“…muchas veces no hay tanta perfección en las obras compuestas de diversas piezas y hechas por las manos de diversos maestros como en las que han sido trabajadas por uno solo. Así vemos que los edificio que un solo arquitecto ha comenzado y terminado suelen ser más bellos y mejor ordenados que aquellos que distintos arquitectos han tratado de componer, haciendo servir para ello viejas murallas que habían sido construidas con otros fines. Del mismo modo, esas viejas ciudades que, no siendo al principio más que pueblecitos, han llegado a ser, con el tiempo, grandes urbes, están, por lo general, mal ordenadas en comparación con las construcciones regulares que un ingeniero realiza según su fantasía en un plano…”
Que prácticamente desde las primeras líneas de su Discurso, Descartes haya usado la arquitectura como imagen y ejemplo de dos maneras de pensar, una que toma lo que encuentra y trata de hacer lo mejor posible con eso y otra, la que propone justamente como su método, que prefiere empezar de cero y construir sobre bases firmes y de manera clara y distinta, no es algo accidental. Varios han estudiado el papel central de dicha metáfora arquitectónica no sólo en el pensamiento de Descartes, subrayando y analizando la aparente y circular obviedad: se debe pensar como se construye porque se construye como se piensa —cuando se hace bien. El filósofo japonés Kojin Karatani dice que desde los griegos hay dos visiones del mundo dominantes: una que lo entiende como devenir, la otra como un producto terminado —y predeterminado— de un hacer. Para esta última visión, hace falta un modelo ideal del arquitecto como creador o, más bien, del creador-arquitecto, capaz de prever con absoluta precisión el orden de cada parte y la forma final con la que culmina un proceso.
En su libro Grand Avenues, una biografía de Pierre Charles L’Enfant, Scott Berg cuenta que éste llegó a Georgetown, el puerto más interior del río Potomac, el 9 de marzo de 1791 con una carta de Thomas Jefferson, Secretario de Estado, instruyéndole, con la aprobación del Presidente, para estudiar un área a lo largo del río que pudiera transformarse en la sede permanente del gobierno de los Estados Unidos. “La ciudad no tomaría forma mediante el lento paso del tiempo —escribe Berg. No sucedería, sería hecha. Si tal cosa habría de tener éxito, pensaba L’Enfant, sería planeada por un solo hombre y aunque la carta de Jefferson no le pedía a él crear el plano de la capital, L’Enfant esperaba que sería su propia mano la que sostendría el lápiz, su mente la que daría forma a las calles, plazas y espacios monumentales y su nombre el que se asociaría con su realización.”
Pierre Charles L’Enfant fue el tercer hijo del pintor Pierre Lenfant y Marie Charlotte Luillier, que trabajaba en la Manufactura Real de Gobelinos. Nació en París el 2 de agosto de 1754. Apoyado por su padre, estudió dibujo y pintura en la Academia Real del Louvre hasta que en 1777, a los 23 años, se unió al ejército revolucionario que pelearía por la independencia de los Estados Unidos, sirviendo como ingeniero militar al lado del Marqués de Lafayette. Ganada la guerra, L’Enfant se estableció en Nueva York como ingeniero civil. con relativo éxito profesional y económico.
Tras su llegada a Georgetown, L’Enfant trabajó durante tres semanas para, a la llegada de Washington, el 28 de marzo, poder mostrarle su plan para la nueva ciudad, algo que iba más allá del encargo que Jefferson le había dado. Después de esa primera presentación, L’Enfant siguió desarrollando el plan para la ciudad que le presentó ya casi terminado al Presidente el 22 de junio. Dos tramas superpuestas, una siguiendo los ejes norte-sur y oriente-poniente y otra de grandes avenidas en diagonales, que abrían perspectivas de inspiración barroca y marcaban los puntos donde se inscribirían grandes edificios públicos y monumentos. Pero al año siguiente las cosas cambiaron. L’Enfant insistía en imponer su plan y su visión, que entraban en conflicto con un realismo más pragmático de muchos otros implicados en la toma de decisiones, incluidos Jefferson y Washington, quien terminaría retirándole el encargo. L’Enfant no había cobrado por sus servicios y reclamó al Congreso un pago que tardó mucho en llegar y cuando lo hizo fue en un porcentaje mínimo en relación a sus demandas. Washington, la ciudad, se construyó gracias a la suma de varios planes, incluyendo el de L’Enfant con todo y sus secretas referencias masónicas y más de cien años después, en 1901, el de la comisión presidida por el senador James McMillan, que terminó por definir el Mall. Al contrario de lo que hubieran deseado Descartes y L’Enfant, pues, la ciudad no se hizo, sucedió gracias a la voluntad de muchas cabezas: creció, no se creó, quizá algo en el fondo inevitable —como inevitable también ha de ser el impulso por hacer ciudades.
Pierre Charles L’Enfant murió sin un centavo, soltero y sin familia, el 14 de junio de 1825.
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