Charles Jencks fue –durante los quince minutos de la posmodernidad: realmente algunos años más que eso– uno de los críticos e historiadores de la arquitectura más influyentes. Para algunos fue el principal impulsor en arquitectura de eso que nunca estuvo demasiado claro: el posmodernismo, una arquitectura de cartón entre pop y neo-neoclásica que se proponía como forma de comunicación directa con los usuarios. Su esposa, Maggie Keswick, también escritora, diseñadora y paisajista, murió en 1995 a causa de un cáncer que le fue diagnosticado en 1988. Cuando los médicos le anunciaron que no había ya cura posible, decidió morir de la mejor manera. Junto con Jencks, establecieron la Fundación Maggie para centros de cuidado del cáncer. Ambos confiaban en el poder del buen diseño y en el efecto placebo de la buena arquitectura.
Hoy existen más de diez centros de esta fundación, abiertos o en proceso de construcción, en Gran Bretaña. Frank Gehry, Zaha Hadid, Richard Rogers, Rem Koolhaas, Kisho Kurokawa y Foreign Office Architects, son algunos de los arquitectos que han sido invitados a realizar diseños. Hay sin embargo quienes se preguntan si se justifica la inversión que estos centros suponen, al ser obras de arquitectos de prestigio. El que proyectó Zaha Hadid, por ejemplo, tuvo un costo superior al millón de libras esterlinas –y hay que apuntar que no se trata de clínicas sino de centros de apoyo, información y atención a pacientes con cáncer. Probablemente con los mismos recursos podrían construirse varios centros en los que el diseño no fuera la prioridad.
Por supuesto en un país como el nuestro, estancado desde hace mucho en vías del desarrollo –eufemismo de la mediocridad–, pensar en inversiones similares puede parecer no sólo inviable sino ridículo: si México ocupa el último lugar entre los países de la OCDE en cuanto a número de camas por habitante –1 por cada mil–, pedir que dichas camas sean obras de diseñador resulta, quizás, chocante. Pero, al mismo tiempo, en un país donde las guarderías subrogadas pueden instalarse hasta en la sala de una casa o en una bodega sin medidas contra incendios, no está de más hablar de diseño y arquitectura.
Al respecto, en el 2004, Fernanda Canales escribió en Letras Libres: “La construcción de hospitales en México lleva treinta años olvidando relacionar el tema de la arquitectura con el de la ciudad. El IMSS, que a partir de 1943 hasta la fecha ha creado más de cinco mil edificios, comenzó haciendo obras de José Villagrán, Enrique Yáñez, Obregón Santacilia, Enrique de la Mora y Enrique del Moral. Sin embargo, tras una inmejorable selección de arquitectos que durante más de tres décadas crearon piezas memorables, la idea de construir un mejor país a partir de sus instituciones quedó opacada por excusas políticas y condiciones de urgencia.” También menciona que en ese mismo año el IMSS encargó proyectos a arquitectos reconocidos como Francisco Serrano, Alberto Kalach, Bernardo Gómez Pimienta, Michel Rojkind e Isaac Broid, entre otros. Pero el impulsó no prosperó. Hospitales, clínicas, escuelas y oficinas públicas siguen construyéndose con pésimos diseños o instalándose en edificios rentados que no fueron pensados ex-profeso. Y si en el Centenario Díaz construyó, además de monumentos, hospitales, mercados y edificios públicos, hoy, a lo más que llegamos, además de monumentos hechos a las carreras, es a pasear huesos viejos, como reliquias medievales, de un lugar a otro. Nos negamos así a construir las ciudades y las infraestructuras que no sólo hacen posible sino que también generan mejores modos de vida. Se nos niega hasta el simple efecto placebo de vivir en un buen entorno.
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