Primero de marzo de 1901, el público reunido en un salón de la Hull House en Chicago esperaba atento la conferencia del joven arquitecto que, pese a su fama, todavía no cumplía los 34 años —había nacido el 8 de junio de 1867. La casa donde estaban reunidos había sido construida en 1856 por Charles J. Hull, pero en 1889 Jane Adams, socióloga, trabajadora social y líder del movimiento para obtener el voto para las mujeres, fundó junto con Ellen Gates Starr un centro comunitario para los vecinos del barrio, en especial las mujeres, donde podían tomar clases prácticas de cocina, costura o inglés —muchos eran inmigrantes— y que pronto ofreció también cursos y conferencias como la que estaba a punto de empezar. El arquitecto empezó:
En tanto trabajamos nuestros diversos caminos, toma forma dentro de nosotros, de alguna forma, un ideal —algo en lo que deberemos convertirnos—, hay trabajo que hacer. Esto, pienso, lo ignoran muy pocos, y empezamos a vivir realmente sólo cuando el entusiasmo de ese ideal nos empuja a lograr algo. En los años que en mi propia vida he dedicado a sacar de materiales necios el sentimiento de la belleza, en el vértice de estas distorsionadas condiciones complejas, hay una esperanza que crece más fuerte cada año, que equivale hoy a la convicción, gradualmente más profunda, de que en la máquina yace el único futuro de las artes y los oficios.
El joven arquitecto hizo una pausa y observó a su público. Tal vez tomó un trago de agua. No era el primero ni sería el último en señalar el profundo cambio que desatarían las máquinas y la producción masiva. William Morris, a quien citará más adelante en su conferencia, ya lo había entendido pero lo veía más como algo a lo que había que resistir. Luego vendrán Loos, Gropius, Le Corbusier, los Futuristas italianos o los Constructivistas rusos, entre otros, a tratar de entender y aprovechar los modos de producción mecánica y estandarizada. Suponiendo que parte de los asistentes fueran obreros o sus esposas, inmigrantes cuya condición económica no parecía mejorar mayormente por las ventajas de la máquina, el arquitecto debía reforzar su punto de algún modo. “Si algo no resultó evidente para William Morris, el gran demócrata —dijo—, es que la máquina será el gran precursor de la democracia.”
Para demostrar su punto, tomará su propio oficio de ejemplo: “asumamos —dijo— a la arquitectura en el viejo sentido de un arte tradicional, y a la imprenta como ejemplo de la máquina. Lo que la imprenta —la máquina— le ha hecho a la arquitectura —las bellas artes— le sucederá tarde o temprano a todo arte conformado por el viejo ideal de la artesanía.”
El arquitecto no escogió esa comparación a la ligera. Tenía un aliado para continuar con su exposición: Victor Hugo y el capítulo de Nuestra Señora titulado Esto matará aquello. “La profecía de Frollo, que «el libro matará al edificio,» según recuerdo, fue para mi de niño una de las cosas más tristes del mundo.”
El arquitecto hará entonces un breve resumen del texto de Victor Hugo: la arquitectura es la primera manera como el pensamiento humano se fija materialmente y se perpetúa, la primera escritura, pues; pero construir un edificio lleva tiempo y exige demasiado esfuerzo; la invención de Guttemberg permite fijar las ideas de una manera más sencilla y rápida y, mejor aun, se pueden reproducir fácilmente y transportar de un lugar a otro; el libro impreso es el más grande evento de la historia, la primera gran máquina después de la gran ciudad; con el libro impreso empieza la decadencia de la arquitectura: el Renacimiento.
¿Aceptará tan fácilmente el arquitecto la decadencia de su arte casi cuatro siglos antes de que el empezar a trabajar? Por supuesto que no. De lo que realmente nos quiere hablar no es del final de la arquitectura sino de su redención y precisamente gracias a la máquina. No sólo mediante el uso de máquinas para su construcción sino, sobre todo, de su transformación en una máquina, del entendimiento de una lógica maquínica operando en y desde la arquitectura. “El moderno edifico de oficinas es la máquina pura y simple.” dirá. Es una revelación. La mayoría de los grandes arquitectos no han sabido ver eso, sólo unos cuantos antes que él, quizás tan sólo su maestro, pero no los maestros.
Los «maestros» —esto es, los seguidores a la moda de Fidias— han tratado de convertir el esqueleto de acero en diecisiete tipos de «arquitectura» al mismo tiempo, cuando todo mundo sabe —excepto los «maestros»— que no es ninguno de esos. Vean ahora cómo un elemento —la vanguardia del nuevo arte— ha entrado aquí sin que la ecuación arte-estructura pueda satisfacerle sin mentir o engañar. Este elemento es la necesidad estructural reducida al esqueleto, completa en sí misma sin el toque del artesano.” El toque del artesano no es, o no sólo, el del obrero que construye sino, principalmente, el del arquitecto que diseña sin entender la construcción de una manera orgánica —y esa palabra seguirá dando vueltas en la cabeza y apareciendo en los discursos del arquitecto por muchos años más. “Hoy, dirá más adelante, “las herramientas son los procesos y las máquinas donde antes eran el martillo y la gubia.”
El joven Wright —así se apellidaba el arquitecto— insistirá en que esa nueva arquitectura será asunto de “percibir y expresar la armonía de las tendencias orgánicas” y entender que “la concepción y la composición son simplemente la esencia del refinamiento en la organización,” donde el arquitecto ya no es la estrella de la presentación sino el líder de la orquesta.
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