El 11 de julio de 1914, diecisiete días antes de que el imperio Austro-Húngaro declarara la guerra a Serbia, Antonio Sant’Elia firmó en Milán el Manifiesto de Arquitectura Futurista. “El problema de la arquitectura futurista no es un problema de readaptación lineal. No se trata de encontrar nuevas formas, nuevos perfiles de puertas y ventanas, ni de sustituir columnas, pilares, ménsulas con cariátides, moscones y ranas. Es decir, no se trata de dejar la fachada de ladrillo visto, de revocarla o de forrarla de piedra, ni de marcar diferencias formales entre el edificio nuevo y el antiguo, sino de crear ex-novo la casa futurista, de construirla con todos los recursos de la ciencia y de la técnica, satisfaciendo noblemente cualquier necesidad de nuestras costumbres y de nuestro espíritu, pisoteando todo lo que es grotesco, pesado y antitético a nosotros (tradición, estilo, estética, proporción), creando nuevas formas, nuevas líneas, una nueva armonía de contornos y de volúmenes, una arquitectura que encuentre su justificación sólo en las condiciones especiales de la vida moderna y que encuentre correspondencia como valor estético en nuestra sensibilidad. Esta arquitectura no puede someterse a ninguna ley de continuidad histórica. Debe ser nueva, como nuevo es nuestro estado de ánimo.”
Antonio Sant’Elia nació el 30 de abril de 1888 en Como. A los 15 años se inscribe en la escuela de Artes y Oficios, en el curso de construcciones civiles, hidráulicas y de caminos. Tres años después obtiene su título de capomastro: maestro de obras. Anatxu Zabalbescoa y Javier Rodríguez Marcos, en su libro Vidas construidas, ponen a la biografía de Sant’Elia un duro subtítulo: La flaqueza del mito y escriben: “Muy temprana fue su fama y gracias a los coloreados dibujos de volúmenes sin ventanas ni puertas llegó a iniciar carrera política. Torpe con las teorías y muy parco con las palabras, aparte del manifiesto para la arquitectura futurista, no dejó escrito más que alguna postal enviada a su sufrida madre desde la vanguardia del regimiento.”
Zabalbescoa y Rodriguez dicen que en los concursos a los que, junto con su socio Italo Paternoster, participó en la segunda década del siglo XX, Sant’Elia presentaba sorprendentes dibujos pero olvidaba, con frecuencia, incluir plantas y secciones: “los trazos dibujados por el arquitecto componen grandes volúmenes, estructuras impenetrables más cercanas a montañas que deben escalarse que a edificios a los que se pueda acceder.”
La interpretación que hace Sanford Kwinter de esa calidad monolítica y cerrada de la arquitectura dibujada por Sant’Elia es totalmente opuesta. En Architectures of Time escribe que “el rechazo a hacer accesible toda la información de la estructura de un edificio mediante su apreciación visual, desplaza el problema de su «significado» de la expresión de un contenido interior a la sintaxis de la combinación y la conexión.” Como mecanismos, los edificios dibujados por Sant’Elia parecen conformados a partir de un número limitado de piezas que se repiten en distintas combinaciones que no siguen reglas establecidas ni por la habitabilidad —el uso— ni por el significado. La arquitectura, dice Kwinter, “sigue a la escultura hacia una relación más promiscua (inmanente) con el material, reconcebido ahora de acuerdo al marco elaborado por Boccioni.”
Boccioni, ocho años mayor que Sant’Elia, se convirtió en una de las figuras centrales del Futurismo, movimiento iniciado por Marinetti. En su Manifiesto técnico de la escultura futurista, publicado en 1912, Boccioni proponía que la escultura debía “dar vida a los objetos haciendo palpable, sistemática y plásticamente, su extensión en el espacio, pues ya nadie pude creer que un objeto termina donde empieza el otro, ni que nuestro cuerpo no esté rodeado por cosas que no le corten y crucen en un arabesco de curvas direccionales.” Kwinter interpreta a la idea del espacio que plantea Boccioni: en vez del espacio cartesiano como pura extensión, un medio extenso con propiedades métricas que se acompaña por un campo intenso en constante flujo: líneas y fuerzas, dirá Boccioni.
Con todo, pese a la probable influencia de las ideas de Boccioni en la arquitectura dibujada de Sant’Elia, es difícil ver en las masas de éste la misma intensidad de las líneas y fuerzas manifiestas en la escultura de aquél. Es difícil saber a hacia qué tipo de edificaciones hubieran llevado esos dibujos si, mientras buscaba el mejor sitio para construir un cementerio para los soldados caídos en la Primera Guerra, una bala de las trincheras enemigas no le hubiera perforado la cabeza en 1916. “Un legado escaso, contradictorio y mudo —escriben Zabalbescoa y Rodríguez— sería suficiente para edificar su misterio. Antonio Sant’Elia murió sin aplacar la curiosidad que sus extraños trabajos despertaban. Había vivido 28 años, el tiempo justo para convertirse en un mito.”