15.9.14
el milagro de cruzar la calle
hace unos meses, en roma, intentábamos cruzar la calle frente al monumento a vittorio emanuele —el altar de la patria italiano. no parecía fácil: algunas calles tenían semáforo y otras, como aquella que pretendíamos atravesar, no. de pronto, frente a nosotros, vimos a un cura caminando hacia la esquina en que estábamos. era notablemente guapo —más aun que los que adornan el calendario de sacerdotes romanos guapos: como las tiendas de abercrombie and fitch o all saints, es claro que para las sucursales más importantes se selecciona al personal con mucho mayor cuidado. vestía pantalón y camisa negras, además del cuello distintivo. iba, por tanto, desarmado: ni cruz ni biblia en la mano, ni sotana que a lo lejos lo identificara. al cruzar, caminaba con paso firme, viendo en todo momento al frente: ni una sola vez miró en el sentido en que venían los coches. a nosotros —como supongo a cualquier habitante de la ciudad de méxico— nos parecía atestiguar un milagro cercano al de moisés separando las aguas del mar rojo o al de cristo caminando sobre el agua. sin duda este cura confiaba absolutamente en la promesa de una vida eterna.
realmente el acto, aunque sorprendente, no era milagroso sino explicable —como probablemente la mayor parte de los milagros. no es que el cura confiara en la vida eterna o en los poderes de su investidura, más bien sabía que, incluso en una ciudad como roma, con la fama que sus automovilistas y sus motociclistas tienen de lanzarse a las calles como si se tratara de un desfile de carnaval en película de fellini, un peatón tiene cierta seguridad, a la hora de atravesar la calle, de que los autos harán lo posible por detenerse y evitarlo.
como una computadora, las ciudades tienen hardware y software o, dicho de otro modo, infraestructuras y superestructuras. las calles y las banquetas, los puentes y los pasos a desnivel, los semáforos y los cruces peatonales, entre otros, son parte de la infraestructura. las leyes y los reglamentos, los usos y las costumbres, son parte de las superestructuras. aunque, de hacerle caso a lo que fustel de coulanges escribió en la ciudad antigua, tal vez habría que invertir el orden. fuste de coulanges insistía en la diferencia entre la ciudad y la urbe —civitas y urbs. la primera, decía, era el resultado de una asociación religiosa —en el sentido de ligar a los unos con los otros— y la segunda el efecto de la primera, su resultado. de cualquier manera, ante la ausencia del hardware —los pasos peatonales y los semáforos, por ejemplo—, el software en algunos casos debería bastar: un peatón atravesando una calle es señal suficiente para que los automovilistas respondan bajando la velocidad o frenando.
cada vez que en la ciudad de méxico se habla de derechos del peatón —o del ciclista—, no falta quien insista en que los peatones también tienen obligaciones, de las que la principal sería, supongo, no atravesar la calle cuando la están usando también los automóviles. el problema es que ahí hay un engaño, una visión centrada en el auto. la gran mayoría de los peatones, exceptuando a quienes tengan vocación suicida, no cruza la calle poniendo en riesgo su vida voluntariamente: cruzan por donde es más fácil, sí: es lógico y natural. y es de menos curioso que los automovilistas piensen que un peatón debe recorrer cien metros hasta el paso peatonal más cercano o subir seis metros de escaleras o rampas para cruzar la calle y no estorbar su paso. más curioso aun cuando en la ciudad de méxico una gran parte de los automovilistas no respetan las reglas básicas para proteger y privilegiar al peatón. modificar ese comportamiento ayudaría tanto como modificar la infraestructura a que cruzar la calle con tranquilidad no fuera un milagro.
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