7.11.16

el otro rogers


¿Qué es un hombre, si ni siquiera es honesto? Y aún, ¿qué es un arquitecto, si ni siguiera es lógico?

Ernesto Nathan Rogers, el tío italiano de Richard Rogers, nació en Trieste el 16 de marzo de 1909. Estudió en el Politécnico de Milán, de donde se recibió en 1932. Asociado con Gian Luigi Bianfi, Ludovico Barbiano di Belgiojoso y Enrico Peressutti inició su despacho: BBPR. Su padre era inglés y su madre judía, por lo que durante la Segunda Guerra se exilió a Suiza. Regresó a Italia en 1945 y siguió trabajando con sus socios —Bianfi había muerto ese mismo año en un campo de concentración donde estaba recluido, junto con Belgiojoso, acusados de actividad antifascista. Entre el 46 y el 47, Rogers fue director de la revista Domus y luego, del 53 al 65, de Casabella. En 1958, BBPR terminó el proyecto de la Torre Velasca, un edificio de 26 pisos de altura que es característico de la segunda etapa del pensamiento de Rogers, en la que busca incorporar la nueva tradición que habían legado los maestros del movimiento moderno a la más larga de la arquitectura. El perfil medieval de la Torre Velasca no era, para Rogers y sus socios, sólo un guiño estilístico sino una manera de responder a lo que calificó como las preexistencias ambientales: “construir un edificio en un ambiente ya caracterizado por las obras de otros artistas,   escribió, impone la obligación de respetar estas presencias, con el objeto de aportar la propia energía como nuevo alimento para la perpetuación de la vitalidad de aquéllas.”

En una conferencia titulada La arquitectura moderna después de la generación de los maestros, publicada después en 1958, reflexionaba sobre la condición, entonces ya histórica, de las primeras obras del modernismo arquitectónico, a las que proponía estudiar como parte de una larga tradición más allá de su voluntad de ruptura: “seremos tanto mejores discípulos cuanto menos condescendientes seamos con las formas del pensamiento y las obras precedentes y en la medida en que mejor sepamos ver en perspectiva lo que se hizo antes de nosotros y afirmar así la autonomía de nuestro juicio y nuestro derecho a crear para los contemporáneos.” En aquellos momentos en Italia, el pensamiento de Rogers, como el de Zevi, diez años menor, o el de los más jóvenes como Rossi, Portoghesi o Tafuri, apuntaba a entender de nuevo la arquitectura en un contexto cultural e histórico amplio, tras la ruptura que supusieron las vanguardias. La afirmación de la contemporaneidad de la arquitectura dependía para Rogers de reinsertarla cultural y espacialmente en un contexto histórico más amplio. La historia, decía Rogers en aquella conferencia, “está compuesta no solamente por el frío examen de las crónicas, sino también, y a menudo en mayor grado, por la elección que hacemos de ellas.” La figura heroica del arquitecto moderno que había marcado las primeras décadas del siglo XX, debía dar lugar a la arquitectura contemporánea: “si no se quiere recaer en una peligrosa Babel —escribió en otra parte Rogers, las palabras individuales se deben organizar en una lengua viva y común.”

Era, decía, un problema de lógica: “la esencia de la arquitectura moderna no consiste en algunas formas particulares, sino en el modo de afrontar los problemas según un principio de consciente claridad.” Lógica y, por tanto, honestidad. Para seguir siendo arquitectura, dijo, “la tradición no debe ser ni el arco ni el capitel, ni la horizontal ni la vertical, sino el modo de entender todos los elementos en su significado esencial, que es la perfecta coherencia entres sus formas y las necesidades que han generado tales formas.” Esa coherencia, agrega Rogers, es un acto moral. Ser moderno, dirá también, significa simplemente existir y ser racional es, según Rogers, la condición esencial para nuestra existencia. 


Ernesto Nathan Rogers murió el 7 de noviembre de 1969.

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