Marcel Ducham nació el 28 de julio de 1887 en Blainville-Crevon, cerca de Rouen, cabecera de la Alta Normandía. En 1915, en Nueva York, empezó a trabajar en La novia desnudada por sus solteros, aun o, para abreviar, el Gran Vidrio, que dio por terminado en 1923. El extremo superior derecho de la mitad inferior, la de los solteros, lo ocupan los testigos oculistas. Octavio Paz dice que su nombre hace referencia a los testigos oculares, “tanto en el sentido judicial de hallarse presente en el caso como en el religioso del que da fe de una pasión o de un martirio.” El cambio de ocular a oculista hace pensar también en la diferencia entre la mirada y la visión. Duchamp buscaba una pintura que no fuera, en sus términos, meramente retiniana: un obsequio a la mirada que no implicara una visión ya no óptica sino intelectual del mundo. En una carta a Jean Suquet, escritor y fotógrafo, explicaba que el vidrio no estaba hecho para ser mirado con ojos estéticos. El Gran Vidrio debía ir acompañado de un texto o, más bien, una colección de notas y diagramas que describen los procesos que el Vidrio, en cierto sentido, exhibe : la Caja Verde. La paradójica relación entre el Vidrio y la Caja es la del mostrar con la demostración.
En 1957 Duchamp concluyó una breve conferencia que dio en Houston, titulada El acto creativo, diciendo que “el acto creativo no es ejecutado sólo por el artista; el espectador pone a la obra en contacto con el mundo exterior al descifrar e interpretar sus cualidades internas y, así, añade su contribución al acto creativo.” Toda la obra de Duchamp gira en torno a ese tema: el espectador como recreador. En el Gran Vidrio, los testigos oculistas son una prefiguración del hipotético espectador. En su libro Resonances du readymade, Duchamp entre avant-garde e tradition, Thierry de Duve dice que “ilustran la manera como se representa el encuentro real de la obra y de los espectadores.” La manifestación de la obra, dirá Paz, exige la mirada ajena, la mirada del otro. Los testigos oculistas nos muestran que esa mirada ya está, de algún modo, incluida en la obra: “nuestro testimonio es parte de la obra.”
Antes de dar por concluido su trabajo en el Vidrio, Duchamp realizó un ensayo para los testigos oculistas titulado À regarder (l’autre côté du verre), d’un œil, de près, pendant presque un heure. El largo título es un instructivo de lo que hay que hacer no ante sino con la obra: mirar, del otro lado, con un ojo, de cerca, casi por una hora, a través de la lente Kodak que, como los testigos oculistas, parte de la obra. Thierry de Duve las instrucciones:
El ojo clavado a la lupa veo —o, más bien, no veo— desaparecer la obra de mi campo visual para que aparezca una imagen invertida y reducida de la sala del MoMA donde está expuesto el objeto. Comienza una espera más bien incómoda y aburrida. La revelación se da cuando, por azar, pasa otro visitante que se me aparece como un homúnculo cabeza abajo en mi sitio, pues yo estuve antes de ese lado del vidrio donde se lee el título-instructivo. Un encuentro entre dos espectadores acaba de tener lugar, fallido: el vidrio es el obstáculo y la lupa suprime la tercera dimensión de lo real.
La obra revela así, de golpe, otra condición del acto creativo que Duchamp explicó en su conferencia de 1957. Duchamp asume que cuando un artista está produciendo una obra no es consciente en el plano estético de lo que hace: “todas sus decisiones en relación a la ejecución artística de la obra descansan en la pura intuición y no pueden ser trasladadas a un auto-análisis, hablado o escrito, ni siquiera pensado.” Eso no quiere decir que el autor nunca sea consciente de lo que está haciendo, sino que para serlo, debe pasarse al otro lado, tomar distancia y ver su obra como otro —pues “es el espectador el que termina el cuadro.” Pero, al mismo tiempo, el espectador tampoco puede ser consciente de su papel en tanto espectador —como testigo oculista— sin pasarse al otro lado: no puede ver la obra y verse viendo la obra y más: pensarse pensando lo que implica ver una obra de tal o cual manera mientras está viendo la obra. La obra de Duchamp no exige, pues, darle tantas vueltas como algunos suponen, acaso sólo una: pasarse al otro lado y descubrir —como ya antes lo había hecho Rimbaud— que yo es otro.
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