30.4.16

líneas y fuerzas


El 11 de julio de 1914, diecisiete días antes de que el imperio Austro-Húngaro declarara la guerra a Serbia, Antonio Sant’Elia firmó en Milán el Manifiesto de Arquitectura Futurista. “El problema de la arquitectura futurista no es un problema de readaptación lineal. No se trata de encontrar nuevas formas, nuevos perfiles de puertas y ventanas, ni de sustituir columnas, pilares, ménsulas con cariátides, moscones y ranas. Es decir, no se trata de dejar la fachada de ladrillo visto, de revocarla o de forrarla de piedra, ni de marcar diferencias formales entre el edificio nuevo y el antiguo, sino de crear ex-novo la casa futurista, de construirla con todos los recursos de la ciencia y de la técnica, satisfaciendo noblemente cualquier necesidad de nuestras costumbres y de nuestro espíritu, pisoteando todo lo que es grotesco, pesado y antitético a nosotros (tradición, estilo, estética, proporción), creando nuevas formas, nuevas líneas, una nueva armonía de contornos y de volúmenes, una arquitectura que encuentre su justificación sólo en las condiciones especiales de la vida moderna y que encuentre correspondencia como valor estético en nuestra sensibilidad. Esta arquitectura no puede someterse a ninguna ley de continuidad histórica. Debe ser nueva, como nuevo es nuestro estado de ánimo.”

Antonio Sant’Elia nació el 30 de abril de 1888 en Como. A los 15 años se inscribe en la escuela de Artes y Oficios, en el curso de construcciones civiles, hidráulicas y de caminos. Tres años después obtiene su título de capomastro: maestro de obras. Anatxu Zabalbescoa y Javier Rodríguez Marcos, en su libro Vidas construidas, ponen a la biografía de Sant’Elia un duro subtítulo: La flaqueza del mito y escriben: “Muy temprana fue su fama y gracias a los coloreados dibujos de volúmenes sin ventanas ni puertas llegó a iniciar carrera política. Torpe con las teorías y muy parco con las palabras, aparte del manifiesto para la arquitectura futurista, no dejó escrito más que alguna postal enviada a su sufrida madre desde la vanguardia del regimiento.”

Zabalbescoa y Rodriguez dicen que en los concursos a los que, junto con su socio Italo Paternoster, participó en la segunda década del siglo XX, Sant’Elia presentaba sorprendentes dibujos pero olvidaba, con frecuencia, incluir plantas y secciones: “los trazos dibujados por el arquitecto componen grandes volúmenes, estructuras impenetrables más cercanas a montañas que deben escalarse que a edificios a los que se pueda acceder.” 

La interpretación que hace Sanford Kwinter de esa calidad monolítica y cerrada de la arquitectura dibujada por Sant’Elia es totalmente opuesta. En Architectures of Time escribe que “el rechazo a hacer accesible toda la información de la estructura de un edificio mediante su apreciación visual, desplaza el problema de su «significado» de la expresión de un contenido interior a la sintaxis de la combinación y la conexión.” Como mecanismos, los edificios dibujados por Sant’Elia parecen conformados a partir de un número limitado de piezas que se repiten en distintas combinaciones que no siguen reglas establecidas ni por la habitabilidad —el uso— ni por el significado. La arquitectura, dice Kwinter, “sigue a la escultura hacia una relación más promiscua (inmanente) con el material, reconcebido ahora de acuerdo al marco elaborado por Boccioni.”

Boccioni, ocho años mayor que Sant’Elia, se convirtió en una de las figuras centrales del Futurismo, movimiento iniciado por Marinetti. En su Manifiesto técnico de la escultura futurista, publicado en 1912, Boccioni proponía que la escultura debía “dar vida a los objetos haciendo palpable, sistemática y plásticamente, su extensión en el espacio, pues ya nadie pude creer que un objeto termina donde empieza el otro, ni que nuestro cuerpo no esté rodeado por cosas que no le corten y crucen en un arabesco de curvas direccionales.” Kwinter interpreta a la idea del espacio que plantea Boccioni: en vez del espacio cartesiano como pura extensión, un medio extenso con propiedades métricas que se acompaña por un campo intenso en constante flujo: líneas y fuerzas, dirá Boccioni.


Con todo, pese a la probable influencia de las ideas de Boccioni en la arquitectura dibujada de Sant’Elia, es difícil ver en las masas de éste la misma intensidad de las líneas y fuerzas manifiestas en la escultura de aquél. Es difícil saber a hacia qué tipo de edificaciones hubieran llevado esos dibujos si, mientras buscaba el mejor sitio para construir un cementerio para los soldados caídos en la Primera Guerra, una bala de las trincheras enemigas no le hubiera perforado la cabeza en 1916. “Un legado escaso, contradictorio y mudo —escriben Zabalbescoa y Rodríguez— sería suficiente para edificar su misterio. Antonio Sant’Elia murió sin aplacar la curiosidad que sus extraños trabajos despertaban. Había vivido 28 años, el tiempo justo para convertirse en un mito.”

29.4.16

nunca desperdicies espacio


A principios de la década de 1930, Jeanine de Monferrand trabajaba como secretaria en el semanario L’Illustration, cuyo primer número había aparecido el 4 de marzo de 1843. El sábado 6 de febrero de 1932, a las seis de la mañana, Jeanine, que aun no cumplía los 20 años, dio a luz. Había mantenido su embarazo oculto durante los últimos meses. Su familia, católica y conservadora, no habría visto con buenos ojos a una joven madre soltera. Tal vez sería peor si la familia se enterara de que el padre del niño, que dejó a Jeanine unos meses antes del parto, es judió. Se llamaba Roland Lévy y tenía 22 años. Nació en Bayonne y en etapa en París estudiando para ser dentista. Muy probablemente sus padres, Gastón Lévy y Berthe Kahn, verían con tan malos ojos el asunto como los de Jeanine. François, como se llamó el recién nacido, se quedó a cargo de Marie-Louise Perrin, quien acogió a su madre los últimos meses del embarazo. Jeanine lo vio esporádicamente los siguientes meses hasta que conoció a un dibujante del despacho de un arquitecto que trabajaba como decorador en el cine y quien, el 24 de octubre de 1933, dos semanas antes de casarse con Jeanine, registró al pequeño François con su apellido: Truffaut.

Desde niño a Françpis Truffaut le gustó el cine. A los 14 años cambió definitivamente la escuela por el cine. Iba diario. Ahí conoció a André Bazin, gran crítico de cine y fundador de los Cahiers du cinéma. Al rededor de Bazin y su revista, se reúnen en los años cincuenta varios jóvenes que empezarían como críticos y terminarían siendo el núcleo de la Nouvelle Vague: Éric Rohmer, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Jacques Rivette y el mismo Truffaut. Todos aquellos jóvenes admiraban y, además, estudiaban el trabajo de un director nacido cerca de Londres en 1899 y que para los años cincuenta, entre su etapa inglesa y la americana, había realizado más de cuarenta filmes y era reconocido mundialmente como el amo del suspenso: Alfred Hitchcock.

Truffaut entrevistó a Hicthcock por primera vez en 1955. En 1962 lo volvió a entrevistar. Se grabaron 26 horas de conversación, en las que Helene G. Scott sirvió de traductora y que, una vez transcritas y editadas, se publicaron como libro en 1965. En 1962, Truffaut ya había pasado de ser un joven crítico de los Cahiers du cinéma. En la introducción al libro de entrevistas con Hitchcock, Truffaut cuenta que, en una entrevista en Nueva York durante la presentación de su película Jules et Jim, un crítico americano, sorprendido por sus elogios a La ventana indiscreta, le dijo que si le gustaba esa película era por ser extranjero y por no saber nada de Greenwich Village. Truffaut respondió: “La ventana indiscreta no trata de Greenwich Village, trata de cine, y de eso sí sé.”

En el libro, uno de los fragmentos de la entrevista se titula Nunca desperdicies espacio. Hablando del largo beso entre Cary Grant y Eva Marie Saint en North by Northwest, Hichcock dice que no quería tener aire o espacio alrededor de los actores, puesto que “todo el espacio tiene un significado particular.” En su libro The Wrong House: The Architecture of Alfred Hitchcock, Steven Jacobs cita a Hitchcock diciendo: “nunca uses el escenario simplemente como fondo. Úsalo al cien por ciento. Tienes que hacer que el escenario funcione dramáticamente. No puedes usarlo como fondo, en otras palabras, el local debe ser funcional.”

Juhani Pallasmaa dedica el último capítulo de The architecture of image, existencial space in cinema para explicar cómo en La ventana indiscreta el espacio se construye como una precisa geometría en la que el terror opera gracias a la diferencia, sutil y reversible en cualquier momento, entre el mirón y el que observa o, más grave, entre el testigo, la víctima y el victimario. Si como dice Peter Conrad en Los asesinatos de Hitchcock, éste “hizo en sus filmes a menudo de la cámara un personaje, a menudo culpable,” habría que pensar que también hizo del espacio otro personaje, a menudo aterrador: nunca desperdicies espacio.

28.4.16

dos osos


Marlon Blackwell nació en Furstenfeldbruk, Alemania, el 7 de noviembre de 1956. Su biografía dice que creció cerca de bases de la fuerza aérea de los Estados Unidos en Filipinas, Alabama, Florida, Colorado y Montana. También cuenta que, antes de estudiar arquitectura en la Universidad de Auburn, Alabama, practicaba la lucha libre en la preparatoria y que peleó contra un oso, sin lograr vencerlo.

El 25 de febrero de 1853 nació en Tepic, Nayarit, Antonio Rivas Mercado. Cuando cumplió diez años, sus padres, Luis Rivas Góngora y Leonor Mercado, se mudaron a la ciudad de México, pero a los 11 su padre lo mandó a vivir a Londres, a casa de su socio. Luego irá a París a estudiar arquitectura en la École de Beaux Arts e ingeniería en la Sorbona. Rivas Mercado regresa a México en 1879. De 1903 a 1912 será director de la Academia de San Carlos, sustituyendo a Román S. Lascurain, quien llevaba 26 años en el cargo. Mauricio Tenorio Trillo dice que Rivas Mercado fue de los pocos arquitectos mexicanos que recibieron encargos importantes en los últimos años del porfiriato, aunque sus estudios en Francia garantizaban que su arquitectura estaría a la altura de lo requerido. Proyectó la Aduana del Ferrocarril en Tlatelolco, varias casas, como la que hoy ocupa el Museo de Cera de la ciudad de México, la de su cuñado Ignacio Torres Adalid, gran empresario pulquero, construida en 1884 frente a la Alameda, en el número 18 de la actual avenida Juárez. También le construyó su casa al presidente Manuel González. Entre 1904 y 1910 terminó el Teatro Juárez, en Guanajuato.

En 1900 Rivas Mercado ganó el concurso para el monumento celebraría, en 1910, el centenario de la Independencia de México. Entre los participantes en el concurso estaba el ingeniero militar Deodato Lucas Porfirio Díaz Ortega, hijo de Don Porfirio. Tenorio Trillo escribe que “el monumento a la Independencia, diseñado por el arquitecto Antonio Rivas Mercado, hacía eco del tema materializado por el Paseo de la Reforma entero. Rivas Mercado temía que la columna fuera opacado por los árboles y las casas circundantes, así que construyó una columna de treinta y cinco metros desde que se pudiera observar la ciudad entera: de un lado, el Castillo de Chapultepec; del otro la Alameda y el Zócalo. Entre esos dos puntos a lo largo del Paseo de la Reforma estaban los lujosos desarrollos urbanos modernos. El antiguo México aristocrático y el nuevo ideal de l a ciudad se unían en el mismo panorama desde el punto del monumento al gran momento histórico.”

El 28 de abril de 1900 nació la segunda hija del matrimonio de Rivas Mercado con Matilde Castellanos Haaf: Antonieta. Amiga y protectora de artistas, escritores y políticos de las primeras décadas del siglo XX, Antonieta Rivas Mercado ha inspirado libros y una película dirigida por Carlos Saura y basada en una novela de Andrés Henestrosa. A los 18 años se casó con el ingeniero inglés Albert Blair, del que se separó al año siguiente. Se enamoró del pintor Manuel Rodriguez Lozano y después, en 1929, lo hizo del ex-rector de la Universidad Nacional, ex-secretario de Educación y candidato a la presidencia José Vasconcelos. En ese año se exilió primero a Nueva York. Se quedó en el piso 19 de la American Woman’s Association, institución patrocinada por Anne Morgan, hija de J.P.Morgan. El edificio, de 24 pisos, fue diseñado en 1924 por Benjamin Wistar Morris. En 1947 se convirtió en el hotel Henry Hudson y a finales de los años 90 en The Hudson, renovado por Ian Schrager —socio del Studio 54— con el diseño de Philippe Starck. En Nueva York Antonieta se hizo amiga de García Lorca. De Nueva York, Antonieta viajó a París, donde se suicidó, en la Catedral de Nuestra Señora, el 11 de febrero de 1931.

En su biografía de Antonieta, Fabienne Bradu describe la casa que el arquitecto Rivas Mercado construyó para su familia en la calle de Héroes número 45, en la colonia Guerrero: “una casa barrocamente amplia y curiosamente oblicua al frente de un vasto terreno que formaba parte de la antigua huerta de San Fernando.”


Bradu también cuenta el origen del apodo con que se conocía al arquitecto Rivas Mercado: el oso. No era por sus casi 2 metros de altura y su corpulencia, aunque eso ayudaba. En 1872, un grupo de jóvenes y pobres estudiantes de arquitectura caminaba por las calles del Barrio Latino. “Sentado dentro de un cuadrilátero pintado con gris sobre el pavimento —escribe—, un oso pardo miraba bonachonamente, y casi con indiferencia, al grupo de curiosos que mantenía su distancia. Un hombre que sólo llevaba encima una falsa piel de pantera, unos botines negros y un bigote lustroso, daba vueltas alrededor del cuadrilátero enseñando un luís de oro en una mano y sujetando con la otra la cadena que lo ataba a su compañero de trabajo.” El luís sería para quien resistiera más de un minuto en el cuadrilátero combatiendo al oso. Como Marlon Blackwell un siglo después, Antonio Rivas Mercado luchó con un oso, pero a diferencia del arquitecto hoy avecindado en Arkansas, el mexicano que estudiaba en París, venció.

27.4.16

el hábito del monje


“Bonito saco, ¿sigue usted la moda?” —le pregunta al inicio de una conferencia Jeffrey Kipnis a Jacques Herzog. “Nos parece interesante —responde el suizo. A mi personalmente me seducen mucho la ropa y las telas. Mi madre, que era sastre, vivía rodeada de telas y eso me atraía mucho.”

El 14 de octubre de 1884, Oscar Wilde publicó en la Pall Mall Gazette un texto titulado El vestido femenino, al que seguirá, el 11 de noviembre, Otras ideas radicales sobre la reforma del traje. Wilde comenta la opinión de una señorita que defiende la necesidad de los tacones altos, si la mujer quiere conservar la ropa limpia de barro, y del corsé apretado, “sin el cual es imposible sostener cómoda y adecuadamente la cantidad habitual de enaguas y de etcéteras.” Wilde afirma que, si bien las dos conclusiones son ciertas, ambas se derivan de un error de diseño: la ropa no debía colgar de la cintura sino de los hombros y no debería ser tan larga que exigiera el uso de tacones. Wilde estudia el vestido con una lógica funcional: el calor que proporcione la ropa, dice, no depende de la cantidad de prendas sino del material con que estén confeccionadas; se puede juzgar si las alas del sombrero son correctas si sirven para cubrir de los rayos del sol o de la lluvia y todavía serán mejores si son flexibles, permitiendo bajarlas o subirlas según las condiciones del clima. Para Wilde la belleza del vestido, distinta del interés pintoresco de un disfraz, se basa en principios claros com la comodidad y la funcionalidad.

