Hace casi 150 años, una noche, Arthur Rimbaud, que aun no cumplía los veinte, a nombre de todos los que seguirían, sentó a la belleza a sus rodillas y la encontró amarga. Y la injurió. Por entonces, según algunos, nacía la modernidad, pero más bien llegaba a la edad adulta. En la segunda mitad del siglo XIX la belleza se había vuelto aburrida. Siempre había tenido doble cara, con un lado que recuerda la decadencia, como en los retratos de vanidad, o los monstruos que produce el sueño de la razón y la seducción no sin terror de lo sublime. Pero algunos preferían una belleza edulcorada, sin dobleces ni complicaciones. Rimbaud no. Advirtiendo que hay que ser absolutamente modernos, buscaba el lado amargo de la belleza.
En su ensayo La actualidad de lo Bello, Hans-Georg Gadamer explica que quien dice de algo que es bello no dice sólo que le gusta, como podría gustarle una comida. Cuando se encuentra bello algo, se asume que es bello o, “para decirlo con Kant: «se exige la aprobación universal.»” Ven, ¡tienes que ver esto! ¿No es bellísimo? Si el otro no lo encontrara bello, no será posible convencerlo con discursos: “no es ésa la forma en que puede llagar a ser universal un buen gusto. Antes bien —sigue Gadamer—, el sentido de cada individuo para lo bello tiene que ser cultivado hasta que pueda llegar a distinguir lo más bello de lo menos bello.” Se puede pensar que lo dicho por Gadamer se acerca de algún modo a ciertas ideas de Wittgenstein, para quien “las palabras que llamamos expresiones de juicios estéticos desempeñan un papel muy complicado, pero muy definido, en lo que llamamos la cultura de una época.” Wittgenstein pensaba que “para describir el uso de esas palabras o para describir lo que se entiende por gusto cultivado, habría que describir una cultura.” Las palabras se tocan: la cultura se cultiva, así como se cultiva el sentido de cada individuo para lo bello, que depende a su vez de la cultura de una época. “En épocas diferentes, dice Wittgenstein, se juegan juegos completamente diferentes.” Algún día encontraremos la belleza de hoy amarga o, peor, insípida.
En un texto titulado El fundamento ontológico de lo ocasional y lo decorativo, Gadamer habla de la diferente experiencia que se puede tener de una obra dependiendo de la ocasión. Es algo que aunque tiene más efecto en la artes interpretativas, en las que “cada ejecución es un evento,” también es cierto para las artes plásticas, donde “es la obra misma la que se despliega bajo diferentes condiciones: el espectador actual no sólo ve de manera diferente, ve cosas diferentes.” En ambos casos, sean las artes del tiempo o las del espacio, quien contempla o participa de la obra debe hacer lo suyo: “la crítica —dice Gadamer— es la experiencia misma de lo bello.” Debemos de “hacernos cargo de la construcción de la obra misma como tarea.” Es el espectador quien completa el cuadro, había dicho Duchamp. Esa forma de entender el arte le permite a Gadamer explicarla como símbolo. En griego símbolo quiere decir lanzar en conjunto:
Es en principio una palabra técnica de la lengua griega y significa «tablilla del recuerdo.» El anfitrión le regalaba a su huésped la llamada tessera hospitalis; rompía una tablilla en dos, conservando una mitad para sí y regalándole la otra al huésped para que, si al cabo de treinta o cincuenta años vuelve a la casa un descendiente de ese huésped, puedan reconocerse mutuamente juntando a los dos pedazos.
Un símbolo es, entonces, “algo con lo cual se reconoce a un antiguo conocido.” La experiencia de lo bello en el arte, agrega Gadamer, es “la evocación de un orden íntegro posible.” Incluso si la obra rechaza una visión común del mundo, “queda en todo caso convenido que se trata de un logro colectivo, del logro de una comunidad potencial.” Esa experiencia de lo bello en el arte que completa y complementa algo que,de algún modo, sabíamos hacía falta —o llegamos a saberlo, paradójicamente, gracias a la obra que lo viene a completar— implica que “aprendamos a demorarnos de un modo específico en la obra de arte. Hay. sin embargo, una forma de disfrutar del arte que conlleva lo que Gadamer llama el derrumbe de la experiencia: “disfrutar de algo porque resulta conocido y notorio.” Es el kitsch, la obra que sólo cumple con nuestras expectativas, que nos presenta aquello que ya esperábamos de la manera como lo esperábamos. Y aqui de vuelta a Rimbaud y la belleza que no lo es si no tiene algo de amargura que nos permita injuriarla, si no es capaz de sorprender tanto como de permitir el reconocimiento.
Gadamer nació en Marburgo, Alemania, en 1900 y murió 102 años después, el 13 de marzo del 2002, en Heidelberg, Alemania.
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