Si hubiésemos podido acompañar al capitán Ahab hasta su cabina tras la tempestad que estalló una noche después de que la tripulación aceptara con aquel feroz entusiasmo su proyecto, lo habríamos visto dirigirse hasta el armario y sacar un gran rollo arrugado y amarillento, compuesto de cartas marinas, para desplegarlo a continuación en la mesa atornillada al suelo.
Así empieza el capítulo XLIV, La carta náutica, del libro que Herman Melville publicó en Londres el 18 de octubre de 1851 con el título The Whale y un mes después en Nueva York agregando el nombre con el que hoy todos lo conocemos: Moby-Dick. En 1939, a los 20 años, Melville entró a la marina mercante y durante cinco años fue miembro de la tripulación en distintos barcos balleneros, además de haber leído diversos libros sobre ballenas y su pesca antes de escribir Moby Dick. Melville describe a Ahad, “con los mapas de los cuatro océanos frente de sí” y “tejiendo una red de corrientes y remolinos para asegurarse de poder cumplir su propósito monomaníaco.” Ahab dibujaba constantemente sobre esos mapas, “casi todas las noches los cogía y borraba algún que otro trazo hecho a lápiz para sustituirlo inmediatamente por uno diferente.” Suponía que el conocimiento preciso de las corrientes le daría información sobre los desplazamientos de los cardúmenes de peces y así descubrir los movimientos futuros de la presa que buscaba. Podemos imaginar los mapas del capitán Ahab de apariencia muy distinta al mapa en blanco del océano de Bellman, personaje de La caza del Snark, poema escrito por Lewis Carroll:
He had bought a large map representing the sea,Whitout the least vestige of land:And the crew were much pleased when they found it to beA map they could all understand.
Ahab guarda celosamente su mapa, que cada noche recompone con nueva información, mientras que Bellman comparte el suyo, absolutamente en blanco y que todos pueden entender. Ambos mapas, sin embargo, se parecen. En el capítulo Lo liso y lo estriado de Mil mesetas, Deleuze y Guattari usan el modelo marítimo como uno de los casos para explicar la diferencia entre esas dos condiciones: lo liso y lo estriado. En el primera, predomina la línea sobre el punto, los vectores sobre las posiciones: “es un espacio construido gracias a operaciones locales con cambios de dirección,” como las de las corrientes marinas o de los cardúmenes que las siguen. El mar, explican, “es el espacio liso por excelencia y, sin embargo, es el que más pronto se ha visto confrontado con las exigencias del estiaje cada vez más estricto.” En el mar, sobre todo en mar abierto, no hay referencia que valga a partir tan sólo de su pura superficie que es, a fin de cuentas, como la hoja en blanco del mapa de Bellman. Para navegarlo, al mar se le sobreponen o referencias externas: los meridianos y los paralelos, las longitudes y las latitudes, las estrellas y constelaciones, o bien referencias profundas, sutiles y acaso invisibles: vientos, ruidos, colores y los sonidos del mar, dicen Deleuze y Guattari.
El mapa en blanco de Bellman que cualquiera puede entender aunque alguno suponga que no sirve para nada y el mapa redibujado a diario de Ahab, quien sabe que ni “el atento estudio y la permanente vigilancia” que les dedica a sus cartas le permiten “fundamentar sus esperanzas” en ese único instrumento: “¿no resulta insensata la idea de que en un océano infinito un sencillo cazador pudiera reconocer e individualizar a una ballena solitaria?” El mar, para Melville —el marino escritor que describió un mapa interminable como inacabable era la caza de la gran ballena— y para Carroll —el matemático escritor que dibujó un mapa del mar tan blanco como una hoja borrada—, como para Deleuze y Guattari, es tan liso como el desierto —un laberinto liso, sin muros pero, por lo mismo, más difícil de desentrañar, según cuenta Borges—, donde “viajar es todo un devenir, difícil e incierto.”
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