“Ir bien vestido, ¿quién no lo desea?” —se pregunta Adolf Loos en un texto publicado en la prensa vienesa el 22 de Mayo de 1898. Loos le dedicó aun mayor atención que Wilde al tema del vestido. No sólo diseñó el edificio donde estaba la tienda de los sastres Goldman y Salatsch, sino que escribió al menos media docena de textos sobre ropa y calzado y dictó varias conferencias en algunos cursos de sastrería. Entre su principio del revestimiento y sus principios para el vestido, hay una clara relación. Escribe contra los trajes típicos como podría haber escrito contra la arquitectura tradicional: no son malos en sí, sino por las condiciones sociales que revelan: las formas de vestir resultan de formas de vivir. Según Loos, cuando el campesino perdió independencia su traje se detuvo en el tiempo. Loos afirma que “los pueblos divididos en castas tienen este principio común: mantener rígido, durante siglos, el traje popular.” La falta de movilidad social se manifiesta en tradiciones fijas, al menos en el vestir. Loos confirma el atraso que suponía tenían los austríacos comparados con los ingleses o los americanos analizando su ropa interior: de lino para los primeros, de algodón y tejida en punto para los segundos. La ropa interior de algodón es fresca, útil para quien se mueve y trabaja; es, dice, para gente que “se lave por voluntad propia”. Hay toda una visión higienista, pero también económica y hasta política de la sociedad que pasa irremediablemente por la ropa.

“Para aclararse respecto a expresiones estéticas hay que describir modos de vida.” Eso no lo escribió Loos sino Wittgenstein, en sus Lecciones y conversaciones sobre estética. “Nuestra vestimenta —afirma Wittgenstein— es en cierto modo más sencilla que la vestimenta del siglo XVIII y más adaptada a determinadas actividades recias como andar en bicicleta, caminar, etc. Supongan que observamos un cambio similar en la arquitectura y en el peinado.”¿Cómo se decide si un traje es correcto? ¿Hay algo que nos lleve de los calzones de algodón al raumplan, o de la moda austera y al mismo tiempo confortable de Coco Chanel al purismo corbusiano? Gilles Lypovetsky dice que la edición americana de Vogue en 1926 calificó un vestido como “el Ford firmado por Chanel:” ropa en masa para las masas. La ropa de Chanel encarna, según Lipovetsky, “el estilo moderno democrático de líneas refinadas y ligeras”, y será sin duda mucho más popular y democrática que las villas de Le Corbusier.

Como a Loos, a Mies le importaba vestir bien, con trajes impecablemente cortados pero finalmente convencionales, nada como los batones de Gustav Klimt o de Johannes Itten o, antes que ellos, el hábito de Henry Hobson Richardson.

Richardson nació en la plantación Priestley —era bisnieto de Joseph Priestley, descubridor del oxígeno—, en la parroquia de Saint James, Louisiana, el 29 de septiembre de 1838. Creció en Nueva Orleans y luego empezó a estudiar ingeniería en el Harvard College, antes de viajar en 1860 a París, para estudiar arquitectura en el taller de Louis-Jules André de la École des Beaux Arts. Regresó a Estados Unidos en 1865 donde, bajo la influencian de William Morris y John Ruskin, se convirtió en un prolífico y respetado arquitecto. Según Jeffrey Karl Ochsner, entre 1866 y 1886 Richardson diseñó más de 150 proyectos, de los cuales 85 fueron construidos. Murió a los 47 años el 27 de abril de 1886. En 1936, cuatro años después de organizar junto con Philip Johnson la famosa exhibición sobre arquitectura moderna, Henry-Russell Hitchcock dirigió también en el MoMA una exposición en la que Richardson era presentado como el precursor lógico de Sullivan y luego Wright y, por tanto, de toda la arquitectura moderna en los Estados Unidos.


En el libro H.H.Richardson: The Architect, His Peers and The Era, editado por Maureen Meister, Thomas C. Hubka escribe acerca de una fotografía de Richardson ataviado con un hábito oscuro, con capucha, largo hasta el suelo: “Parece mostrarnos el lado más ligero de un gran hombre, pero la bata no es un disfraz de Halloween. Es seguro que el retrato fue planeado, pero la imagen tiene un significado particular. Richardson lo exhibía en su oficina y, más importante, lo enviaba a sus clientes junto con fotografías de sus mejores edificios. La imagen dice más que mil palabras acerca del romanticismo medieval que tanto influyó a su generación y todo su trabajo. He destilado esta influencia como un tipo amplio de estrategia de diseño: lo pintoresco.” Si el hábito no hace al monje, a veces sí al arquitecto.

26.4.16

wittgenstein



"Los editores lamentan anunciar la muerte de Ludwig Wittgenstein el 29 de abril de 1951, en Cambridge." Esa fue la breve nota publicada en julio del mismo año por la revista académica Mind. Al obituario seguía un párrafo escrito por Bertrand Russell, quien fue su profesor en Cambridge. “Al principio dudé si era un genio o un desquiciado,” escribe Russell reforzando el viejo mito de que la inteligencia extrema y la locura se tocan.

Wittgenstein nació el 26 de abril de 1889 en Viena. Su tatarabuelo, Moses Meier, hijo de Meyer Moses, nació en el condado de Wittgenstein, nombre que agregó al de su familia en 1808 cuando Jerónimo Napoleón Bonaparte, hermano del Emperador y por pocos años Rey de Westfalia, emitió un decreto que obligaba a los judíos a hacerlo. Más tarde Moses se hará protestante y cambiará su nombre: Hermann Christian Wittgenstein. Su hijo, Karl, amasará una notable fortuna. La familia entera merece una saga —Alexander Waugh la describió en The House of Wittgenstein. Paul, hermano dos años mayor de Ludwig, fue pianista incluso después de perder el brazo derecho en la Primera Guerra. Ravel compuso para él su Concierto de piano para la mano izquierda.

Entre 1903 y 1904 Ludwig estudió en la Realschule Bundesrealgymnasium de Linz. Uno de sus compañeros fue Adolf Hitler, seis días mayor que Wittgenstein. En una fotografía de 1901 aparecen los dos separados por un par de muchachos. Kimberly Cornish escribió El judío de Linz suponiendo que ese encuentro desató las terribles consecuencias que todos conocemos. Los estudiosos dicen que, incluso estando en la misma escuela, es poco probable que se hubieran tratado: a Wittgenstein lo habían adelantado un año y a Hitler atrasado otro. Algo que sí los une, sin embargo, es el interés que ambos manifestaron por la arquitectura: Hitler intentó estudiarla en la Academia de Bellas Artes, pero fue rechazado dos veces; Wittgenstein construyó dos casas: una pequeña cabaña en Noruega y la casa en Kundmanngasse 19, en Viena.

La cabaña la construyó en 1913, en Skjolden, al norte de Bergen, Noruega. De unos ocho o nueve metros de largo, estaba hecha con troncos y tenía dos habitaciones. Más que un retiro para pensar, austero como también lo fue su habitación en Cambridge, un retiro del mundo, para observarlo desde las heladas alturas de un fiordo. La casa la encargó su hermana Margarethe en 1926. Wittgenstein la diseñó con ayuda de su amigo Paul Engelmann, arquitecto aprendiz de Adolf Loos y secretario particular de Karl Krauss. En la biografía que escribió de Wittgenstein, Ray Monk dice que a Loos se lo presentó el escritor Ludwig von Fiecker, a quien Wittgenstein había encargado, sin conocerlo, repartir entre artistas necesitados 100 mil coronas de su herencia. Al tenderle la mano a Wittgenstein, Loos exclamó “¡Usted es yo!”

