Cada día cuando saco a pasear a mi perro, en lo que él metódica y fervorosamente olisquea los mismos sitios que la vez anterior, y aunque intento pensar en lo que haré en el día –en la vuelta matutina– o en lo que no hice –en la nocturna–, me distraigo –quizá por simpatía con el proceder de mi perro– casi siempre en las mismas cosas: el inexplicable rollo de grueso cable que cuelga del poste inclinado en la esquina, frente a la casa ocre donde su dueño, con la misma obstinación que mi perro orina siempre el mismo árbol, aparta en la calle cuatro lugares que jamás utiliza, a unos metros del par de botes de basura que un trabajador del servicio de limpia, supongo, abandona cada tarde en el mismo lugar para recuperarlo a la mañana siguiente, con su carga precisamente clasificada, si bien jamás ha levantado las botellas de plástico llenas de agua sucia que rodean una jardinera por lo demás bastante descuidada con la finalidad, me explican, de evitar que los perros la pisen –prohibición que el mío parece no entender. Más adelante, si es de noche, tendremos que rodear varios coches estacionados a lo ancho de la banqueta y, doblando la esquina, si es de día, caminar por la calle pues, frente a una escuela, los puestos ambulantes, ya fijos, y sus respectivos comensales, ocupan la acera por completo, como también lo hace, por cierto, el estacionamiento de clientes de una tienda en la siguiente cuadra y, en una cerrada, un taller mecánico que la ocupa como espacio de trabajo. Las incontables fallas y fracturas de la banqueta ya no las veo: mi cuerpo ha aprendido a sortearlas inconscientemente, al igual que a los baches y coladeras en la calle cuando manejo.
A veces he pensado que mi problema es mi código postal. Pero visitas a casas de amigos y conocidos en zonas de mayor prestigio que mi modesto barrio me han enseñado que, en esta ciudad, el desastre urbano a pequeña escala es una de las pocas cosas que se han repartido equitativamente. De ahí el título de este texto. La ciudad de México, vista y caminada así, de cerca, distraída pero penosamente, se nos muestra como un gran fracaso resultado de la suma de otros al parecer insignificantes. No hablemos ya del caos en el transporte urbano, de taxis a metro pasando por micros y del desastroso sistema vial que lo acompaña; ni de inundaciones imperdonables por aguas sucias y carencias imprevistas de aguas limpias; ni de seguridad anhelada que, al no conseguirse, culmina en una agorafobia paranoica que todo lo cierra y todo lo enreja; ni de infraestructuras o programas urbanos condicionados por el fervor bicentenario y la ansiedad electoral más que por estrategias claras y racionales, como segundos pisos, ciclopistas y ecobicis o museos efímeros en el Zócalo. Y más, mucho más. Sumemonos a esto nosotros mismos: ciudadanos imprudentes, inconsecuentes, inconscientes, intolerantes y, a veces, inciviles, intratables e irracionales.
Por eso, digo, esta es una ciudad fallida –un lugar donde la civilidad se echa de menos. Claro, si de la banqueta paso a la ciudad nada me impide llegar a decir, también, que México es un Estado fallido: suma de ciudades fallidas. Y ya nos dijeron que no. Y debe ser mi pesimismo teñido de malinchismo –o a la inversa– lo que me lleva a apresurar tan indemostrables conclusiones. Ni la situación económica, ni la crisis educativa, ni la evidente e impune rapacería de tanto líder sindical, ni los demasiados muertos que se acumulan cada día, ni los pactos secretos entre la desentonada Paredes, el taimado Nava, el retórico Gómez Mont y el esbirro del nunca mal peinado Peña Nieto, ni un largo, larguísimo etcétera, justifican llegar a tan ridículo diagnóstico. Menos en este año de bicentenario en el que, orgullosamente, hay que celebrar que como México no hay dos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario