6.11.16

música ambiental


Si hiciera sentido, se podría decir que los arreglos de Ray Conniff son a la música lo que las películas mudas al cine: cualquiera las entiende sin importar el idioma que hable. Por ejemplo, Granada, la clásica de Agustín Lara, en la versión de Ray Conniff, tras una introducción con una trompeta que se quiere española pero que suena más al Tijuana Brass de Herb Alpert, transforma el Granada, tierra soñada por mi y todo lo que sigue en pa, pa, pa, pa, pa, pa, pa… Los arreglos de Ray Conniff le dan ciudadanía musical al tarareo con el que recordamos una canción cuya letra olvidamos o que simplemente no podríamos cantar porque está en una lengua que ignoramos. No es un ejercicio de improvisación vocal, todo lo contrario: nada más alejado del virtuoso scat de Ella Fitzgerald que el pa, pa, pa, pa, pa, pa, de los coros de Conniff. Su música no exige que la sigamos con el cuerpo, que encojamos los hombros como cuando Ella quiebra el ritmo de su improvisación y sostiene la nota más alta. Su música se oye, más bien, con la misma tranquilidad con la que Conniff dirigía a su orquesta, dándole la espalda y sonriendo al público. No es raro que el director de una banda le de la espalda a sus músicos: también Pérez Prado dirigía así, aunque puntuando cada pieza con sus inconfundibles gritos ¡dilo! o ¡aaaaaaah! —el mambo, por supuesto, lo exigía. Volviendo a Conniff, la imperturbada cadencia de sus arreglos hizo a muchos calificarlos, despectivamente, como música de sala de espera —muy distinta a la música de vestíbulo o lounge, basta comparar el pa, pa, pa de Conniff con el ¡pow! de Esquivel. Música de elevador: música ambiental, pues —¿tiene algo de malo?

En su libro La lógica del límite, el filósofo Eugenio Trías habló de la música y la arquitectura como artes ambientales: “se instalan inmediatamente en eso que suele llamarse medio ambiente” y actúan directamente sobre nuestra piel —de la música, más comúnmente que de la arquitectura, solemos decir que cuando nos emociona, nos eriza la piel. También dice que ambas están a medio camino entre lo prelingüístico y el logos: lo que dicen lo hacen de manera distinta a como un poema o una novela dice algo —y también lo muestran de manera diferente a como lo hace la pintura. La letra de la canción o la inscripción en la lápida por supuesto dicen algo, pero en el fondo la melodía y la piedra se bastan por sí solas para determinar un ambiente —la estela cuyas inscripciones no alcanzamos a descifrar o la canción en una lengua extraña que no comprendemos lo demuestran. La condición de ambiental no es, por tanto, al menos en los términos de Trías, una descalificación para la música ni lo sería para la arquitectura.

La música para elevador o para aeropuertos tiene, pues, tanto chiste como chiste tienen los anodinos elevadores o los aeropuertos que le sirvieron a Marc Augé para definir los no-lugares. Cuando Brian Eno publicó su disco Music for Airports, el primero de su serie Ambient, lo acompañó de un breve texto en el que explicaba su concepto de lo ambiental: “el concepto de música diseñada específicamente como fondo en el ambiente (environment).”  Esa música, diseñada para oírse de manera distraída, por esa misma condición, dice Eno, no parece merecer atención ninguna. Pero, tras manifestar su creciente interés en la música como ambiente (ambience), Eno dice que esa música atmosférica es como un tinte, algo que le da cierto color al entorno, sin volverse un motivo central. Eno, sin embargo, hace una distinción entre la música ambiental comercial y la suya, que podríamos llamar experimental. La primera “procede mediante la regularización de los ambientes (environments) recubriendo su idiosincracia acústica y atmosférica,” la segunda “pretende potenciarlas.” Mientras “la música de fondo convencional se produce quitando cualquier sentido de duda o incertidumbre (y por tanto todo interés genuino) de la música, la Música Ambiental retiene esas cualidades.” La música ambiental, según la imagina Eno, debe ser capaz de escucharse con varios niveles de atención, sin imponer ninguno, y debe ser capaz de poderse ignorar, sin dejar por tanto de ser interesante.

Pensando aquello que dijo Paul Valery en el Eupalinos: que hay edificios mudos, otros que hablan y unos más, los más raros, que cantan, ¿habrá edificios que cantan como Ella improvista y otros que cantan como coros de Ray Conniff? ¿Habrá otros edificios que sean, como la música ambiental de Eno, tan interesantes como dignos de ser ignorados?


Por cierto, Agustín Lara murió el 6 de noviembre de 1970, el mismo día que Ray Conniff festejaba sus 54 años. 

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