En El arte de lo indecible, Wittgenstein y las vanguardias, Andoni Alonso Puelles dice que “en general, la casa ha sido considerada como un ejemplo, y no de los más sobresalientes, de la nueva arquitectura propugnada por Loos." Bernhard Leitner, que no sólo dedicó otro libro a la casa sino que logró salvarla de ser demolida, dice que Margarethe habitó ahí por temporadas hasta que, a principios de 1940, se fue a Nueva York huyendo de la guerra; regresó en 1947 y murió en el 58 en esa casa. Su hijo, Thomas Stonborough, la vendió en 1971 al desarrollador inmobiliario Franz Katlein, cuya intención era construir en su terreno un edificio con la altura máxima que la nueva reglamentación de la ciudad le permitía. En una parte del jardín sí se construyó una torre de 14 niveles pero, en 1975, la casa la compró la República de Bulgaria, que actualmente la ocupa como sede de su Instituto Cultural.

Wittgenstein y Engelmann firmaron juntos los planos para los permisos, además de que la correspondencia entre ambos no deja duda sobre la participación activa del filósofo en el diseño de la casa. El mismo Wittgenstein le escribió a John Maynard Keynes en una carta de 1928: “acabo de terminar mi casa, lo que me ha mantenido enteramente ocupado por los últimos dos años” —Keynes, le escribe ese mismo año a su esposa, Lydia Lopokova: “recibimos carta de Ludwig. Ha terminado su casa y envía fotografías —à la Corbusier.
Por tanto, muchos intentos se han hecho para entender la casa como una manifestación construida del pensamiento de Wittgenstein: “no es exagerado afirmar —escribe Puelles— que esa dedicación casi exclusiva al proyecto de su hermana es la prolongación de su tarea intelectual, no un mero divertimento.” Pero más que una manifestación construida de sus ideas, el intervalo tomado por Wittgenstein para construir la casa entre su primer texto publicado —el Tractatus Logico-Philosophicus, de 1922— y su obra tardía —las Investigaciones filosóficas, publicadas dos años después de su muerte— puede leerse, según Nana Last, como la manifestación de lo construido en sus ideas: las ideas del filósofo no implicaron un giro en la arquitectura sino, al contrario, la arquitectura complementó y transformó aquellas ideas.


En una nota de 1931 en los cuadernos de Wittgenstein se puede leer: “El trabajo en la filosofía —como el trabajo en la arquitectura, en muchos aspectos— es realmente más un trabajo sobre uno mismo. Sobre la propia comprensión. Sobre como uno entiende las cosas. (Y sobre lo que esperamos de ellas.)"

25.4.16

aerolitos y otras cosas




Como caída del cielo, como llegada de ninguna parte. Suelta, absuelta de cualquier relación con el mundo se nos aparece enfrente: ¿qué es esa cosa?
¿Qué es una cosa?, se pregunta Heidegger en su ensayo sobre El origen de la obra de arte, publicado por primera vez en 1952. “Es una  cosa la piedra en el camino y el terrón en el campo. El jarro y la fuente en el camino son cosas, pero ¿qué es de la leche en el jarro y del agua de la fuente? También son cosas.” Sin embargo, no son meras cosas sino más bien algo. El jarro es lo que contiene la leche, sirve para contenerla y luego servirla en el vaso, que a su vez sirve para que tomemos la leche que sirve para alimentarnos. Son cosas, todas esas, para algo y más: para alguien, es decir: para nosotros. Se nos aparecen como algo útil —aparecerse como apariencia es lo que finalmente significa que algo sea un fenómeno. “Una cosa en sí —dice Heidegger apelando a Kant— es aquello que no es accesible a nosotros mediante la experiencia.”
La cosa está desprovista de mundo porque, digamos, no le alcanza, porque se cierra en sí. Las cosas que nos rodean son más que cosas: se conectan unas con otras en un sistema —el sistema de los objetos, pues—, tejen la textura del mundo donde la llave lleva a la cerradura, la cerradura abre la puerta, la puerta nos deja entrar a la casa, la casa vivir y así una tras otra. Las cosas que nos son útiles son útiles porque siempre una lleva a otra como las palabras en un diccionario: ninguna se basta sola.
La obra de arte va más allá de la cosa y del útil. Si la cosa no tiene mundo porque no le alcanza y el útil lo es porque es del mundo, la obra de arte, dice Heidegger, establece un mundo, su propio mundo. El arte moderno complica la cosa: hace que el circulo casi se cierre: cuando Duchamp firma con el seudónimo R.Mutt un mingitorio y lo convierte en Fuente, lo arranca del mundo y le arranca su utilidad, lo vuelve una obra, con su propio mundo pero también, al mismo tiempo, en una mera cosa —esa es la insoportable violencia del auténtico objet trouvé. “El útil —según afirma Heidegger— tiene una peculiar posición intermedia entre la cosa y la obra,” y la producción de objetos útiles es el objetivo del diseño.
“Previamente a cualquier otra consideración —escribió Tomás Maldonado en el segundo número del Boletín del Centro de Estudiantes de Arquitectura, publicado en Buenos Aires a finales de 1949— debemos comenzar preguntándonos cuál es el lugar que ocupa el diseño —el diseño funcional— en el conjunto de las artes visuales modernas y cuál es su verdadera importancia en la vida de nuestro tiempo.”
Tomás Maldonado nació en Buenos Aires el 25 de abril de 1922. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón de 1936 a 1942. Editó varias revistas, entre ellas Nueva Visión, que publicó desde 1951 hasta 1957 y también fue fundador del movimiento de Arte Concreto. Con la editorial de su revista publicó en 1953 un libro dedicado a Max Bill, arquitecto y diseñador suizo que estudió en la Bauhaus de Dessau y que en ese mismo año se convierte en director fundador de la Hochschule für Gestaltung de Ulm. En 1954 Maldonado viaja a Alemania invitado por Bill como profesor. En el 57, tras la renuncia de Bill, Maldonado se hará cargo de la escuela. En 1958, en un discurso pronunciado en la Feria Mundial de Bruselas, Maldonado se distancia de la posición que Max Bill mantenía hacia el diseño, derivada de la Bauhaus y, por tanto, según Maldonado, de los movimientos Arts and Crafts. Maldonado veía en las tendencias que siguieron a la Bauhaus algo no muy distinto a su contraparte en los Estados Unidos, el styling, tal como lo había entendido Raymond Loewy: el trabajo sobre la superficie de los objetos como artificio estético con vistas a favorecer el consumo. Maldonado en cambio propugnaba un diseño racional y científico, “cuyo objetivo fuera determinar las cualidades formales de los objetos producidos por la industria” no sólo de manera externa sino, “principalmente a partir de las relaciones estructurales y funcionales que hacen de un sistema una unidad coherente tanto desde el punto de vista del productor como del usuario.”
Para Maldonado el lugar del diseño es el mundo —entre las cosas sin mundo y las obras en su propio mundo—: “mundo escenario, mundo receptáculo, mundo producto, aunque también habría que agregar mundo herramienta, mundo para cambiar el mundo” —dijo en una conferencia en Montevideo en 1964. El diseño es un proyecto eminentemente social. Eso lo explica Maldonado a partir del análisis del primer texto publicado en 1697 por Daniel Defoe, An Essay upon Projects, en contraposición al libro más conocido de Defoe: Robinson Crusoe.
En el texto publicado en 1949, y que lleva por título El diseño y la vida social, Maldonado insiste en que “el diseño no es un fenómeno de los que pudiéramos llamar de naturaleza aerolítica; un hecho insólito y casi inexplicable en la historia, sino que, por el contrario, proviene de los mejores y más fructuosos itinerarios de la cultura técnica y artística del pasado, y emproa, sin vacilaciones, hacia objetivos perfectamente claros y bien formulados.”

Como caída del cielo, como llegada de ninguna parte, suelta, absuelta de cualquier relación con el mundo se nos aparece enfrente: ¿qué es esa cosa?, quién sabe qué sea, pero siguiendo a Maldonado, si no se relaciona con nada de este mundo, sin duda no será un producto de diseño.

