5.10.10

venanas a lo moderno (7)

[continuación] Desde siempre he vivido en la misma calle. No se trata de concluir con fragmentos de una autobiografía sin el menor derecho a calificarse de científica. Son meras imágenes, tal vez, del cambio. De niño me decían que vivía al sur de la ciudad. La ciudad no terminaba ahí pero lo que había más al sur –como Ciudad Universitaria o el Pedregal en San Ángel– todavía no llegaba a formar un tejido urbano continuo. Hoy vivo si acaso al sur, al sur del centro de la ciudad. E insisto: no me he mudado.

En esa calle he visto los efectos de varios ciclos. A veces las cosas, los edificios pues, cambian a cierta velocidad y otras parecen estancarse. Es un barrio popular. Varias casas, de un sólo nivel y construidas sin el auxilio –ni los prejuicios– de ningún arquitecto –en ese estilo que algún amigo calificó una vez como funcionalismo vernáculo: una arquitectura que llegó a la mínima y nada retórica expresión de la función por el camino de la escasez involuntaria y la austeridad obligada– fueron remplazadas por otras de estilos más pretenciosos, seguramente diseñadas por arquitectos y construidas bajo la cuidada supervisión del mismo. Una de ellas parece una versión ingenua de la Villa Garches o la Savoya pero pegada al suelo, ventana horizontal incluida. También hay un edificio de apartamentos de cuatro niveles que, por razones que ignoro, siempre me hizo pensar en un pedazo de Berlín oriental cruzando la calle. Hoy ese edificio está demolido a medias –arquitectura a martillazos. En su lugar aparecerá, seguramente, otro edificio de apartamentos, más alto, quizás el doble de pisos, con departamentos más pequeños, quizás la mitad de superficie. Un edificio de ese tipo ya está construido a medias, literalmente, y ocupado en una quinta parte. Todas estas arquitecturas comparten al menos un rasgo: las ventanas son siempre perforaciones cuadrangulares, en proporciones que van del cuadrado al rectángulo alargado –horizontalmente la mayoría de las veces. Sin marcos, sin molduras, sin goteros y sin ningún signo que connote su pertenencia al género ventana. Todas están en el grado cero de la ventanidad. Su tamaño, la relación entre vacío y la superficie donde se perfora, cambia, pero mantienen esa pulcritud mínima en los detalles, casi avara.

Las vimos ya en Nuevo Guerrero, del 53, y en las casas para obreros de Legarreta, en el 30. Las vimos en Tlatelolco y las vemos en toda Ciudad Neza –crecimiento urbano informal contemporáneo de aquél y que hoy cuenta con más de 2 millones de habitantes.

Pero no es a las ventanas, en su esquema constante o en su tamaño y forma variables que quiero apuntar, como si de índices de los efectos de la modernidad se tratara –una lógica de la ventana que de Loos y Le Corbusier llegó a la esquina de mi casa. Sino más bien sugerir que tanto el esquematismo como sus variaciones son efecto de otra cosa que el estilo. Son resultado –uno de tantos– de procesos económicos más que estéticos y por supuesto más que de ideas arquitectónicas. Son –para plantearlo en los términos que usara Marshal Berman– síntomas de la modernización más que signos de modernidad. Es decir, son vaga prueba de que si –como escribió Eugenio Trías– no hay ética sin estética, tampoco hay estética sin economía. Una economía que no se reduce a dineros sino que –para abusar más de títulos librescos– implica una economía general y una economía simbólica. Todavía más: una economía política del signo. Pero eso es algo, supongo, demasiado complejo para intentar tratarlo con seriedad en estas líneas.

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