El 7 de junio de 1926, en el cruce de la Gran Vía de las Cortes y la calle de Bailén, en Barcelona, un tranvía alertó a un viejo que atravesaba distraído y tardó en reaccionar. Aunque viajaba lento, el tranvía lo atropelló. La gente lo vio tumbado en el suelo, pero no le prestaron auxilio. Parecía un mendigo, dicen. Un guardia civil se acercó para ayudarlo. El viejo no tenía papeles que lo identificaran, así que lo llevó a un hospital de beneficencia, el de la Santa Cruz. Al día siguiente el capellán de la Sagrada Familia reconoció a su arquitecto: Antonio Gaudí, quien murió dos días después, el 10 de junio, a los 73 años de edad.
Gaudí nació el 25 de junio de 1852 y según Anatxu Zabalbescoa y Xavier Rodríguez Marcos, el 14 de junio de 1874 obtuvo el título de arquitecto —aunque en otros lados se lee que fue el 15 de marzo del año siguiente— “y poco después abre despacho en la calle del Call, donde empieza trabajando en proyectos pequeños: diseñar su propia, mesa, una farmacia, un capilla o quioscos para flores encargados por una empresa que nunca llegará a desarrollar sus diseños.” El 9 de junio de 1911 enfermó de fiebre de Malta, se hospedó en el Hotel Europa y redactó su testamento esperando la muerte que no llegó sino hasta quince años y un día después, por culpa del tranvía, no de la fiebre.
Para muchos Gaudí es el prototipo del arquitecto obsesionado con la forma y más: la figuración, que en su obra va de lo mineral a lo animal. La figuración en Gaudí parece tener al menos dos niveles. En el primero hay dragones y serpientes, soldados, vírgenes y santos, cuyas formas, rebuscadas pero definidas, aparecen decorando la superficie de las fachadas, coronando edificios o entre los hierros de una reja. Pero en otro nivel, la figuración de Gaudí es, en cierto sentido, abstracta: en sus edificios el material reacciona o cede ante fuerzas que son como aquellas que configuran a la Tierra. Algunas de sus obras llegan a tener una condición casi geológica: si hacen pensar en algo vivo no es en virtud a ningún artificio representativo sino de la misma manera como lo hacen un paisaje o una roca empujada por fuerzas inconmensurables o tallada por el viento. El resultado de esta figuración es más informal que formal: la forma no es siempre apariencia sino información sobre una serie de procesos.
En su libro Sin_tesis, Federico Soriano cita una anécdota que cuenta Juan Bassegoda: Lluís Plandiura Pou, comerciante y coleccionista, compró en 1922 un conjunto de sibas antiguas para construir una vidriera emplomada —las sibas, explica Bassegoda, son piezas de vidrio de forma circular elaboradas artesanalmente y más gruesas en el centro que en los bordes: como lentes pero de mayor diámetro. Tras varios intentos de imaginar cómo disponer las sibas de distintos tamaños para conformar la vidriera, Plandiura le pidió consejo a Gaudí. El arquitecto no diseñó una forma: ideó un proceso. Le pidió a Plandiura vaciar una cesta de café en grano y luego colocó dentro las piezas de vidrio para, después, colocar las piezas de vidrio en la cesta y dejar que se deslizaran lentamente en el suelo y “se fuesen colocando obedeciendo sólo al impulso de su propio peso.”
Tal vez siguiendo esas lógicas es que las formas de Gaudí no parecen estáticas y su estabilidad depende justamente de lo contrario: de un adinámica que no alcanzamos a percibir a falta de tiempo. La naturaleza que imita esa arquitectura no es la que produce formas definidas, sino una que genera formaciones, procesos generativos jamás cerrados en las que la forma no es ya más que una función estadística de la relación, en un momento dado, entre un material y una fuerza.
Gaudí confirma que, finalmente, toda forma es monstruosa: sólo puede ser mostrada y no demostrada; su explicación se da en el despliegue de las fuerzas que, como variables, la condicionan. Y, por monstruosa, finalmente imposible de reproducir. La obra de Gaudí es singular porque parte de la comprensión de la forma como una singularidad, como un punto, sin importancia particular, de una cadena de transformaciones constantes.
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