24.4.16

speer


El 20 de abril de 1945 Hitler cumplía 56 años. Lo celebró acompañado, entre otros, por Joseph Goebbels, Hermann Góring, Heinrich Himmler, Eva Braun, por supuesto, y Albert Speer, ministro de armamento y su arquitecto de cabecera. James Wilson escribe que Berthold Konrad Hermann Albert Speer nació en Mannheim el 19 de marzo de 1905, que su padre también se llamaba Albert y también era arquitecto y que presionó a su hijo par que en vez de estudiar matemáticas siguiera con la tradición familiar; que estudió en Munich y en Berlín y tras salir de la escuela, en 1927, trabajó como profesor asistente de Heinrich Tessenow hasta 1930, año en que algunos de sus estudiantes lo invitaron a una reunión política donde escuchó hablar a Hitler por primera vez. Tal fue su impresión que al poco tiempo se afilió al partido Nazi. En 1933, poco después del ascenso al poder de los nazis, Goebbels le encargó a Speer la renovación del edificio del Ministerio de Propaganda. Ese mismo año se encontró por primera vez con Hitler. Cuando el arquitecto Paul Ludwig Troost, favorito de Hitler, murió en enero de 1934, Speer se hizo cargo de los más grandes proyectos del Reich, como el Deutsches Stadion en Nuremberg,  

Paul Virilio interpreta la coincidencia del doble encargo, primero a Leni Riefenstahl para filmar El triunfo de la voluntad, y al mismo tiempo a Speer para diseñar el escenario “real” —las comillas son de Virilio— del congreso del Partido Nazi en Nuremberg. De remodelar el Ministerio de Propaganda Speer pasó a construir, con ciento cincuenta reflectores antiaereos apuntando sus rayos hacia el cielo cual columnas monumentales aunque efímeras, tan inmateriales como infinitas, una arquitectura como puro espectáculo: propaganda. En una entrevista que Bernhard Leitner le hizo a Speer el 21 de julio de 1978, le pregunta: “¿Los elementos de diseño que usó en Nuremberg: hubo un contraste deliberado entre la monumentalidad de las estructuras de piedra y la naturaleza efímera de las banderas…?” Speer responde: “Es algo que aprendí de la iglesia Católica.” Propaganda fide. Las banderas, la luz de los reflectores y los cuerpos mismos de los soldados en formación fueron usados, según el mismo Speer, para “intensificar la arquitectura.”

La intensidad de la arquitectura era todo lo que hacía falta. En la misma entrevista Speer cuenta que, ya a cargo por completo de la arquitectura del Reich, le encargaban a varios arquitectos diseñar fachadas exuberantes. ¿Fachadas exuberantes?, pregunta Leitner, fachadas exuberantes —responde Speer—, el encargo era simplemente: diseñen fachadas exuberantes.

Como muchos otros, Alfred Mierzejewski se pregunta si la imagen de “héroe trágico”, de “tecnócrata manipulado para fines perversos por un dictador asesino” es cierta o fue una cínica ficción que Speer supo construir sobre su propia historia. En una entrevista para el Journal of Architectural Education hecha el 17 de julio de 1981, unos meses antes de su muerte el primero de septiembre, en la que James M. Mayo y Dennis E. Domer interrogan a Speer sobre el papel que pudo jugar su educación en las decisiones que tomó, le preguntan acerca de la enseñanza de la arquitectura, técnica y no-política: “¿Desde su punto de vista, es típico o atípico que los estudiantes sean ciegos a los resultados [políticos] de sus actos?”  Típico, responde Speer, quien también le había dicho a Leitner que, en los años del nazismo, “los arquitectos eran muy inseguros y, por supuesto, deseosos de complacer.”


Speer vio por última vez a Hitler, en su bunker de Berlín, el 24 de abril de 1945. En sus memorias Speer cuenta que, al despedirse, Hitler le dijo —con unas palabras tan frías como la mano que le tendió— “Entonces, ¿se marcha? Bien. Adiós. Ni un saludo a mi familia —sigue Speer—, ni buenos deseos, ni gracias, nada. Por un momento perdí el control y le dije que pensaba volver. Pero él pudo advertir que se trataba de una mentira piadosa y se volvió hacia el otro lado. Ya me había despedido.” El 30 de abril Hitler y Eva Braun se suicidaron. A Speer lo juzgarían en Nuremberg y fue sentenciado  en 1946 a 20 años de prisión.

23.4.16

el edificio como libro y viceversa



“Podrán corregirme —escribe Juan Manuel Heredia— pero la aportación más importante de España a la arquitectura mundial no es ni un jardín, ni un monasterio, ni una iglesia, ni un movimiento, estilo u obra de algún genio, sino un elemento arquitectónico específico; o mejor dicho la variación de este. Me refiero a la escalera abierta, también llamada ‘claustral’. En efecto, antes del siglo XVI las escaleras dentro de los edificios (las que comunicaban distintos niveles) estaban casi sin excepción contenidas en volúmenes o ‘cajas’ cerradas, y sus tramos o rampas delimitadas por muros y bóvedas. Los arquitectos españoles renacentistas por primera vez eliminaron esos muros y abrieron esas cajas, liberando así a las escaleras de su confinamiento milenario.”

Catherine Wilkinson escribe que “la escalera principal del Escorial es única en la arquitectura renacentista: un salón con una alta bóveda para una escalera simétrica que se eleva en tres vuelos paralelos. El espacio es abierto, pero rígidamente definido por el eje de las escaleras y la severa decoración de los muros. Tomados individualmente, ningún elemento de la escalera es nuevo. (…) Lo nuevo es la combinación de todos estos elementos en una obra singular:” una escalera interior en un espacio abierto. Como la escalera del castillo de Francisco Primero en Chambord, cuyo esquema se atribuye a Leonardo da Vinci, la escalera del Escorial se le atribuye a otro italiano, el segundo arquitecto del monasterio Giovanni Battista Castello.

El 23 de abril del año 303, en la ciudad de Nicomedia, Jorge de Capadocia fue decapitado tras admitir su fe cristiana. Tenía veintitrés años, quizás veintiocho; no más de treinta. Unos doscientos años después, el año 494, el papa Gelasio I lo canonizó. Para mediados del siglo XIII, el dominico Santiago de la Vorágine, en sus relatos de vidas de santos conocida como la Leyenda Dorada, lo montó en un caballo y lo puso a combatir dragones. Don Felipe II —por la gracia de Dios Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdova, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de las Algarves, de Algezira, de Gibrlatar, de las Islas de Canaria, de las Islas Orientales y Occidentales, islas y tierra firme del mar Océano; archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Bravante y Milan; conde de Habsburgo, de Flandes y del Tirol y de Barcelona, Señor de Vizcaya y de Molina, etc.— colocó el jueves 23 de abril de 1563, a los 35 años de edad y a los 1260 del martirio de Jorge de Capadocia, la primera piedra del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial. El monasterio conmemoraba la victoria de San Quintín, el 10 de agosto de 1557, día de San Lorenzo.

En 1576, ocho años antes de que se colocara la última piedra del monasterio, Antonio Gracián Dantisco, secretario de Felipe II y bibliotecario del monasterio, según cita John Bury, anotó que “la excelencia de esta obra es tal que aunque las partes que lo componen tengan tan diferentes funciones que resultan casi incompatibles, sin embargo, lo ingenioso del diseño las mantiene tan firmemente unidas que parecen unificadas, al mismo tiempo que que las mantiene tan separadas que la presencia de una parece requerir la exclusión de otras.”

El primer arquitecto del Escorial fue Juan Bautista de Toledo, que vivió entre 1515 y 1567. Bury dice que hoy se acepta que Bautista fue el segundo arquitecto de San Pedro en Roma bajo las órdenes de Miguel Ángel entre 1546 y 1548, antes de ir al reino de Nápoles bajo las órdenes de Carlos V y, finalmente, trabajar para el hijo de éste, Felipe II, en el Escorial. A la muerte de Juan Bautista de Toledo se hizo cargo de la obra Giovanni Battista Castello. El Monasterio lo terminó el aprendiz de Juan Bautista, el tercer Juan: Juan Herrera, quien, huérfano, a los 14 años, en 1547, se unió al grupo que acompañaba al Príncipe Felipe en su viaje por Europa, antes de entrar al ejército, hacerse escolta de Carlos V y luego aprendiz de Juan Bautista de Toledo, quien los introdujo a él y a Felipe II a las artes combinatorias de Raimundo Luilio.

