en juárez, chihuahua, se inauguró una plaza y en medio una espantosa equis roja, de 64 metros de altura y 250 toneladas con un costo de cien millones de pesos: otra escultura más de sebastián —quien se ha especializado en geometrizar la cursilería transformándola en monumentos de falsa abstracción que “adornan” ya casi cualquier ciudad mediana o grande del país.
la plaza y la monumental equis, además de una concha acústica, se quieren presentar como espacio y arte público que —según las palabras de cesar duarte, gobernador del estado, citadas por un diario— marcan los nuevos tiempos de aquella ciudad. la plaza y la equis son el “monumento a la mexicanidad”, condición ésta que, según el uso habitual de aquella letra en fórmulas matemáticas, debe acaso tenerse por una incógnita a resolver. ¿qué es la mexicanidad? —nos preguntamos. “equis”, nos responden. pero esa equis no es una incógnita sino, como parece dijo su autor, sebastián, representa “el cruce de caminos y el mestizaje de las culturas indígena y española.” entonces no es una incógnita sino un cliché: no plantea preguntas, marca respuestas no por obvias menos inútiles —que la cultura mexicana es fruto de cruces y mezclas, como casi cualquier otra: lo contrario, la pureza sin manchas de una cultura, es excepción, no regla.
ni marca ni mucho menos cruz por miles de muertas cuya muerte sigue sin respuesta ni responsables. es un amuleto para que “nunca más se estigmatice a ciudad juárez” —según héctor murguía, su presidente municipal. se tacha el estigma y así se pretende borrarlo, desaparecer la evidencia y callar las preguntas. ahí está una gran plaza y una gran equis para remarcar nuestra grandeza y enmarcar la seguridad absoluta en lo que somos: así somos y así estamos bien. aquí no ha pasado nada. ¡viva la mexicanidad!
si a eso le llamamos “arte” tenemos un problema. a medio camino entre la grandilocuencia fanfarrona de la propaganda monumental y el kitsch de parque de diversiones —en elevador se puede subir a un mirador y restaurante en el cruce de los dos brazos de la equis en forma, faltaba más, de grotesco “ojo”—, eso no es arte. y menos “arte público”. ahí se espera a un pueblo —la unidad constituida y cerrada que se aplaude al reconocerse en el espejo— y a masas que en conjunto y al unísono aplaudan el concierto de sus ídolos. no público —el público, esa otra cara de lo público que el arte y también la política han construido mediante la crítica que, a su vez, se determina —y eso acaso desde descartes— a partir de la individualidad que ni siquiera afirma, de buenas a primeras, la identidad del propio yo —”yo es otro”, pues.
más allá del gusto, ¿cómo se deciden ese tipo de onerosas celebraciones de nada? ¿quiénes deciden qué se hace y quién y por qué lo hace de una manera y no de otra? preguntas retóricas, sin duda. decide quien manda y paga —aunque no de su propio dinero— y actúa quien, vilmente, le sirve. no se si monumento a la “mexicanidad” pero la plaza y la espantosa equis de sebastián en juárez son un anti-monumento a lo público y al público.