La carne pesa. Inevitablemente. En 1943 Paul Valery publicó un breve texto titulado Sencillas reflexiones sobre el cuerpo. Ve al cuerpo de un ser vivo en principio como “esa masa de una sola pieza, que se mueve, se dobla, corre, salta, vuela o nada; que grita, habla canta” —como había dicho, por cierto, de los edificios en el Eupalinos— “y que multiplica sus actos y sus apariencias, sus estragos, sus trabajos y a sí mismo en un medio que le admite y del que no se puede apartar.” El medio del que el cuerpo de todo ser vivo no puede apartarse es el espacio, pero no entendido como una abstracción geométrica, no como algo donde estamos y ni siquiera donde somos sino de lo que somos. “Ser cuerpo —escribió Maurice Merleau-Ponty en su Fenomenología de la Percepción, es estar anudado a un cierto mundo.” Para Merleau-Ponty —que nació el 14 de marzo de 1908 y murió, en París, el 5 de mayo de 1961— “nuestro cuerpo no está, ante todo, en el espacio: es del espacio” y su espacialidad “es el despliegue de su ser cuerpo, la manera como se realiza como cuerpo.”
En su texto, Valery plantea que cada uno de nosotros tenemos, por lo menos, tres cuerpos —que realmente son, como los mosqueteros, cuatro. El primer cuerpo es al que cada uno llama mi cuerpo pero que realmente no es nuestro: somos nosotros mismos. Ese cuerpo es el que conocemos de manera más compleja pero no por lo mismo más completa: aunque la nariz se asome siempre ante mis ojos es imposible verla de frente sin un espejo y no hay manera clara de que uno mismo se aperciba de la forma, color y funcionamiento del propio bazo o del aparentemente inútil apéndice —hasta que falla. El segundo cuerpo “es aquel que ven los otros, más o menos el que nos ofrece el espejo, o los retratos.” Ese segundo cuerpo es necesariamente superficial: la piel que vemos y a veces tocamos. “Llama la atención que el ser viviente, pensante y actuante, no tenga ninguna relación con su organización interior. No está cualificado para conocerla.” El tercer cuerpo que describe Valery tiene que ver con ese interior que no vemos y “solamente tiene unidad en nuestro pensamiento, ya que lo conocemos tan sólo por haberlo dividido y hecho pedazos. Conocerlo significa —añade— haberlo reducido a cuartos y a jirones. Haber derramado líquidos escarlatas o descoloridos, o hialinos, a veces muy viscosos.”
A esos tres cuerpos —básicamente mi cuerpo, tu cuerpo y el cuerpo—, Valery suma un cuarto al que se le puede calificar indistintamente, dice, como real o imaginario y que “se considera indivisible del medio desconocido e incognoscible que los físicos nos hacen presentir cuando atormentan el mundo sensible.” Es ese cuerpo que, ahora según Merleau-Ponty, es del espacio y, al mismo tiempo, sin el que el espacio no es: “no habría espacio para mi si yo no tuviese cuerpo.” No se puede decir que estamos en el espacio —ni en el tiempo. El cuerpo habita el espacio y el tiempo:
Lo lugares del espacio no se definen como posiciones objetivas respecto de la posición objetiva de nuestro cuerpo, sino que inscriben alrededor de nosotros el alcance variable de nuestras miras o de nuestros gestos. Habituarse a un sombrero, a un coche o a un bastón, es instalarse en ellos o, inversamente, hacerlos participar den la voluminosidad del propio cuerpo. La habitud expresa el poder que tenemos de dilatar nuestro ser-del-mundo o de cambiar la existencia anexándonos nuevos instrumentos.
Merleau-Ponty inicia El ojo y el espíritu, un ensayo sobre la pintura, diciendo que “la ciencia manipula las cosas renunciando a habitarlas,” a diferencia de las artes. Más adelante cita a Valery, quien decía que el pintor «aporta su cuerpo» y se pregunta si podría ser de otro modo, si podría pintar un espíritu: “es prestando su cuerpo al mundo que el pintor cambia al mundo en pintura.” Pensando en arquitectura, ¿valdría la frase de Merlau-Ponty diciendo que es prestando su cuerpo al mundo que el arquitecto cambia el mundo en arquitectura?
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