Hace unas semanas, Christopher Hawthorne, crítico de arquitectura del Los Angeles Times, reportaba una mesa de discusión en la que participaron los arquitectos Frank Gehry, Thom Mayne, Eric Owen Moss, Peter Cook, Hernán Díaz Alonso y Greg Lynn. El tema de la mesa fue la “problemática relación” entre arquitectura y belleza, y fue moderada por la arquitecta Yael Reisner, autora de un libro recientemente publicado con el título, precisamente, de Arquitectura y belleza.
Hawthorne cuenta como cada uno de esos arquitectos se excusó de hablar de eso que, aunque era el tema, parecía realmente no interesarles –como, de hecho, no le ha interesado abiertamente a nadie que se asuma como artista de vanguardia desde hace más de un siglo. La belleza es algo que ya sólo seduce a los legos, a quienes no están suficientemente enterados –y entrenados– en esas artes que ya no necesitan el adjetivo de bellas y que, todavía más, lo rechazan expresamente. Senté a la belleza sobre mis rodillas –escribió RImbaud– y la encontré amarga. Y la injurié. Y además, “¿de cuál belleza estamos hablando, la belleza para quién? –preguntó ahí mismo Thom Mayne.
Cuando Greg Lynn cuestionó por qué no habían sido incluidos en el panel arquitectos como Richard Meier o el inglés John Pawson –a quienes, por sus proyectos, puede suponerse que les interesa más cierta idea de belleza–, Reisner respondió, simplemente, “si no los incluí es porque encuentro su trabajo aburrido.” Pero, ¿no es eso lo que a arquitectos, como a pintores, músicos y demás artistas serios les reclama el gran público? Su soberbio desprecio no sólo por la belleza sino por el hecho de que alguien aun pueda gustar de ella. Esa petulancia de declarar, aunque sea implícitamente, que la belleza es ya de mal gusto y, peor, aburrida.
El historiador Peter Collins escribía alguna vez sobre esa mutación, comparando a los arquitectos con los cocineros, que éstos jamás le hubieran respondido a un cliente insatisfecho “es que usted no entiende lo que quiero decir” –cosa que el arquitecto moderno reclamaba como un derecho inalienable. Si quiere usted arquitectura bella, pensaba el arquitecto, vaya a buscarla ahí donde ya la conoce. Si quiere invención, creación, funcionalidad y precisión, inteligencia y pensamiento crítico, arriésguese a encontrarse con algo que quizás no le guste.
Pero no sólo el arquitecto. El filósofo parece compartir en parte y sostener esas ideas. En su curso sobre estética Wittgenstein afirmaba que era ridículo pensar que ésta tuviera que ver con lo bello, tan ridículo como pensar que debiera decir también que clase de café sabe bien. Y, por citar sólo un caso más, Antonio Negri escribe: “entiendo por bello un exceso, una innovación. Una libertad que se ha liberado, una libertad cada vez más libre, siempre más poderosa.” La belleza como algo que se ha liberado, en principio, de la misma idea de belleza.
El matemático recientemente fallecido Benoît Mandelbrot, enemigo confeso de la arquitectura moderna, veía con malos ojos ese desdén por lo bello. En una entrevista con Paola Antonelli Mandelbrot dice: “la arquitectura moderna tuvo dos razones de ser. La primera el deseo, de parte de los arqutiectos, de ser diferente. La otra, el deseo, de parte de los constructores, de que fuera barata. Los modernos eran conscientes de que esa arquitectura no era algo bello.”
Y sí, aun hoy, con una revista de decoración para el gran público sobre las rodillas, lo arquitectos seguimos diciendo que encontramos esa belleza aburrida. Algo que, a final de cuentas, parece ser más problemático para los arquitectos que para la arquitectura en general.
1 comentario:
Parece que el tema no tendrá final (feliz)
Pero, ¿No es cierto que la belleza tiene poco que ver con lo "bonito"?
Dice Antonio Miranda en Madrid, que había que echar a los profesores que basaran su crítica en lo bonito y lo feo. Parece que tiene razón.
¿Se podría decir que Ronchamp es un edificio "bonito"?
Pues al parecer nadie dirá que no es bello, ¿pero es bonito?
No se si tu blog es bonito o no, pero a mi me agradó.
Publicar un comentario