM. Según John Lindell y Joel Sanders,[10] Walter Netsch, arquitecto en jefe del proyecto, utilizó módulos derivados de la dimensión de la cama de un cadete –“la escala del receptáculo del cuerpo masculino en reposo.” Por su parte, el pavimento de piedra genera una retícula que corresponde al ancho promedio de los hombros de un cadete. Lindell y Sanders explican que mientras la intención del pavimento era ofrecer un descanso de la monotonía de la gran plaza, su estructura previene los movimientos diagonales y refuerza una coreografía rígida de marchas y giros a noventa grados. Descrita así, la Academia de la Fuerza Aérea parece ser el corolario lógico de los dispositivos disciplinarios para el cuerpo según Foucault.
También en el Colegio Militar el cuerpo esta tramado con el espacio, pero a una escala distinta que la cama y el pavimento de los patios. Agustín Hernández dice que ahí no cuenta la escala del hombre que camina sino la de la marcha, la del cuerpo entendido, en una de sus acepciones, como el conjunto de soldados y sus respectivos oficiales. En el mismo esquema en que explica la relación del Colegio con centros ceremoniales prehispánicos, Hernandez dibuja una silueta humana, semejante en algo a la silueta del modulor corbusiano, pero también a una de esas figuras del desierto de Nazca o al gigante de Cerne Abbas en Gran Bretaña: abstracta, diagramática. También podría sugerir, más allá del esquematismo de la figura, al hombre vitruviano de Leonardo, inscrito en un círculo y en un cuadrado al mismo tiempo –“el círculo y el cuadrado es un símbolo que ha sido manifestado por todas las culturas,” dice el mismo Hernández[11]– o al cuerpo místico de Cristo inscrito en la planta de una iglesia por Francesco di Giorgio. Si entonces “la arquitectura era como un cuerpo, y bastaba con que esta asociación se estableciera a algún nivel, más o menos verificable, para que funcionaran con eficacia los distintos parámetros ideológicos involucrados en la operación,”[12] en el caso del Colegio Militar el simbolismo opera a un nivel de casi pura analogía: las piernas son el “apoyo deportivo”, un brazo el ala de dormitorios y otro la zona educativa, en el estómago están las cocinas y comedores y en la cabeza –que no sólo organiza la planta sino se yergue con la gigantesca máscara del dios Chac– se encuentra, evidentemente, el centro de mando.
De nuevo, ¿a qué época pertenece el Colegio Militar? Quizás su apariencia sea la de set para película de ciencia ficción, apropiado para una historia sobre una sociedad donde se ejerce un control absoluto,[13] en la que mitos arcaicos conviven con tecnologías a la vez sutiles y en apariencia primitivas. Un centro ceremonial para un tiempo siempre pasado o siempre por venir y para el que la pompa militar no es aun el rito adecuado.
[1] Arie Graafland, Versailles and the Mechanics of Power, 010 Publishers, Rotterdam, 2003.
[2] Reyner Banham, ‘The New Brutalism’, en A Critic Writes, University of California Press, 1999, p.11.
[3] En Agustín Hernández, arquitectura y pensamiento, Louise Noelle, Universidad Nacional Autónoma de México, 1988, p.88.
[4] Architectural Design, abril de 1957. Citado por Charles Jencks, Modern Movements in Architecture, Penguin Books, 1973 (1986), p.257.
[5] En Modernidad en la arquitectura mexicana, 18 protagonistas, editado por Pablo Quintero, Universidad Autónoma Metropolitana, 1990, p.193.
[6] ibid.
[7] En Agustín Hernández, arquitectura y pensamiento, p.12.
[8] En Agustín Hernández, arquitectura y pensamiento, p.106.
[9] Kristen Schaffer, ‘Creating a National Monument: Planning and Designing the Academy’, en Modernism at Mid-Century, The Architecture of the United States Air Force Academy”, editado por Robert Bregmann, The University of Chicago Press, 1994, p.22.
[10] En Stud, Architectures of Masculinity, editado por Joel Sanders, Princeton Architectural Press, 1996, p.74.
[11] En Modernidad en la arquitectura mexicana, p.189.
[12] Juan Antonio Ramírez, Edificios-cuerpo, Siruela, 2003, p.16.
[13] Deleuze dice que a las sociedades disciplinares descritas por Foucault siguen las sociedades del control.
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