En el capítulo que le dedica en su clásico Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshal Berman dice que Baudelaire fue quien “hizo más que nadie en el siglo XIX para que los hombres y mujeres de su tiempo tomaran conciencia de sí mismos como modernos.” Pero también, al hacer de la modernidad una especie de acuerdo o concordancia entre el arte y la época en que se produce, de manera que todo arte puede ser moderno si captura lo que define su propia época, Baudelaire —según Berman— “hace de todos los tiempos tiempos modernos, e irónicamente, al extender la modernidad a toda la historia, nos aleja de las cualidades específicas de nuestra propia historia moderna.” Sin embargo, la especificidad de Baudelaire como pintor de la vida moderna fue —como sugiere el título mismo del capítulo que le dedica Berman— salir a la calle.
La calle es el lugar de la multitud —esa forma de ensamblaje humano que no es un grupo definido o, más bien, predefinido y del que en años recientes nos han hablado pensadores como Tony Negri y Michael Hardt o Paolo Virno. Pareciera que, con su barullo, sobre todo en la ciudad moderna, la calle y la multitud que la puebla no son lugar para un poeta. Baudelaire —que nació en París el 9 de abril de 1821 y murió en la misma ciudad pasados los 46 años, el 31 de agosto de 1867—, escribió en El spleen de París:
Sumergirse en la multitud no es para todos: gozar de la muchedumbre es un arte; una francachela de la vitalidad a expensas del género humano y sólo puede dársele a uno al que el hada inspiró desde la cuna el gusto del disfraz y la máscara, el desprecio por el domicilio y la pasión por viajar.
Multitud, solitud: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre atareada.
El poeta disfruta de ese incomparable privilegio, porque puede ser él mismo y otro, según su voluntad.
A diferencia de El hombre de la multitud —el protagonista del cuento de Edgar Alan Poe que Baudelaire conocía—, quien “rechaza estar solo,” el poeta no teme a su soledad, al contrario: la afirma, y por eso mismo tampoco teme a la multitud: la celebra. Es precisamente la multitud la que despliega —puebla— la soledad en otredad: yo es otro, dirá poco más tarde Rimbaud —que también proclamó la obligación de ser absolutamente modernos. En El pintor de la vida moderna, Baudelaire vuelve al tema al hablar de el artista: hombre de mundo, hombre de la multitud y niño. Para el artista —Baudelaire habla en particular de Constantin Guys, pintor y dibujante de escenas callejeras— la multitud es su elemento: “su pasión y su profesión son convertirse una misma carne con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el espectador apasionado, es un goce inmenso habitar el corazón de la multitud, en medio del flujo y reflujo de movimiento, en medio de lo fugitivo y de lo infinito.” El paseante solitario y pensativo —escribió en el Spleen— “saca una ebriedad singular de esa comunión universal.”
Así como Baudelaire definió la modernidad como aquella mitad del arte, efímera y contingente, cuya otra mitad era lo eterno, la multitud se complementa en el individuo aislado y viceversa. En uno de sus textos sobre Baudelaire, Walter Benjamin escribió:
La multitud: ningún tema se ha impuesto con más autoridad a los literatos del siglo XIX. La multitud comenzaba —an amplios estratos para los cuales la lectura se había convertido en hábito— a organizarse como público. Comenzaba a formular sus demandas.
Si para Baudelaire el artista se distingue de la multitud aunque disfrute perderse en su seno, para Benjamin, quien también habló de la progresiva disolución del límite que pone de un lado al autor y del otro a su público, convirtiéndolos en sujetos intercambiables, la transformación de la multitud en público abre la posibilidad del subsiguiente cambio en autores. Esa, sin duda, es una de las promesas —¿incumplidas?— de la modernidad.