“Si Gustav von Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia, pudiera un día no lejano resurgir y regresar al Lido, se metería un tiro en la sien, aniquilado no por un rubio efebo polaco sino por el paisaje desangrado.” Eso lo escribió Raffaele Liucci —historiador italiano nacido en Milán pero “veneciano de adopción”— en un librito de menos de cincuenta páginas y que ninguna editorial quiso publicar hasta que en el 2013 lo hizo Stampa Alternativa. El libro se titula El político de domingo: ascenso y caída de Massimo Cacciari. El título, dice Liucci, alude al de otro dedicado a la vida y pensamiento del filósofo Alexandre Kojève, quien tras la Segunda Guerra, trabajaba como funcionario del gobierno francés entre semana y era, según afirmó Raymond Queneau, un filósofo de domingo.
Como Kojève, Cacciari también es filósofo. Nació en Venecia el 5 de junio de 1944. Estudió filosofía en la Universidad de Padua y fue profesor de Estética en el Instituto de Arquitectura de Venecia desde 1980. Ha publicado libros y ensayos sobre Nietzsche y Wittgenstein, pero también sobre Kraus y Loos y la Viena de fin del siglo XIX y principios del XX. Cacciari también ha tenido una participación política activa. Fue miembro del partido Potere Operaio (Poder Obrero) en el que eran figuras centrales Toni Negri y Mario Tronti. Después militó en el Partido Comunista Italiano, pero fue apoyado por el partido Los Demócratas, más al centro que a la izquierda, que Cacciari llegó a ser alcalde Venecia, primero de 1993 al año 2000, y luego del 2005 al 2010. Esos años, según Luicci, fueron en los que la Serenísima “dejó de ser una ciudad en decadencia para convertirse en una ciudad muerta, espoliada por un turismo rapaz y destructivo, simbolizado por los gigantescos cruceros que atravesaban el delicadísimo canal de la Giudecca.” Luigi Mascheroni, comentando el “implacable” y “feroz panfleto” de Liuicci, escribe:
Reducida a ciudad mainstream, sólo para el turismo masivo. Desde ahora la llamo Venecialandia. Para destruir una ciudad normal, hace basta un par de starchitects o un mal urbanista ocupado en asuntos políticos. Pero para hundir una ciudad-joya como Venecia, hace falta un filósofo.”
Además de acusarlo de entregar a Venecia al manos (y ojos y pies) de los turistas —lo que se venía dando desde al menos unos dos siglos antes de que von Aschenbach desfalleciera en el Lido—, Liucci le reclama a Cacciari, entre otras cosas, su gusto por el concreto pero no lo concreto (lo acusa también de escribir libros ininteligibles), por los reflectores y las mujeres y su mal gusto en los puentes —encargó el poco afortunado de Calatrava. Tal vez Platón se equivocó y no sean los filósofos los mejores para gobernar la ciudad.
Entre tanto, lo que ha escrito Cacciari sobre la ciudad sí resulta por demás interesante. En un texto publicado en español en el 2010 y titulado, simplemente, La ciudad, escribe que ésta se encuentra “sometida a preguntas contradictorias” y que “querer superar tales contradicciones es una mala utopía.” Lo que se requiere es darle forma: la ciudad en su historia es el experimento perenne para dar forma a la contradicción y al conflicto.
De entrada el conflicto y la contradicción se dan entre dos términos que, según explica Cacciari, no son plenamente equivalentes: polis y civitas. La polis griega es “la sede, la morada, el lugar donde tine su raíz determinado genos, una determinara estirpe, una gente (gens/genos). En griego el término polis resuena inmediatamente a una idea fuerte de arraigo.” En cambio, la civitas romana “se funda a través de la obra conjunta de gente que había sido desterrada de sus ciudades.” Es una congregación de extraños que acceden a someterse a las mismas leyes a pesar de sus diferencias —repitiendo la frase de Richard Sennett: el lugar común de quienes no tienen nada en común. La distinción entre esos dos modelos ideales no es menor, pues de la polis deriva lo político y de la civitas lo ciudadano. Uno parece presuponer una unidad a priori, el mismo pueblo, mientras que en el otro la unidad es un resultado que jamás borra a la diversidad original. De ahí se sigue otra distinción: por un lado, dice, el lugar del ocio, del intercambio humano y, por tanto, político, y del otro, el lugar donde poder desarrollar los neg-ocios. De un lado la ciudad para reconocernos como comunidad, del otro la cuidad de la producción y, sobre todo, de los flujos. ¿Qué ha sucedido en la historia del urbanismo en los últimos siglos?, pregunta Cacciari. Desde el siglo XV al XX, responde, se ha producido, en nombre de la ciudad instrumento, una destrucción de todo aquello que en la ciudad precedente impedía ese movimiento y obstaculizaba la dinámica de los negocios. Para poner un ejemplo demasiado simple y acaso reductivo, donde había una plaza habrá ahora una autopista y donde había un parque una torre de oficinas.
Y Cacciari, dos veces alcalde de Venecia, acusado Liucci de haberla entregado, justamente, a los negocios del turismo advierte:
Antes de discutir sobre elecciones urbanísticas debemos hacernos una pregunta: ¿qué le pedimos a la ciudad? ¿Le pedimos que sea un espacio donde se reduzca a la mínima expresión toda forma de obstáculo al movimiento, a la movilización universal, al intercambio? ¿O le pedimos que sea un espacio donde haya lugares de comunicación, lugares fecundos desde el punto de vista simbólico, donde se preste atención al ocio?
Cacciari dice que, desgraciadamente, pedimos ambas cosas, pero que es imposible tenerlas en conjunto. El filósofo y político de domingo —un largo domingo, hay que decirlo— dice que habrá que pedirle a arquitectos y urbanistas trabajar en y desde esa contradicción para él insuperable. El ágora ha muerto, anuncia el filósofo. Y más: la ciudad también ha muerto —que no lo acusen de la muerte de Venecia: ya estaba muerta, como toda ciudad, cuando el se hizo cargo. Hoy, dice, no habitamos ciudades: “habitamos territorios indefinidos donde las funciones se distribuyen en el interior, independientes de toda lógica programática, de todo urbanismo; se ubican según intereses especulativos y presiones sociales, pero no según un proyecto urbanístico.
Cuando Cacciari dice que “ya no tiene ningún sentido hablar de ciudad”, habrá que preguntarse si habla el filósofo, con un realismo algo pesimista, o el político —aunque sea de domingo— con una visión pragmática con algún toque de cinismo.
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