Catherine Wilkinson también dice que el Escorial, desde recién terminado considerado por muchos la octava maravilla del mundo, es una obra hecha más para causar asombro que placer. En 1605 José de Sigüenza describió al edificio como de un estilo desornamentado, “purificado de ornamento innecesario”, escribe Wilkinson. Otro Juan Bautista, el jesuita Villalpando, quien estudió geometría y arquitectura con Juan Herrera, escribió un Tratado de la arquitectura perfecta en la última visión del profeta Ezequiel, en el que imaginaba retroactivamente al Templo de Salomón como una prefiguración del Escorial.  Otro tratado, anónimo pero posiblemente escrito por Herrera, siguiendo en parte las ideas de Alberti construye la visión del Príncipe y sus arquitectos como una forma de propaganda —la propaganda fide— opuesta a la exuberancia barroca.


Del Escorial dice Francesco dal Co que ahí se encuentra “una increíble acumulación de tiempo, conocimiento y sabiduría configurada por la forma construida y la arquitectura;” pero que “para percibir esto uno debe haber entrenado la mirada, de otro modo, no se ve nada, no se ve el significado de la arquitectura que es, en un nivel fundamental, un subproducto de la conjunción del conocimiento humano y el tiempo.” La arquitectura, como un libro, también se lee.

22.4.16

ypres



En el número de enero de 1930 de la revista Parnassus, se publicó un texto firmado por Otto Wertheimer: La Madonna de Ypres de Jan van Eyck. En el primer párrafo se lee:

“Recientemente la Galería Rochlitz en Berlín obtuvo el famoso tríptico de Jan van Eyck, La Madonna de Ypres, cuya historia puede trazarse sin fallas desde la  época de su origen, pero cuyo mal estado de preservación ha presentado graves problemas. Dado que Rochliltz tuvo el valor de hacer remover la pintura sobrepuesta, fue posible llegar al veredicto final sobre esta obra y no quedan dudas de que se tata del último trabajo de van Eyck, durante cuya ejecución murió.”

También Leo van Puyvelde escribe en la misma fecha pero en The Burlington Magazine acerca del “gran tríptico de la Madonna del rector de Melbeke, de la colección van den Shrieck-Schollaert-Helleputte, de Lovaina,” que había recién dejado Bélgica y se encontraba con un vendedor de arte de Berlín: Gustav Rochlitz.

Rochlitz tuvo su galería en Berlín entre 1925 y 1930, luego abrió otra en Zurich hasta 1933 que se mudó a París, donde abrió su galería en el 222 de la rue de Rivoli. Durante la ocupación alemana se puso al servicio de Goering para conseguirle obras de arte. A cambio fue haciendo una colección propia con obras que para el gusto de los nazis eran degeneradas: Matisse, Braque, Picasso o Gaugin. La Madonna le fue comisionada a Van Eyck poco antes de 1441 por Nicolaus van Maelbeke, rector de la catedral de San Martín. Van Eyck murió el 9 de julio de ese año, sin terminar el encargo. Sin embargo, en 1445, cuando murió van Malbeke, el tríptico se colgó sobre su tumba. Ahí estuvo hasta que desapareció durante la ocupación francesa de Bélgica a finales del siglo XVIII. Una característica notable del tríptico de van Eyck era que el donante, van Malbeke, aparecía en el panel central, en el mismo espacio y a la misma escala que la Virgen y el Niño. La pintura que tuvo Rochlitz en su galería de Berlín en 1930 fue una copia encargada por Petrus Wyts en 1620. La copia desapareció al mismo tiempo que el original y reapareció en Lovaina, donde la consiguió Rochlitz. En el 2007 fue puesta a la venta  por Christie’s. El catálogo explicaba que durante mucho tiempo, incluso eminentes académicos como van Puyvelde, pensaron que se trataba del original. La copia hoy se exhibe en el Groenigemuseum en Brujas.


Si el tríptico de van Eyck no hubiera desaparecido en el siglo XVIII, probablemente hubiera corrido peor suerte durante la Primera Guerra. En Ypres y los campos a la redonda murieron entre 1914 y 1918 más de 850 mil soldados, de los cuales 350 mil británicos. Fue en Ypres que la tarde del 22 de abril de 1915, cerca de 150 toneladas de bis(2-cloroetil)sulfano o gas mostaza, también conocido como iperita fueron usados por primera vez como arma en la guerra. En el tercer tomo de su obra Esferas, Peter Sloterdijk describe ese momento como aquél en que coinciden tres criterios que definen al siglo XX: la praxis del terrorismo, la concepción del diseño del producto y las ideas sobre el medio ambiente. Para Sloterdijk, el 22 de abril de 1915 en Ypres se dejó de apuntar al cuerpo del enemigo y en cambio el ataque se dirigió a su medio ambiente —idea no lejana a aquella, no muy anterior, de cambiar al medio para cambiar al individuo, idea que dio origen a los hospitales, las cárceles, las escuelas y las viviendas modernas.

21.4.16

posmoderno



En la segunda edición de su libro Modern Movements in Architecture, publicado en 1985, Charles Jencks incluye una postdata titulada Late-Modernism and Post-Modernism. “Desde que se escribió este libro hace más de diez años —escribe—, varios cambios importantes han ocurrido en la arquitectura que requieren ser comentados. El más importante: el Movimiento Moderno del título ha dejado su ideología del modernismo o la ha modificado de manera radical. La “tradición de lo nuevo” (frase acuñada por el crítico de arte Harold Rosenberg), la confianza en el progreso tecnológico, el papel de las vanguardias, el progresismo social inherente al “Periodo Heroico”, la idea de una ingeniería social ejecutada por la arquitectura, todo eso ha sido puesto en duda.”

Todo eso que había sido “puesto en duda” es parte de lo que el filósofo francés Jean François Lyotard había descrito como las grandes narrativas o los metarrelatos: el progreso, la equidad, el bienestar, esas ideas que están en la base de los discursos con los que los arquitectos —o los escritores, los artistas, los políticos o los científicos— pretenden dar validez a lo que hacen. “Simplificando al extremo, entendemos por «posmoderno» la incredulidad de cara a los metarrelatos," escribió Lyotard desde la primera de las 108 páginas de La condición posmoderna, título que publicó en 1979 y que en la primera nota a su postdata —en la que explica distintos usos del concepto que volverá a la vez su propia arma y campo de batalla— Jencks describe, equivocándose, como “una investigación filosófica general carente de foco.” Lo que Lyotard calificó como metarrelatos puede acercarse a lo que otro filósofo, Richard Rorty, llamó “léxico último” : “último en el sentido de que si se proyecta una duda acerca de la importancia de esas palabras, el usuario de éstas no dispone de recursos argumentativos que no sean circulares. Estas palabras representan el punto más alejando al que podemos ir con el lenguaje. (…) Una pequeña porción de un léxico último está compuesta por términos sutiles, flexibles y ubicuos tales como  «verdadero», «bueno», «correcto» y «bello».”

Con la posmodernidad a Lyotard le pasó lo que a Derrida con la deconstrucción: redujimos su filosofía a una idea que luego redujimos a mera etiqueta. Quizá por eso publicó en 1986, un año después de la posdata de Jencks, un libro de cartas titulado La posmodernidad explicada a los niños. En una de ellas escribe: “A medida que la discusión se desarrolla en el plano internacional, la complejidad de la «cuestión posmoderna» se agrava. Cuando la enfoqué, en 1979, en torno a la cuestión de los «grandes relatos», mi intención era simplificarla, pero me temo que me fui más allá de lo necesario.” Al siguiente párrafo Lyotard enlista algunos de esos metarrelatos que marcaron la modernidad: la emancipación progresiva de la razón y de la libertad o el progreso de la tecnociencia. Para hacer las cosas más complejas y acaso complicadas, Lyotard llega a decir que la posmodernidad forma parte de la modernidad: si la modernidad es el ejercicio metódico de la duda —recordemos a Descartes— y la posmodernidad es poner en duda hasta aquello que parecía más seguro —los metarrelatos— entonces “una obra no puede convertirse en moderna si, en principio, no es ya posmoderna.” La serpiente se muerde la cola.


