El 27 de octubre de 1987 Paul Rea entrevistó a Czeslaw Milosz y le preguntó qué había querido decir al comentar que “Europa Central es un acto de fe, un proyecto.” Milosz respondió explicando que, si se observaba “el mundo real, el mundo de fronteras y separaciones y los conflictos regionales, hay poca razón para hablar de «Europa Central.»” Pero al mismo tiempo dijo sentirse “atraído por ese proyecto francamente utópico” y que su fe se apoyaba en una herencia común que incluía “una arquitectura común en las grandes ciudades, religiones en común y tradiciones culturales.” Aunque pensaba no poder definir los bordes geográficos de aquella idea, Europa Central, sí había una arquitectura que “claramente podía definirlos.” Ni Viena ni Praga, Milosz menciona Dubrovnik, la vieja ciudad croata en el Adriático, y Vilna, la ciudad lituana en la que estudio leyes en los años treinta, como ejemplo de un patrón arquitectónico flexible que permite definir cierta identidad centroeuropea.
El escritor, poeta y traductor Czeslaw Milosz nació el 30 de junio de 1911 en Szetenkie, Lituania, y murió el 14 de agosto del 2004 en Cracovia, después de haberse exiliado a Francia en 1951, donde se hizo amigo de Albert Camus mientras aprendió a detestar a Sartre y Beauvoir, y en 1960 a Berkley, California. En 1970 se hizo ciudadano de los Estados Unidos y en 1980 recibió el Nobel de literatura.
En su Abecedario, Milosz dice de la ciudad, en general:
He reflexionado mucho sobre el fenómeno de la ciudad, aunque no en el sentido del divertido eslogan de la vanguardia polaca «miasto, masa, maszyna” (metrópoli, masa, máquina). Tuve la oportunidad de vivir en grandes metrópolis como París o Nueva York, aunque la primera ciudad de mi vida fue una capital de provincia, no tan distinta del medio rural pero lo suficiente como para diferenciarse del pueblo, y fue ella la que alimentó mi imaginación. Pude imaginarme Vilna en sus distintas fases, pero no fui capaz de hacer lo mismo con otros lugares.
Para MIlosz, la ciudad —de menos su ciudad, la ciudad donde creció, Vilna— es la inevitable superposición en nuestra imaginación de “la ciudad de hoy, de ayer y de anteayer.” La ciudad y la imaginación, la ciudad y la memoria: Muralia, una de las ciudades invisibles de Calvino de la que escribe que tiene el atractivo de que, a través de lo que ha llegado a ser, puede evocar con nostalgia lo que fue: “a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre,” aunque “nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí.” La ciudad se construye así —y se destruye, también— sobre vacíos que la imaginación y la palabra llenan:
La ciudad en estos años cambió tanto
que ya no es mi ciudad, su resonancia
de bóvedas en ecos y los pasos
que nunca volverán
Ecos pasos recuerdos destrucciones
Eso no es Milosz —ni Calvino— sino Pacheco. Jose Emilio Pacheco nació en la ciudad de México el día que Czeslaw Milosz festejaba sus 28 años. Pacheco creció en la colonia Roma, que retrata en su novela Las batallas en el desierto: historia de un amor imposible, perdido desde el inicio, pero también de una ciudad que desaparece casi para siempre, de no ser por el memorioso ejercicio del escritor. Pero el desierto donde se libra la batalla lo describe mejor en su poesía:
México subterráneo… El poderoso
virrey, emperador, sátrapa hizo
de los lagos y bosques el desierto.
Hemos creado el desierto
O en México: vista aérea
Desde el avión
¿qué observas?
Sólo costras
pesadas cicatrices
de un desastre
“El país del dolor, la capital del sufrimiento,” dice en otro poema Pacheco. Respecto a la visión de la ciudad de Pacheco, Miguel Angel Zapata dice que “escribir sobre la ciudad es estar inmerso en un mundo complejo que va camino a la barbarie: para el poeta la ciudad se vuelve la cumbre y el abismo de la civilización actual.”
Esa idea de un mundo complejo hecho ciudades y mundos que se interconectan en el tiempo y en el espacio, a veces sin quererlo ni saberlo, se manifiesta en dos observaciones, una de Milosz y otra de Pacheco. El primero, al hablar de Los Ángeles —un “conglomerado de ciudades, barrios y suburbios que no debería llamarse ciudad”— se sorprende al pensar que, de niño, “cuando en Vilna iba a ver películas, todavía mudas, con Mary Pickford, Chaplin o, más tarde Greta Garbo y Sylvia Sidney, ignoraba que estaba preparando el futuro:” el espectador de una película en las primeras décadas del siglo XX, en cualquier parte del mundo, ayudaba, sin pensarlo, a construir esa no-ciudad que es Los Ángeles. Pacheco, por su lado, revela ese complejo sistema de “un progreso bicéfalo, creador y destructor a mismo tiempo,” en su poema H & C:
En las casas antiguas de esta ciudad las llaves del agua tienen un orden diferente
Los fontaneros que instalaron los grifos hechos en Norteamérica
dieron a C de cold el valor de caliente
La H de hot les sugirió agua helada
¿Qué conclusiones extraer de todo esto?
—Nada es lo que parece
—Entre objeto y palabra cae la sombra
(ya entrevista por Eliot)
Para no hablar de lo más obvio:
Cómo el imperio nos exporta un mundo
que aun no sabemos manejar ni entender
Un progreso bicéfalo (creador y destructor al mismo tiempo
—y como el mismo tiempo)
al que no es fácil renunciar
Nadie que ya disfrute el privilegio (aquí
tener agua caliente es privilegio)
se pondrá a cavar pozos a extraer
aguas contaminadas de un arroyo
Y de otro modo cómo
todo acto es traducción:
Sin este código
se quemará quien busque
bajo C el agua fría
Los años pasarán sin que se entibie
la que mana de H