9.4.10

el suelo protector (2)

2. Volvamos a empezar. Sea, pues, primero el suelo antes que el verbo. El suelo condiciona –sin que eso implique ningún tipo de causalidad ni determinismo– al verbo, es decir, al logos. Pues pensar –como apuntaron Deleuze y Guattari– “se hace en la relación entre el territorio y la tierra”. Esta anterioridad no es meramente cronológica sino, sobretodo, estructural. Pensemos por ejemplo en el ágora. En su libro sobre los orígenes del pensamiento griego, Jean-Pierre Vernant dice que la aparición de la polis constituye un acontecimiento decisivo en la historia de dicho origen –y, por tanto, en el de occidente. Vernant afirma que “el sistema de la polis implica, ante todo, una extraordinaria preeminencia de la palabra sobre todos los otros instrumentos de poder.” Pero esta preeminencia de la palabra, esa nueva condición del logos, es, al mismo tiempo, una nueva lógica del poder, una nueva disposición del poder que se ejerce en “una justa oratoria, en un combate de argumentos, cuyo teatro es el ágora.” El ágora es un solar –un suelo– radicalmente nuevo: un espacio a la vez urbano y mental, como dice Vernant, abierto a la mitad de la comunidad y cuya función principal es hacer de quienes se enfrentan con palabras, de quienes contraponen discursos, un grupo de iguales dentro de una sociedad altamente jerarquizada. Este nuevo suelo hace que la palabra de quienes lo ocupan tenga valor por su propia lógica y no por la posición social, económica o política del locutor.

El suelo, entonces, prepara y permite la aparición de nuevas formas : no simplemente de nuevas formas arquitectónicas, sino de nuevas formas de relación entre las personas que lo ocupan, de nuevos órdenes y ordenamientos. El suelo se presenta entonces como el espacio de posibilidad para la aparición de distintas disposiciones –de nuevo, tanto físicas como sociales y culturales. Lo anterior no implica intentar restaurar el supuesto poder de regeneración social de la arquitectura –aquella disyuntiva corbusiana entre arquitectura y revolución, asumiendo que la primera es el modo de evitar la segunda–, sino simplemente afirmar la inevitable espacialidad o, dicho con otra palabra no menos chocante que esta última, la fisicalidad de nuestras acciones. No solamente somos en el espacio sino que por el espacio somos de tal o cual manera determinada.

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