Sin coincidir pero un poco en el tono de Habermas quien, tras recorrer con disgusto la Strada Novissima en la Bienal de Venecia de 1980 pensó aquello de la modernidad como una promesa inconclusa, Lyotard escribe: “He leído que, con el nombre de posmodernismo, ciertos arquitectos se desembarazan de los proyectos de la Bauhaus, arrojando el bebé, que aun está en proceso de experimentación, con el agua sucia del baño funcionalista.” A final de cuentas, al menos en cuanto a la compulsión de muchos arquitectos por etiquetar los edificios —tornillos: high-tech, pilotes: moderno, pilotes con volutas: posmoderno—, las sutilezas de Lyotard, incluso explicadas a los niños, pasaron casi desapercibidas y según algunos el posmodernismo se fue como si fuera el color de moda en la temporada pasada. Jean François Lyotard murió en París el 21 de abril de 1988 sin lograr, pese a su obra anterior y posterior, dejar de ser asociado a la condición posmoderna.

20.4.16

el mural enrollado y medio vacío



“Por regla general, aquellos que gobiernan y administran un pueblo, por brillantes que puedan ser en sus campos específicos, representan al hombre común de nuestra época en cuanto a sus juicios artísticos. Como el hombre promedio, experimentan un quiebre entre sus métodos para pensar y sus métodos para sentir. El sentimiento de quienes gobiernan y administran los países no ha sido entrenado y sigue inmerso en los seudo-ideales del siglo XIX.”

Eso escribían en sus Nueve puntos sobre la monumentalidad, publicados en 1943, Jose Luis Sert, Sigfried Giedion y Fernand Leger. La nueva monumentalidad que proclamaban el crítico, el pintor y el arquitecto implica “la integración del trabajo del planificador, el arquitecto, el pintor, el escultor y el paisajista en cercana colaboración” —algo que no está lejos de lo que unos años después en México se calificará como integración plástica. En el noveno punto, hablan de los nuevos materiales y técnicas, de elementos móviles que pueden variar constantemente el aspecto de los edificios y de grandes superficies que ofrecerán “campos inexplorados a los pintores murales y a los escultores.”

Años después, alrededor de 1961, Sert volverá al tema de los murales. “Al pensar en la pintura mural, estamos acostumbrados a imaginarla cubriendo de manera continua una o más paredes de una estancia, con toda la superficie trabajada por el pintor, de derecha a izquierda y de suelo a techo.” Pensar así, dice Sert, llevaba a los pintores a “rellenar” zonas de los murales con “elementos pictóricos carentes de interés.” No es que Sert se desdijera en el 61 de su idea de la monumentalidad que integra pintura y arquitectura del 43, al contrario. El texto de Sert está dedicado a su amigo Joan Miró y se incluye en la colección de las cartas que ambos se escribieron y que editó Patricia Juncosa Vecchierini. Sert continúa: “He mantenido a menudo con mi amigo Joan Miró largas conversaciones sobre la pintura mural y su relación con la arquitectura (…). Miró, que habla menos pero piensa más que la mayoría de los pintores, ha concebido un nuevo planteamiento de la pintura mural que abandona la idea de los murales continuos, reemplazándola por un tratamiento mucho más lógico del muro mediante puntos focales.”

Joan Miró nació en Palma de Mallorca el 20 de abril de 1893. Sert cuenta que lo conoció en Barcelona en 1931, cuando varios jóvenes arquitectos formaron “un grupo interesado en integrar su trabajo con el de pintores y escultores que también hubieran roto con el pasado, particularmente el pasado reciente.” Volvieron a trabajar juntos en el Pabellón Español de la Exposición Universal de París de 1937, donde Miró “pintó sobre el panel del muro sin cubrirlo por completo. Un conocido marchante de arte —dice Sert— al ver el mural sugirió que necesitaba un marco, ya que para él resultaba inconcebible una pintura sin límites precisos.”

Sert dice que en una carta Miró le escribió: “No puedo concebir un mural estrictamente vinculado a un muro, formando con él un todo único. En el momento en que la arquitectura se caracteriza por su flexibilidad, ligereza y relativa provisionalidad (…) los murales deberían tener una característica más móvil.”  En una nota Sert aclara que esas ideas no las siguió Miró en los murales que le encargaron para Cincinnati y para el Centro de Graduados de Harvard.

El 22 de febrero de 1950 Miró le escribe a Sert: “Acabo de enviarle la maqueta a Gropius. (…) Si por algún motivo no se llegara a realizar [el mural], lo ejecutaría para mi mismo.” Más adelante agrega: “Tengo muchas ideas sobre la colaboración del pintor con el arquitecto y el paisaje que los rodea. El fijarme directamente al muro pintado al fresco me parece más indicado para países latinos. Tenemos que hablar largo y tendidos sobre la intervención de la cerámica en la buena arquitectura, pero no colocada en los muros como decoraciones regulares y rectangulares, sino en el espacio, como si dijéramos.”

En otra carta del 28 de julio de ese mismo año, Gropius le explica las condiciones del sitio donde estaría su mural: “Para su información, el techo será blanco; el suelo es de caucho de un gris pizarra oscuro; el ladrillo de la pared es de un beige teja pálido; el mobiliario de un nogal oscuro. Las cortinas a ambos lados del gran ventanal son de tela de crin natural de caballo, con un efecto moteado gris pálido. Todo ello le revela que se trata de un entorno muy plácido y tranquilizador.” Gropius le pide a Miró un “lienzo” que “debería exceder suficientemente” las medidas del muro para “que se pueda clavar al marco. Si nos envía el mural enrollado —agrega Gropius– nosotros nos encargaremos del montaje.”

Una nota publicada el 26 de septiembre de 1951 en The Harvard Crimson, el periódico estudiantil de la universidad, se lee que “tras varios meses de viajar por Europa, terminado a medias, el nuevo mural de Juan (sic) Miró llegó al comedor del Centro de Graduados el mes pasado. Algunos aficionados están encantados, otros consternados.” ¿Terminado a medias? ¿Así se había entendido el vacío teorizado  y justificado por Sert? “Miró no puede ser un pintor rutinario e indiferente”, había escrito Sert en 1961 acerca del vacío en los murales de su amigo, “cualquier buen pintor de paredes podría pintar esas zonas dándole las tres manos correspondientes siguiendo las instrucciones del artista.”


Finalmente, el lienzo-mural terminaría en un muro distinto al que estaba destinado. En otra nota del Crimson, del 10 de noviembre de 1960, se lee que el calor y la humedad lo habían dañado irremediablemente. El mismo Miró, en una visita a Harvard, había constatado el deterioro. Satírico, el anónimo autor de la nota agrega que “los estudiantes poco ilustrados que se regocijan porque se remueva esa configuración de formas extrañas” se desilusionarán pues “Miró generosamente ha ofrecido remplazarlo con una cerámica con el mismo tema.” El lienzo de Miró ahora es parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York.

19.4.16

dia de la bicicleta



El 19 de abril se conoce como el día de la  bicicleta. Aunque la fecha conmemora el uso de una bicicleta no tiene nada que ver con su invención. El velocípedo, primera versión aceptada históricamente de la bicicleta, fue patentada por el barón Karl von Dreis en 1818 y el primer viaje registrado que realizó con su invento —sin pedaler pues la máquina carecía de pedales– fue el 12 de junio de 1817. En sus notas de 1943 el doctor Abert Hofmann escribe:

19 de abril, 16.20: toma oral de 0.5 centímetros cúbicos de una solución acuosa al 1/2 por mil de solución de tartrato de dietilamida. Disuelta en unos 10 centímetros cúbicos de agua insípida.
17.00: comienzo del mareo, sensación de ansiedad. Distorsiones de la visión. Síntomas de parálisis, ganas de reir.

