“Toda la arquitectura es lo que le haces cuando la ve, (¿o pensaban que estaba en la piedra gris o blanca, o en las hienas de arcos y cornisas?” Eso lo escribió Walt Whitman en su Canción para las ocupaciones. Después, Ludwig Wittgenstein escribirá en alguno de sus cuadernos que el trabajo en la filosofía le parecía, en muchos aspectos, como el trabajo en la arquitectura: un trabajo sobre uno mismo, sobre la manera de ver las cosas y lo que esperamos de ellas. Y Paul Klee, en un texto de 1920 titulado Confesión creativa, escribió: “el arte no reproduce lo visible; más bien, lo produce.”
Paul Klee nació el 18 de diciembre de 1879 en Suiza, hijo de padre alemán. Estudió arte en Munich entre 1899 y 1906. Fue parte del grupo de artistas denominado El jinete azul, del que era figura central Wassily Kandinsky. Como éste, Klee fue parte de los maestros de la Bauhaus. De hecho, entró a dar clases ahí un año antes que aquél, en 1921, permaneciendo durante 10 años a cargo de la materia Forma. En su Confesión creativa, Klee plantea una reducción del trabajo gráfico a sus elementos formales básicos, los que también había apuntado Kandinsky: el punto, al línea y el plano, a los que añadió el espacio. A diferencia del punto —adimensional y, suponemos, inmóvil— “los últimos tres están cargado de energía de varios tipos.” Un ejemplo de elemento espacial, dice, “sería una mancha vaporosa como una nube, usualmente de intensidad variable, hecha con un pincel cargado.”
Para Klee, esos elementos producen las formas en un cuadro gracias, como apunta, a variaciones de intensidad energética —lo que, pese al tono metafísico de la afirmación puede, también, entenderse de manera práctica como la fuerza que empuja a un punto a convertirse en una linea que cruza el plano de la tela con cierta dirección y dimensión. “El movimiento es la fuente de todo cambio,” apunta, lo que lo lleva a afirmar que la diferencia entre artes temporales y espaciales es, en el fondo, engañosa: “pues el espacio, también, es un concepto temporal. Cuando un punto se empieza a mover y se convierte en una línea, emplea tiempo. Lo mismo cuando una línea que se mueve produce un plano o cuando planos que se mueven producen espacio.”
Klee no entiende el tiempo sólo como una condición en la producción del espacio de la obra o, simplemente, del espacio, sino también para su percepción. En sus Bases para la estructuración del arte, los apuntes que elaboró para sus alumnos de la Bauhaus, escribe:
La obra como creación humana (génesis) es tanto productiva como receptiva. De acuerdo con las limitaciones manuales del creador depende lo productivo. Lo receptivo queda limitado a las posibilidades del ojo y de su incapacidad para poder abarcar con toda nitidez y al mismo tiempo toda una superficie, por muy pequeña que esta sea. El ojo debe recorrer la superficie, parte por parte, transmitiendo al cerebro la información que la memoria requiera para que ésta acumule las impresiones debidamente. El ojo recorre la ruta indicada en la obra.
El ojo recorre la ruta indicada en la obra: si hablara del cuerpo en vez del ojo, ¿pensaríamos en un corbusiano parcours architectural? ¿Hay diferencia real entre la estructura del cuadro y la del edificio? “Por todos lados veo arquitectura: ritmos de líneas, ritmos de superficies,” dirá Klee. El arte, recordemos, no reproduce lo visible, lo produce, y preguntémonos si el espacio es del orden de lo visible. Para Klee hay al menos una conexión entre el plano del cuadro y el espesor del espacio: “El contraste entre la capacidad de un hombre para moverse al azar en el espacio material o el metafísico y sus limitaciones, es el origen de toda la tragedia humana. En ese contraste entre poder y postración está implícita la dualidad de la existencia humana. Mitad alado, mitad preso, ¡ése es el hombre!”
Paul Klee dejó la Bauhaus en 1931. En 1933 los nazis incluyeron su trabajo en la larga lista de arte degenerado y dejó Alemania junto con su familia para regresar a Suiza, donde murió el 29 de junio de 1940 a los 60 años.
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