5.11.16

la folletinesca historia del hotel del prado


Carlos Obregón Santacilia nació en la ciudad de México el 5 de noviembre de 1896. Estudió en la Academia de San Carlos, de donde se recibió en 1924. Un año después hizo su primer proyecto, la escuela primaria Benito Juárez, en la ciudad de México, de estilo neocolonial, que en aquellos años, tras la Revolución, se juzgaba la respuesta adecuada al afrancesamiento que había imperado durante los últimos años del porfiriato. En 1928, hizo las oficinas de la Secretaría de Salud, ya con un estilo Art Decó sobrio que irá depurando hasta sus últimas obras, como el Hotel del Prado, frente a la Alameda, o las oficinas del Instituto Mexicano del Seguro Social, de 1950. Obregón Santacilia fue también promotor de concursos, como el de la vivienda obrera, en los años 30, que ganó Juan Legarreta, y escribió varios libros sobre la condición y características de la arquitectura mexicana a mediados del siglo XX.

Otro de sus libros fue la Historia folletinesca del Hotel del Prado, con el largo subtítulo: Un episodio técnico, pintoresco, irónico, trágico, bochornoso de la postrevolución. Ahí contó la historia no de uno sin o de dos hoteles —porque, como se puede leer en la segunda de forros: también las cosas tienen historia. El Hotel del Prado y el Hotel Reforma le fueron encargados más o menos en la misma época a Obregón Santacilia por Alberto J. Pani, “hombre que se jactaba de haber pertenecido a todos los gobiernos desde Madero, de haber sido ministro de todos ellos o de haber ocupado los más altos puestos”, escribe Obregón. Alberto Pani nació en Aguascalientes en 1878. Apoyó a Madero y fue durante su corto gobierno subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes. Carranza lo nombró secretario de Industria, Comercio y Trabajo y luego embajador en Francia. Con Álvaro Obregón fue secretario de Relaciones Exteriores y luego de Hacienda, puesto en el que lo ratificaron Calles y luego Aberlardo Rodriguez. Fue uno de los fundadores del Banco de México y de lo que luego fue Banobras.

Obregón Santacilia dice que el 15 de Mayo del 32, en una reunión en la secretaría de Hacienda, el ingeniero Pani le dijo “¿qué le parecería construir dos grandes hoteles en la ciudad? Hay que hacer unos hoteles como los de París.” Uno sería el Hotel Reforma y otro el del Prado. Para éste, según cuenta Obregón Santacilia, se expropiaron varios terrenos frente a la Alameda que luego, sin seguir las disposiciones legales, se vendieron a un particular, Alfonso Peón —hombre de paja de Pani, dice Obregón. En abril del 33, Pani, como secretario de Hacianda, aprobó el proyecto de Obregón Santacilia para el Hotel del Prado —hasta ahí, supongo, éste no veía nada malo aun en el proceder de aquél. Todo iba bien hasta que Ricardo, Rico Pani dijo en público que su papá no obedecía órdenes del presidente, Aberlardo Rodriguez, sino de Calles —lo que probablemente fuera cierto. Rodriguez destituyó a Pani y empezaron los problemas. A finales del 34 Pani le quitó el proyecto del hotel de su propiedad —el Reforma— a Obregón para dárselo a Mario, su sobrino recién llegado de París. De él dice Obregón : “no tiene disculpa alguna en su actitud, al haber aceptado sin asomo de decencia el que se me despojara de mis obras para dárselas a él. Cuando vino de Europa un año antes de recibir su título de arquitecto en la caduca, aunque cacareada Ecole de Beaux Arts de París, yo lo recibí cordialmente en mi oficina.”

Obregón Santacilia se defendió en la prensa y en el Colegio de Arquitectos, y terminó su Historia en 1948, pero no fue sino hasta el 51, cuando Alberto J. Pani publicó sus memorias, que se decidió a publicarla. El libro abre con un epígrafe de Shopenhauer:  “dígase la verdad aunque sea motivo de escándalo,” y pretendía, según su autor, “relatar lo acontecido en la obra del Hotel del Prado durante los dieciséis años que se invirtieron en su construcción,” para “exhibir un momento de la vida de nuestra gran ciudad con todas sus lacras, las fuerzas negativas que anidaron dentro.” Como en novela de intrigas, Obregón Santacilia anuncia que en su relato, como sucedió en el desarrollo de la obra, desfilan “tipos característicos de nuestro medio y de la época, personajes de todas clases: ex-ministros, truhanes, un expresidente de la República, tipos de familias “bien”, representativos de instituciones, de las artes, aprovechados, profesionales, asesinos, asesinados, extranjeros, etc.” Y sí, Obregón, además de hablar de políticos y administradores de pocos escrúpulos, habla de niños encontrados muertos y de senadores asesinados; de cómo Luis Osio, administrador de la Compañía Operadora de Hoteles, a cargo de la obra, prefirió encargar la decoración de la cantina a un francés, Paul Bourdelle, en vez de a Chucho Reyes, que proponía “ángeles y caballos de cartón, dentro de la tradición de los judas, de grandes dimensiones;” del escándalo cuando Diego Rivera incluyó en su Sueño de una tarde dominical en La Alameda la frase de Ignacio Ramírez, El Nigromante, Dios no existe. 


Bien documentado, aunque evidentemente parcial, el librito de Obregón tenía la intención de mostrar “la ignorancia y falta de respeto de los que encargan las obras y en lo que al medio se refiere, la falta absoluta de ética y de respeto por el trabajo y la propiedad artística.”  Denunciar “tantas cosas que nada tienen que ver con la arquitectura” y que sin embargo la afectan. En un medio tan dado al silencio o a las críticas de sobremesa, ese libro ya sexagenario es un buen ejemplo del bien que haría poner ciertas cosas en tinta sobre papel.

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