Añadido el 21 de abril: En bicicleta a casa. Desde las 18 horas hasta aproximadamente las 20: punto más grave de la crisis.

Albert Hofmann nació en Baden, Suiza, el 11 de enero de 1906. Se doctoró en química y en 1929 entró a trabajar en los laboratorios Sandoz donde, en 1938, sintetizó la dietilamida de ácido lisérgico, mejor conocida como LSD. “La sustancia —escribe Hofmann— no despertó un interés ulterior entre nuestros farmacológos y médicos; por eso se dejaron de lado otros ensayos.” Pero cinco años después Hoffman volvió a sintetizar LSD y accidentalmente sus dedos apenas tocaron la solución. “El viernes pasado —anota— 16 de abril de 1943 tuve que interrumpir a media tarde mi trabajo de laboratorio y marcharme a casa, pues me asaltó una extraña inquietud acompañada de una ligera sensación de mareo.” El 19 de abril volvió a sintetizar LSD y esta vez lo ingirió intencionalmente, como se describe más arriba. El día de la bicicleta conmemora aquella primera ingestión voluntaria de LSD y el doble viaje de Hofmann: el de la bicicleta y el psicotrópico. En su libro Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo, Hofmann escribe: 

“En el viaje en bicicleta mi estado adoptó unas formas amenazadoras. Todo se tambaleaba en mi campo visual y estaba distorsionado como en un espejo alabeado. También tuve la sensación de que la bicicleta no se movía. Luego mi asistente me dijo que habíamos viajado muy deprisa. Pese a todo llegué a casa sano y salvo.”

Y más adelante agrega: “el mareo y la sensación de desmayo de a ratos se volvieron tan fuertes que ya no podía mantenerme en pie y tuve que acostarme en el sofá. Mi entorno se había transformado ahora de modo aterrador. Todo lo que había en la habitación estaba girando y los objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas y generalmente amenazadoras.”

¿Pueden esas transformaciones del espacio producidas por un psicotrópico pensarse como otra manifestación de la arquitectura? En su manifiesto de 1968 Alles ist Architektur —todo es arquitectura—, Hans Hollein escribió:

“Se ha llevado a cabo poca experimentación sobre el uso de medios inmateriales (como la luz, la temperatura o el olor) para determinar un ambiente, para determinar un espacio. (…) El uso intencional de químicos o drogas para controlar la temperatura del cuerpo y sus funciones así como para crear ambientes artificiales apenas ha iniciado. Los arquitectos deben dejar de pensar en términos sólo de edificios.”

Tres arquitectos suizos han hablado también de esas otras características del espacio. Peter Zumpthor, que nació en Basilea el 26 de abril de 1943, siete días después de que Albert Hofman hiciera su viaje en bicicleta tras tomar LSD, ha hablado de la luz, la temperatura y el olor como elementos espaciales tan importantes como aquellos que se nos manifiestan a la vista. Jacques Herzog, que nació el 19 de abril de 1950 en Basilea, le dijo a Jeffrey Kipnis que “el olfato es una experiencia espacial y, de algún modo, de mayor intensidad que la vista.” Y Philippe Rahm escribió en su libro Architecture météorologique: “nos gustaría entender al espacio como el lugar de la síntesis, es decir, como el lugar de los encuentros sensoriales alrededor del cuerpo pero también sobre el cuerpo y dentro del cuerpo.” Rahm habla de la alimentación como una parte olvidada por el campo arquitectónico: “la alimentación es una forma digestible de mobiliario, un campo que pertenece por completo al proyecto de la arquitectura donde la falta de aislamiento térmico de un muro, por ejemplo, puede ser compensada mediante calorías ingeridas.”


Albert Hofmann murió el 29 de abril del 2008 en Basilea.

18.4.16

horóscopo



El jueves 29 de abril de 1926 en el Chicago Daily Tribune se publicó una columna titulada Mussolini, estrella del escenario mundial: “Pregunten a cualquier grupo de personas quien es la figura mundial más sobresaliente y la probabilidad es que al menos la mitad, si no más, responderán que Mussolini. Cualquiera que sen nuestras opiniones personales y nuestros prejuicios políticos, hay que admitir que Mussolini es el protagonista del actual drama de la posguerra. Simboliza la acción, la fuerza, la violencia y el poder” Los italianos, se asegura en el periódico, están acostumbrados a las dictaduras, carecen del “instinto para la democracia” pero tienen el instinto para el drama. Eso se encuentra en “el creador del Fascismo.” No todo son elogios. Más adelante se lee: “Mussolini cree que ha encontrado el camino para solucionar los problemas surgidos de la necesidad. Ahora su tarea es resolver aquellos de la grandeza. Ahí yace el mayor peligro.”

En su libro The Third Rome, 1922-43: The Making of the Fascist Capital, Aristotle Kallis cita el discurso de Mussolini cuando fue nombrado ciudadano honorario de Roma, en abril de 1924. Era el discurso de un urbanista y no sólo el de un dictador —visiones que, no por casualidad, muchas veces han coincidido en la historia. En ese discurso es donde Mussolini habla de esos dos tipos de problemas, los surgidos de la necesidad y los de la grandeza:

“Quiero dividir los problemas de Roma, la Roma del siglo XX, en dos categorías: los problemas de la necesidad y los problemas de la grandeza. No podemos atacar los segundos sin resolver los primeros. Los problemas de la necesidad detienen el desarrollo de Roma y se relacionan con este binomio: la vivienda y la comunicación. Los problemas de la grandeza son de naturaleza muy distinta: es necesario liberar toda la Roma antigua de todos esos añadidos mediocres que la desfiguran, pero junto a la antigua y la medieval, debemos también crear la Roma monumental del siglo XX.”

Cuatro siglos antes de Mussolini, otro guerrero-constructor había decidido devolverle a la vieja Roma su antigua gloria como imperio y como ciudad: Giuliano della Rovere, Julio II de 1503 a 1513. En 1506 el Papa decidió remplazar la vieja Basílica de San Pedro con un nuevo, grandioso edificio —idea que originalmente tuvo Nicolás V a mediados del siglo XV pero que no pasó de los cimientos y unos cuantos muros. Para la nueva Basílica, Julio II organizó un concurso que ganó Donato Bramante.


El 18 de abril de 1506, a las 10 de la mañana, se realizó la ceremonia en la que se colocó la piedra fundacional de la nueva Basílica. Era Sabato in albis, el primer sábado después de Pascua —este año, el Sabato in albis fue hace una semana, el 11 de abril. Mary Quinlan-McGrath ha estudiado las relaciones entre el arte, la óptica y la astrología en el Renacimiento italiano. Explica que el momento preciso de la fundación de la Basilica fue seleccionado para conmemorar un evento religioso, pero también para coordinar el horóscopo de la Basílica con otros: el el nacimiento de Cristo, del mundo y de Giuliano della Rovere. Quinlan-McGrath cuenta cómo Julio II, al igual que muchos otros papas y reyes, iniciaba sus obras —fueran edilicias o militares— siguiendo los augurios de sus astrónomos. En una ocasión, dice, hizo esperar a la multitud media hora para colocar la primera piedra de una fortificación hasta que llegara el momento elegido por sus astrólogos. También explica que la carta astral que publicó el matemático y astrólogo Luca Gaurico a mediados del siglo XV con el signo y los ascendentes de la Basílica de San Pedro probablemente no se la original con que se determinó la fecha y hora de colocar la primera piedra: la fábrica del templo no había transcurrido con la rapidez que se suponía y corregir el horóscopo del edificio era una manera de mostrar que el error siempre sería producto humano, jamás de los cielos.